El comodoro (44 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
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—De los Gormanston. Que no se me olvide hablarte algún día de su muerte. Por favor, continúa.

—D'Arcy Preston lo sustituyó durante un tiempo, y entonces Nelson, comodoro por aquel entonces, nombró a Henry Hotham, un ordenancista de cuidado, para el mando de la
Blanche
, que aún estaba en muy malas condiciones. Como no podía ser de otra forma, la marinería había disfrutado tanto de la desobediencia y la laxitud que no estaban dispuestos a cambiar las cosas. Lo acusaron de ser un condenado tártaro, y dijeron que no estaban siquiera dispuestos a oírle leer su nombramiento a bordo: apuntaron a popa los cañones del castillo de proa y lo echaron del barco. Al cabo de poco, Nelson en persona subió a bordo, llevando a Hotham consigo. Recordó a la dotación de la
Blanche
que tenían la mejor reputación de todas las fragatas de la Armada real —después de todo, habían apresado a dos fragatas pesadas en justo combate—, y les preguntó si de veras querían rebelarse ahora. Si el capitán Hotham los maltrataba, sólo tendrían que escribirle una carta y él los apoyaría. Al oír aquello lanzaron tres hurras y volvieron a sus cosas, mientras que él regresaba a su barco dejando a Hotham al mando. Pero no duró. La dotación se había echado a perder, la podredumbre había arraigado en lo más hondo, y en cuanto arribaron a Portsmouth solicitaron que les asignaran otro capitán u otro barco.

—¿Se les concedió tal petición?

—Por supuesto que no. Fueron repartidos entre toda una serie de barcos que andaban faltos de hombres. Respecto al caso que nos ocupa, o al menos lo que parece perfilarse como nuestro caso, me entrevistaré con James Wood cuando arribemos a Freetown, a ver qué puede hacerse con una reorganización completa a conciencia y, quizás, algunos traslados más. Pero por ahora tomemos otro vaso de vino —el oporto aguanta perfectamente bien este calor, ¿no te parece?— y volvamos a concentrarnos en nuestro querido Boccherini.

Así lo hicieron, pero Jack tocó con desgana, su corazón ya no estaba pendiente de la música, y Stephen se preguntó cómo podía haberse mostrado tan pesado, sabiendo la devoción que sentía su amigo por la Armada, como para sacar el tema a colación pese a sus propios recelos. Se consoló pensando que el agua salada todo lo cura, que otras cien millas de navegación perfecta levantarían el ánimo de su amigo Jack, y que en Freetown podrían resolverse sus dificultades.

* * *

Noche despejada en Freetown, cuyo inmenso puerto estaba moteado de barcos pertenecientes a la Armada real —además de por algunos mercantes de Guinea—, que procedieron a saludar al gallardete del comodoro Aubrey con la prontitud propia de las gentes de mar. Había despachado en avanzada a la
Ringle
para que informara de su llegada al gobernador, y en cuanto el
Bellona
hubo fondeado adecuadamente y toda la escuadra estuvo en condiciones, con las vergas perpendiculares respecto al casco, Jack, seguido por sus comandantes subordinados, desembarcó con estilo para aguardar la llegada de su excelencia. Uniforme de primera, espadín del uniforme de gala, sombrero de ribete dorado, la medalla del Nilo, y es que nada más enarbolar la señal de reconocimiento el barco, el edificio de gobernación había dado la señal conforme se les invitaba a él y a sus capitanes a comer. La falúa del
Bellona
constituía un espectáculo precioso, recién pintada como estaba, bogada por un conjunto de marineros tan pulcros como quepa desear, pues la mayor parte de ellos habían seguido a Jack de barco en barco, y la gobernaba Bonden, serio, consciente de la ocasión, exactamente con la misma pinta que Tom Allen, timonel, en tiempos, del propio Nelson, a quien además se parecía; a su lado iba el señor Wetherby, oficial de infantería de marina, a quien habían tenido que explicarle cómo debía manejarse en tales circunstancias.

La falúa del
Bellona
—era,de hecho, la lancha, pero al estar gobernada por los tripulantes de la falúa se convertía en ésta y asumía una categoría algo más espléndida— contaba con catorce remos, y cuando estos catorce hombres faltaban a la exacta regularidad de la remada se volvían hacia la popa con cierta mirada de desaprobación: el cirujano y su guía se habían apuntado al viaje, y su aspecto desmerecía en cierto modo la pulcritud del conjunto: desastrado, sin acicalar, y llevando un parasol de color verde, mal aferrado.

—No entiendo por qué ese viejo sodomita de Killick le habrá permitido salir con esa pinta de pisaverde —susurró el proel.

