A medida que las palabras acudían a su mente y que sus pasos le conducían escaleras arriba hasta que su cabeza asomó por encima de la cubierta en cuestión, tuvo una nueva oportunidad desde que vivía en el mar de maravillarse y admirarse. Todas las portas de los cañones estaban abiertas de par en par; la luz intensa del sol menguante se reflejaba en un mar calmo y rizado que inundaba con su claridad todo su campo de visión; la escena estaba bañada por un tono de luz dorado, sutilmente matizado por los palos, y a cada lado se encontraban dispuestas las filas precisas formadas por los enormes cañones de treinta y dos libras, mientras que el extremo estaba cubierto por la pantalla de lona que protegía la enfermería. Todo el conjunto, en su perfecta y simétrica simplicidad, dibujaba un enorme bodegón tan satisfactorio como jamás lo hubiera visto.
—¿Qué clase de ejercicio habrá desembocado en esta maravillosa pompa? —preguntó en voz alta. Toda clase de ejercicios tenían lugar continuamente en los barcos de la escuadra, cosa que sabía perfectamente bien, dado el número de bajas que acababan en la enfermería: esguinces, fracturas de pie, los habituales casos de hernia, y las quemaduras provocadas por el uso de la pólvora; sin embargo, ignoraba qué había motivado aquella espléndida vacuidad luminosa, aquel olor a sal, a brea y a mecha de combustión lenta.
El bodegón cambió ante su mirada, cambió de forma sorprendente tras la irrupción de un muchacho que surgió en su totalidad por una escotilla situada a proa, a estribor, y que echó a correr hacia la popa.
—¡Por fin le encuentro, señor! —exclamó para asegurarse de contar con toda su atención—. He estado buscándole por todas partes. El comodoro me ha pedido que le transmita sus saludos, y me ha ordenado comunicarle cuánto le alegraría ver al doctor Maturin en la toldilla, en tanto a usted le vaya bien.
—Gracias, señor Wetherby Le ruego que comunique al comodoro con todos mis respetos que en cuanto haya echado un vistazo a la enfermería tendré el honor de esperarlo arriba.
* * *
—Ah, Stephen, ahí estás —exclamó Jack—. Hace siglos que no te veo. ¿Cómo andas?
—Admirablemente bien, gracias. La enfermería me produce una satisfacción enorme. Pero no creo que pueda felicitarte por el buen aspecto que tienes —añadió empujando a Jack bajo la luz para poder observar bien su rostro.
—Qué yo recuerde, nunca me has felicitado por mi aspecto. Creo que me sentiría muy incómodo si empezaras a hacerlo ahora.
—No. Sucede que has superado con creces la palidez enfermiza que suele provocar en un hombre la sesuda reflexión, cosa a la que, efectivamente, no estoy acostumbrado. Has estado trabajando en exceso: demasiado estudio y demasiada observación. Déjame ver la lengua. Seca, muy seca, diantre, qué seca. Menudo aliento tenemos: fétido. ¿Has prescindido quizá del baño matinal, de ascender al mediodía a las diversas cofas, a tu paseo de tres millas antes de retirarte a la cabina?
—Sí, así es. En primer lugar porque hay una cantidad ingente de tiburones; Whewell asegura que abundan en las rutas de los negreros. En segundo y tercer lugar, porque apenas he tenido ocasión de estirar las piernas fuera de la cabina. He estado ultimando un plan de campaña con mucha atención y apremio, porque, verás, aunque me he propuesto hacer todo cuanto pueda razonablemente hacerse en lo tocante a la esclavitud, quiero hacerlo rápido, dejando todo el tiempo posible para lo demás, tú ya me entiendes. Quedaremos como unos payasos si faltamos a nuestra cita.
—Espero de todo corazón que estés satisfecho con los progresos.
—Bueno, Stephen, te parecerá una gasconada pero debo admitir que así es. Con la ayuda de ese excelente joven, Whewell, Tom, el señor Woodbine y yo hemos planeado una serie de movimientos que, con un poco de suerte, nos proporcionarán la victoria. Lo único que lamento de veras es que no veo ni la más remota posibilidad de producir una prodigiosa trapisonda nada más llegar, tal y como sus señorías me han ordenado.
Antes de continuar, bajó el tono de voz y condujo al doctor a la popa, hasta situarse junto a uno de los espléndidos fanales que había allí, fanal que se balanceaba y cabeceaba al ritmo acompasado del barco.
