Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
Pitt, sentado dos coches más atrás, observó que el basurero acometía la recogida de las bolsas con lentitud y decidió que la situación le ofrecía la oportunidad de actuar. Sin vacilar, se apeó del Karmann Ghia y, agachado y pegado a los taxis para evitar que le viesen, avanzó hacia la parte de atrás de la furgoneta. Las puertas traseras tenían los cristales tintados, pero Pitt vio, sentada a la derecha, la sombra de una figura que tenía el pelo muy corto o llevaba un pasamontañas.
El semáforo se puso en verde y la furgoneta avanzó apenas y se detuvo de nuevo; al conductor no le quedaba más remedio que esperar a que el cachazudo basurero acabase de retirar las bolsas de basura. Pitt se acercó en cuclillas, luego apoyó un pie en el parachoques y sujetó la manija de la puerta con la mano derecha. La abrió de un tirón y se lanzó al interior con el puño izquierdo preparado para golpear.
Era un movimiento arriesgado, Loren y él podían acabar muertos. Pero contaba con el elemento sorpresa, y no se equivocó al deducir que el pistolero de la parte de atrás habría bajado la guardia y estaría saboreando el éxito del robo. Y había otro motivo mucho más profundo para pasar por alto cualquier precaución. Si no hacía nada y algo le ocurría a Loren, Pitt no se lo perdonaría en la vida.
Con la puerta abierta, sin detenerse, Pitt barrió con la mirada el compartimiento trasero. Había acertado en su apuesta: el pistolero ileso estaba sentado en un banco a la derecha. En el lado opuesto se hallaba el primer conductor, que poco a poco iba recuperando el color. Loren se encontraba a su lado, encajada contra la mampara que los separaba de la cabina. En la fracción de segundo que duró su contacto visual, Pitt vio el miedo en los ojos de su esposa.
Hasta tal punto los había pillado desprevenidos, que el pistolero ni siquiera apuntaba a Loren, sino que mantenía la pistola baja y a un lado. Miró a Pitt sorprendido a través del pasamontañas antes de que un tremendo puñetazo le golpease en la barbilla. Con la adrenalina a tope y la furia contenida, Pitt bien podría haber atravesado el costado de la furgoneta. El golpe dejó inconsciente al hombre en el acto, y antes de que pudiese levantar el arma ya estaba tirado en el suelo.
El segundo ladrón reaccionó inmediatamente, dispuesto a vengarse del hombre que le había atacado antes. Se lanzó sobre la espalda de Pitt, y le aplastó contra el suelo. Intentó sacar el arma que tenía en el bolsillo al tiempo que retenía a Pitt con el otro brazo. Pitt probó a levantarse apoyándose en los brazos, pero no consiguió zafarse del todo. Buscando un punto de apoyo, fijó un pie en el parachoques y a continuación trató de desplazar su peso hacia atrás. Con el atacante pegado a su espalda, Pitt empujó con los brazos y las piernas para lanzarse hacia atrás, fuera de la furgoneta.
El taxi estaba a medio metro de la furgoneta. Los cuerpos entrelazados volaron y cayeron sobre el capó del taxi. El atacante, ahora debajo de Pitt, sufrió toda la fuerza del impacto. El golpe le vació el aire de los pulmones y el hombre se quedó sin aliento. Pitt notó que aflojaba el abrazo. Sin perder ni un segundo, se puso de pie, apartó el brazo que le sujetaba y descargó varios codazos contra la cabeza de su rival. Bastaron para atontar al hombre, que se desplomó sobre el pavimento antes de que pudiese sacar el arma.
Pitt recuperó el aliento y al levantar la vista vio que Loren escapaba de la furgoneta. En la mano llevaba una de las bolsas negras.
—Rápido, vámonos —la urgió agarrándola del brazo y apartándola del vehículo.
Dieron unos cuantos pasos tambaleantes hasta la acera; Loren se resistía a correr.
—Con estos zapatos no puedo correr —se justificó.
Pitt oyó un grito en la dirección de la furgoneta, pero no perdió tiempo en girarse. Se limitó a agarrar a su esposa sin miramientos y la empujó hacia el umbral de un pequeño edificio unos pocos pasos más allá. Se zambulló detrás de ella justo en el instante en que sonaron dos disparos. Unas esquirlas de cemento volaron por el aire cuando las balas impactaron contra el suelo, cerca de sus pies.
Ese portal solo podía darles un cobijo momentáneo. En unos pocos segundos la mujer con la pistola se acercaría lo suficiente para tener una línea de tiro despejada.
—¿Qué hacemos? —jadeó Loren, con el corazón desbocado por el miedo.
Pitt miró una puerta, vieja y desvencijada, que había en lo alto de varios escalones.
—Diría que sólo tenemos una elección —dijo moviendo la cabeza hacia la puerta—. Entremos.
Bastaron dos fuertes patadas contra la puerta de madera para que el viejo cerrojo saltara y la puerta se abriera. Loren y Pitt se colaron rápidamente en un sencillo local vacío, con un mostrador y una caja registradora. Al fondo había una escalera mal iluminada que llevaba a un nivel inferior.