—Se me antoja miserable, incluso blasfemo, decir que mis órdenes podrían haber sido escritas por una pandilla de hombres de tierra adentro, acostumbrados a la regularidad del viaje en silla de posta, o a la navegación por un canal interior. Pese a todo, por otro lado, una parte de sus señorías son simples políticos de agua dulce, si bien las órdenes llegan finalmente a manos del secretario, ese asno de Barrow, así como a cierto número de cagatintas que nunca han pisado la cubierta de un barco, pero dejémoslo estar. No será la primera vez que recibo órdenes que no tienen en cuenta ni el viento ni la marea, igual que les ha sucedido al resto de oficiales de la Armada. No me quejo. Pero lo que me cuesta horrores comprender es cómo diantre pretende el Ministerio que coja a los negreros por sorpresa cuando nuestra expedición ha sido anunciada a los cuatro vientos en media docena de diarios de todo el mundo, incluido el
The Times
. Y no me digas que esos párrafos aparecieron publicados sin conocimiento previo de Whitehall. No, lo único que se me ocurre es llevar a cabo un ejercicio en toda regla con los cañones largos, en cuanto arribemos ante la población. Al menos oirán un estruendo de mil demonios. Lo cual no podría ser más enojoso, porque Whewell me ha dicho que en cuanto la anterior escuadra inglesa se hubo retirado, los negreros volvieron a la carga, incluso en el río Gallinas y en isla Sherbro, junto a Freetown, y con un poquito de discreción podríamos apresar a media docena embarcando esclavos en el estuario. No obstante, mañana despacharé a la
Ringle
para disponer de un barco en la zona. Con este viento, apenas tardará un día en llegar.
—¿No estarás cometiendo una injusticia con el ministerio, amigo mío? Imagino que debieron de pensar que si bien algunos agentes de Inteligencia franceses se cuentan entre los lectores más atentos del
Post
y del
The Times
, pocos negreros figurarán entre sus suscriptores; mientras que los franceses, convencidos de que te encuentras ocupado al sur de la línea del trópico —convicción reforzada por informes del estruendo que tanto te preocupa—, se empecinarán con sus tretas truhanescas, es decir, sus planes, pese a la presencia en aguas cercanas de esta escuadra.
—¡Oh! —exclamó Jack—. ¿De veras crees que podría tratarse de eso?
—No sería la primera vez que una estratagema parecida cosecha éxito. Eso sí, debe hacerse con toda la delicadeza posible, a riesgo de que quien se extralimita se vea extralimitado.
—Yo sí que me he extralimitado, aunque creo tener un conocimiento tolerable del mundo. Sin duda Whitehall cuenta con algunos cerebros más entendidos que yo, y mejor será que me dedique a la navegación y al violín. Dios, aquí me tienes —dijo riendo con ganas—, dispuesto a jugar a la política. —Siguieron caminando un rato y añadió—: Te seré sincero, Stephen: la música hierve en mi interior desde el preciso instante en que me hablaste de ese honesto y simpático caballero, Hinksey. ¿Te apetece que toquemos esta noche?
* * *
El doctor Maturin poseía muchas de las virtudes propias de un hombre de medicina: escuchaba todo aquello que le decían sus pacientes; deseaba de buena fe que incluso los más repulsivos se recuperasen, siempre y cuando se sometieran a sus cuidados; le traía sin cuidado lo que le pagaran; y, después de todo lo que había leído y de todo lo que había experimentado, era plenamente consciente de sus limitaciones, conocimiento que a menudo disimulaba, aunque sólo fuera con objeto de preservar su ánimo en todo lo posible: creía firmemente en los poderes curativos de la alegría, o, ya puestos, de la hilaridad. Pese a todo tenía sus defectos, y uno de ellos era la costumbre de empotingarse a sí mismo, generalmente movido por su afán filosófico, tal y como hizo, por ejemplo, durante el período en que inhaló ingentes cantidades de óxido nitroso y vapor de cáñamo índico, por no mencionar el tabaco, todas las variedades del
bhang
, que es como conocen en la India al cáñamo, del betel de Java e islas vecinas, del cat narcótico del mar. Rojo y de los cactus alucinógenos de América del Sur, aunque en ocasiones también lo hizo movido por la congoja, como cuando se volvió adicto al opio en cualquiera de sus formas. Ahora se envenenaba a sí mismo con la hoja de coca, cuyas virtudes había descubierto en el Perú.
Las masticaba con un traguito de lima; llevaba las hojas en una bolsa de cuero, y la lima en una caja peruana en forma de corazón, aunque de un tiempo a esta parte había observado que sus efectos disminuían, cosa que achacaba al tiempo que hacía que las tenía. No parecía experimentar los mismos efectos anestésicos en su boca y faringe. Puede que no fuera más que el resultado de haberse habituado a la sustancia, pero decidió que en cuanto la escuadra arribara a Brasil se las apañaría para abastecerse de nuevo y, aquella noche, puesto que deseaba tocar bien, tomó una dosis inusualmente fuerte. Tocó bien. Ambos lo hicieron, y también ambos disfrutaron de la música. Pero, mientras el comodoro, agobiado por el trabajo, el oporto y el queso, se quedó dormido de inmediato en cuanto su cabeza reposó en la almohada de su balanceante coy, Stephen descubrió que las hojas de coca le habían desvelado como siempre. De hecho, superaban con mucho al café a la hora de quitarle a uno de la cabeza el solo hecho de pensar en dormir. Como deseaba escribir sus notas por la mañana, tomó un trago de un potente somnífero, además de un bolo de mandrágora de Java, e introdujo unas bolitas de cera en sus oídos para evitar oír los ruidos del barco, el cambio de la guardia, el eventual lampaceo con piedra arenisca, el fregoteo de las cubiertas, y el crujido y estampido de las bombas. A fuerza de practicar había desarrollado cierta habilidad en este ejercicio; no obstante, era, en cierto modo, una criatura muy sencilla, y no había caído en la cuenta de que, al despertar a un nuevo día, había envejecido un día más, y que, por tanto, su cuerpo de mediana edad difícilmente podría asimilar una combinación como aquélla, propia de un joven vigoroso.