Desde el exterior, les llegó el ruido de pasos que se acercaban deprisa. Pitt se apresuró a cerrar la puerta en cuanto atisbo a la mujer vestida de negro corriendo hacia allí por detrás del taxi. No vio el fogonazo de la pistola cuando la mujer disparó de nuevo, pero sí la bala incrustada en la hoja de la puerta a menos de un palmo de su rostro.
—Creo que debemos bajar —dijo agarrando la mano de Loren y echando a correr hacia la escalera.
Solo habían bajado unos pocos peldaños tallados en la piedra cuando Loren le tiró del brazo.
—Con estos tacones no llegaré muy lejos —afirmó al ver que la escalera se perdía en las profundidades. Se quitó rápidamente los zapatos y luego continuó bajando.
—¿Por qué los diseñadores de zapatos de mujer casi nunca piensan en el aspecto práctico? —preguntó Pitt cuando la alcanzó.
—Solo a un hombre se le ocurriría preguntarlo —protestó Loren, con la respiración entrecortada por el esfuerzo.
Continuaron bajando; había más de cincuenta escalones. La discusión por el calzado cayó en el olvido, reemplazada por el asombro ante el entorno en penumbra que se abría ante ellos.
Habían bajado a una enorme caverna subterránea hecha por el hombre. Era una estructura del todo inesperada y un tanto extraña; costaba creer que aquello estuviese en el centro de la bulliciosa Estambul. Los escalones acababan en una plataforma de madera desde la que se divisaba la inmensa caverna. Pitt admiró el bosque de columnas de mármol de diez metros de altura que se perdían en la lejanía; los capiteles sostenían un altísimo techo abovedado. Las bombillas rojas que colgaban del techo iluminaban ligeramente el recinto y le daban una apariencia misteriosa, casi infernal.
—¿Qué es esto? —preguntó Loren, y el eco de su voz resonó hasta perderse—. Es asombroso en todos los sentidos.
—Una cisterna subterránea. Por lo visto, una de las grandes. Los romanos construyeron centenares de cisternas debajo de las calles de Estambul para acumular el agua que llegaba por los acueductos desde el campo.
En realidad se encontraban en la cisterna más grande de Estambul, Yerebatan Sarnici. Construida por el emperador Constantino y ampliada más tarde por Justiniano, el depósito tenía una longitud de casi ciento cuarenta y tres metros. Antiguamente, la cisterna, con las paredes y el suelo de mortero, podía albergar ochenta mil metros cúbicos de agua. Abandonada durante el reinado otomano, se convirtió en un inmenso fangal hasta que el gobierno turco la restauró en el siglo
XX
. En homenaje a la capacidad constructora de los romanos, el suelo de la cisterna todavía acumulaba cierta cantidad de agua.
En la inmensa cámara reinaba el silencio, roto únicamente por el chapoteo de las gotas que caían del techo. A ese goteo se sumó de pronto el ruido de los pasos de la mujer de negro: había entrado en el local y comenzaba a bajar la escalera. Pitt y Loren echaron a correr por una pasarela elevada de madera que llevaba hacia el final de la cisterna.
La pasarela desembocaba en un espacio circular desde el que los turistas podían ver la multitud de columnas talladas que soportaban el techo de la cisterna. Debajo, las aguas poco profundas y calmas estaban pobladas por cientos de carpas que nunca veían la luz del día. Pitt y Loren no tuvieron tiempo de contemplar los peces mientras pasaban corriendo hacia el otro extremo de la caverna.
Las pasarelas estaban empapadas por el incesante goteo del techo, y Loren, con los pies descalzos, solo protegidos por las medias, no pudo evitar resbalar varias veces. Cuando pasaban por una esquina cerrada, se cayó al suelo y aprovechó para recuperar el aliento hasta que su marido la ayudó a levantarse. El ruido de unos zapatos que bajaban a toda prisa la escalera resonó en el recinto.
—¿Por qué se empeña en perseguirnos? —preguntó Pitt en voz alta mientras arrastraba a Loren detrás de la esquina.
—Quizá tiene que ver con esto —respondió ella, alzando la bolsa negra que llevaba en una mano—. La cogí de la furgoneta. Creí que podía ser importante.
La reacción instintiva de su esposa le hizo sonreír.
—Sí, probablemente sí —admitió—. Pero no tan importante como para dejarse matar.
Los pasos de la perseguidora habían llegado al pie de la escalera, y su sonido cambió a un golpe sordo al bajar a la pasarela de madera. Pitt y Loren corrieron unos metros más y entraron en un tramo de la pasarela que acababa en un punto muerto.
—Devuélvanme la bolsa y podrán marcharse.
La voz de la mujer resonó por toda la caverna en una furiosa repetición. Tras un momento de silencio, volvió a echar a andar con paso ligero. Aunque con aquella luz no podían verla, el sonido les revelaba que se estaba acercando.
—Al agua —susurró Pitt; cogió la bolsa negra de la mano de Loren y acercó a su esposa a la barandilla.