A menudo resultaba harto difícil despertarlo en estas tesituras. Y aquel día resultó aún más complicado.
—Le ruego me perdone, señor —dijo Wilkins, el ayudante del piloto de mayor antigüedad—, pero no hay forma de despertarlo. Tiré de las sábanas, pero hizo ademán de morderme, y después volvió a hacerse un ovillo, por mucho que voceamos a su oído y sacudimos el coy.
Fue Killick quien lo llevó por fin a cubierta, a medio vestir, pero sin afeitar; estaba alelado, resentido y pestañeaba debido a la luz.
—¡Ah, aquí está usted, doctor! —exclamó Jack en voz muy alta—. Buenos días. Confío en que haya podido dormir a gusto.
—¿Qué sucede? —preguntó Stephen, mirando a su alrededor con el entrecejo arrugado. La escuadra estaba al pairo, y en mitad de la formación, amainadas las gavias, vio un mercante destartalado de bandera española, situado un poco a barlovento del
Bellona
. Mientras lo observaba el viento trajo un hedor nauseabundo que se extendió por toda la cubierta, de modo que no le sorprendió lo más mínimo oír a Jack decirle que era un negrero.
—El señor Whewell conoce esta embarcación, el
Nancy
, que perteneció a Kingston antes de que la vendieran. El patrón no tardará en subir a bordo. Querría que hiciera usted lo posible por distinguir a qué nación pertenece, y que eche un vistazo a su documentación si resulta ser extranjera. (Dios, cuánto ansío que sea más falso que Judas) —añadió en voz baja, de tal forma que sólo Stephen pudiera oírlo.
A bordo del buque negrero habían encendido el humo de las cocinas; había muchas mujeres desnudas y niños negros en cubierta; echaron lentamente el bote al mar, y cuando el borde del sol refulgió sobre el horizonte, el patrón del mercante subió a bordo con los papeles del barco y un intérprete.
—¿Habla usted inglés, señor? —preguntó el capitán Pullings.
—Muy poco, señor —respondió el patrón con acento extranjero—. El traducirá.
—¿Pero, habla usted español? —preguntó Stephen en esa lengua.
—Oh, sí, sí, señor —respondió al tiempo que se hacía el risueño.
Cruzaron algunas frases. Stephen cogió el pasaporte que llevaba el patrón y después de echarle un vistazo lo arrojó al agua. El hombre soltó un aullido e hizo ademán de arrojarse en pos de la documentación, pero se contuvo en vistas de lo poblado que estaba el mar.
—Es un impostor —dijo Stephen—. Un inglés. No sabe nada de español. Su documentación es falsa. Puede usted apresar tranquilamente el barco. —Y a Jack—: Subamos a bordo.
Jack asintió y llamó a Whewell.
—Nada como el amanecer para estos descubrimientos —dijo al tiempo que los remeros manejaban la falúa—. Cuántas veces habré encontrado una presa a sotavento, justo antes de las primeras luces.
Pero mudó el tono de su voz por completo cuando se acercaron al mercante: el hedor se intensificó, el agua parecía más hedionda, y guardó un abrupto silencio al ver que arrojaban a dos niñas muertas, de piel macilenta, por la borda. Por un instante, unos tiburones apenas más grandes que las niñas se disputaron la presa con denuedo, hasta que un escualo enorme, que surgió por debajo de la quilla, las despedazó.
Los negros no comprendían lo que estaba sucediendo: no lo entendieron como un rescate, sino como un cambio en su estado de cautiverio, probablemente para peor; estaban asustados y también tenían un hambre y una sed desesperadas. Whewell intentó tranquilizarlos recurriendo a lenguas variopintas y también a la lengua franca de la costa: aparte de algunos críos, nadie le creyó.
Aún no habían soltado a los hombres, pero al levantar los enjaretados asomó el primer grupo por la escalera, trastabillando. Caminaban retorcidos e inclinados, después de pasar toda la noche embutidos en un espacio diminuto, con dos pies y seis pulgadas a lo sumo hasta dar con la cabeza contra el techo. Jack, Stephen, Whewell y Bonden descendieron bajo cubierta, donde imperaba un hedor irrespirable, vigilados por los inquietos marineros del negrero, que empuñaban los látigos con torpeza e indecisión. Salieron los esclavos que estaban más a popa, apenas sin dirigirles la mirada, frotándose rodillas, codos y cabezas carroñosas; iban encadenados por parejas. En general, sus expresiones eran casi inhumanas —traslucían apatía y un temor subyacente—, pese a que era difícil adivinar en sus rostros una sola emoción que fuera visible.