El vestido largo resultó un estorbo a la hora de pasar por encima de la barandilla, luego Loren dejó que Pitt la ayudase a bajar en silencio hasta el agua; le llegaba a la cintura. Sintió un escalofrío, tanto por la temperatura fría del agua como por la amenaza que se cernía sobre ellos.
—Ocúltate detrás de la última columna y mantente fuera de la vista hasta que te llame —le indicó Pitt en voz baja.
—¿Dónde estarás tú?
—Devolviéndole la bolsa.
Se inclinó para pasar la cabeza entre los barrotes de la barandilla y le dio un beso. Después la observó chapotear a lo largo de varias filas de columnas hasta que la perdió de vista. Tras comprobar que estaba bien oculta, se volvió para retroceder por la pasarela. El estruendo de una detonación le obligó a detenerse mientras un trozo de madera de la barandilla caía al agua unos pocos metros más allá. Alcanzó a ver la figura de la tiradora a unos treinta metros de distancia y echó a correr hasta una fila de columnas que le protegían.
Su mente funcionó a toda velocidad, pues solo disponía de un margen de seguridad de unos pocos segundos. Miró la bolsa negra, pesaba poco porque solo contenía dos objetos. No había ningún lugar donde ocultarla en las desnudas pasarelas de madera, así que su mirada se dirigió hacia lo alto de las enormes columnas que tenía más cerca. Vio que cada tres columnas había una bombilla roja y los cables que la sujetaban cerca del capitel. Los pasos de la mujer sonaban cada vez más cerca. Pitt levantó la bolsa y separó los objetos a través de la tela. A continuación, retorció la bolsa por el centro hasta darle el aspecto de una pesa, con un objeto en cada extremo.
—¡Suéltela! —oyó que gritaba la mujer.
Pitt se dijo que, en aquella penumbra, la mujer estaba demasiado lejos para disparar con puntería, así que dio dos pasos rápidos hacia la barandilla. La pistola disparó dos veces, dos fogonazos que Pitt vio con toda claridad con el rabillo del ojo, seguidos por el retumbar de las detonaciones en la caverna. Uno de los proyectiles impactó en la barandilla y el otro silbó junto a una de sus orejas. Ya lanzado, no podía hacer otra cosa que seguir moviéndose.
Al tercer paso, levantó la bolsa desde el suelo y la arrojó hacia arriba con todas sus fuerzas. Sin detenerse, apoyó las manos en la barandilla y saltó. La bolsa continuaba subiendo como un molinete cuando Pitt cayó al agua. Se sumergió de inmediato en dirección a los pilares de la pasarela, y luego avanzó hacia la mujer. Con un esfuerzo controlado, nadó bajo el agua poco profunda, con la precaución de no asomar a la superficie. Acostumbrado a bucear a pulmón, recorrió con facilidad unos veinticinco metros antes de sacar la cabeza para respirar.
Permaneció inmóvil, debajo de la pasarela, recuperando el aliento y atento a la posición de la mujer. Había calculado con acierto que la había dejado atrás mientras ella corría hacia el lugar donde Pitt había saltado. Asomó apenas la cabeza y la vio moverse al otro lado con el arma apuntando al agua.
De nuevo debajo de la pasarela, siguió recorriéndola con mucha cautela en la dirección opuesta hasta que llegó a una esquina. Allí la iluminación era más fuerte de lo deseado, pero la esquina le ofrecía un refugio adecuado para preparar un ataque. Comenzó a trepar por uno de los postes de soporte cuando oyó pasos que bajaban por la escalera de piedra. El claxon de un coche resonaba en la calle.
—¡Señorita María, debemos marcharnos en el acto! —gritó en turco una voz de hombre—. La policía ha ampliado la búsqueda fuera de Topkapi.
Pitt volvió a sumergirse en el agua cuando la mujer corrió en su dirección. Sin moverse, la oyó pasar por encima de su cabeza, y aguzó el oído mientras ella comenzaba a subir la escalera. Casi en la salida, la mujer se detuvo un momento y su voz aguda resonó en todo el recinto:
—¡No pienso olvidarme de ustedes!
El ruido de sus pasos se apagó, y el coche dejó de tocar el claxon. Pitt permaneció en la misma posición en el agua fría, escuchando el siniestro eco de las gotas que caían al agua. Cuando estuvo seguro de que los ladrones se habían marchado, subió a la pasarela y caminó hacia el fondo de la cisterna gritando el nombre de su esposa.
Loren, helada hasta el tuétano, salió de detrás de una columna y chapoteó hasta la pasarela, donde Pitt la izó. Pese a que estaba despeinada, tenía el vestido empapado y temblaba como una hoja, le pareció muy hermosa.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió Loren—. ¿Se han ido?
Pitt asintió. La cogió de la mano y juntos caminaron por la pasarela hacia la salida.
—Menudos sinvergüenzas —opinó Loren—. Me pregunto a cuánta gente habrán matado en el atraco.
Pitt no tenía una respuesta.
—¿Te hicieron daño?
—No, pero es obvio que no tenían ningún reparo en matar. Cuando les dije que era una congresista estadounidense no pareció importarles lo más mínimo.