—Tú ni caso —masculló el compañero—. No te preocupes que no irá a palacio.

Cuadrado y él tenían intención de pasar por el mercado para entrevistarse con Houmouzios en cuanto surgiera la ocasión, antes de apresurarse sin perder un minuto a la ciénaga, donde tomarían asiento bajo el parasol y contemplarían las zancudas aves de patas largas, incluso quizás algún cárabo, con su catalejo. Se sintió peculiarmente abatido cuando, al llegar al puesto del cambista, sólo encontraron a Sócrates, quien les informó de que el señor Houmouzios se hallaba ausente debido a un viaje que había hecho al interior, pero que volvería el viernes.

Stephen se sintió peculiarmente abatido y contrariado. No obstante, tras considerarlo durante un rato dio permiso a Cuadrado para que fuera a ver a su familia y caminó lentamente en dirección al fétido pantano, empobrecido en la estación seca, pero fétido y pantano al fin y al cabo, y con las aves concentradas en una zona pequeña. ¿Qué podía suceder? Adanson había trabajado muy duro, pero lo había hecho lejos, al norte, en las orillas de Senegal; e incluso Adanson no había inspeccionado todos y cada uno de los huevos que encontró a su paso.

—¡Doctor, doctor! —exclamó alguien que gritaba a lo lejos.

«Vaya por Dios. Qué criaturas, mira que llamar a un doctor —pensó—. ¿Dónde pretenderán encontrarlo? ¿Tan al sur alcanza el azor?»

—¡Doctor, doctor! —gritaron, roncos y a la carrera, hasta que al final se detuvieron.

—El comodoro le ruega que acuda de inmediato —informó un guardiamarina, casi sin habla—. Su excelencia le ha invitado a usted a comer.

—Transmita mis más sinceros cumplidos y agradecimientos a su excelencia —dijo Stephen—, pero díganle que lamento no poder aceptar su invitación. —Y se dirigió decidido hacia la fetidez del pantano.

—Vamos, señor, no sea usted así —dijo un sargento alto—. Nos va a meter usted en un brete de narices. Tenemos órdenes de escoltarlo de regreso, y nos castigarán y nos azotarán si no lo hacemos. Vamos, señor, si es tan amable.

Stephen observó a los tres jadeantes pero decididos ayudantes del piloto, después miró al forzudo infante de marina, y finalmente cedió.

—Querido señor —exclamó el gobernador—. Le ruego que disculpe usted el poco tiempo que le he dado, lo poco ceremonioso de mi invitación, pero la última vez que estuvo usted aquí no tuve el placer, el honor, de conocerle. Cuando mi esposa se enteró de que el doctor Maturin, el doctor Stephen Maturin, había estado en Sierra Leona sin pasar por aquí a comer no sabe cuan mal le supo, lo desolada que estaba, lo contrariada… Permítame presentársela. —Condujo a Stephen ante la presencia de una joven muy atractiva, alta, rubia, agradablemente rolliza, que le sonrió con toda la amabilidad del mundo.

—Le ruego me disculpe, señora, por presentarme con este aspecto…

—Por favor —exclamó ella, cogiéndole de ambas manos—. Está usted cubierto,
cubierto
de laureles. Soy la hermana de Edward Heatherleigh y he leído todos sus adorables libros y ensayos, incluida la conferencia que dio en el
Institut
, que monsieur Cuvier tuvo la amabilidad de remitir a Edward.

Edward Heatherleigh, joven muy tímido, era naturalista y miembro de la Royal Society, aunque se dejara ver en raras ocasiones. Disfrutaba en propiedad de una hacienda situada al norte de Inglaterra, donde vivía tan discretamente como era posible en compañía de su hermana. Ambos coleccionaban,
botanizaban
, dibujaban, diseccionaban, y, por encima de todo, comparaban. Tenían esqueletos articulados de todos los mamíferos ingleses, y Edward había dicho a Stephen, uno de sus escasos amigos íntimos, que ella sabía más de huesos de lo que podía saber él, y que, además, era invencible en materia de murciélagos.

Todo esto pasó a través, o, mejor, apareció en su mente con tal velocidad que no hubo pausa alguna antes de que articulara su respuesta de la siguiente guisa:

—¡Señorita Christine! Es un placer conocerla. Y sepa usted que ahora ya no lamento en absoluto mi facha.

El capitán James Wood, el gobernador, poseía una doncella que había procurado su entretenimiento oficial antes del matrimonio, lo cual estaba muy bien; puesto que si bien la señora del gobernador jamás olvidaba cumplir con su deber, y lo hacía, pocos marinos podían atraer su atención de verdad cuando andaba cerca un famoso filósofo naturalista.

—Definitivamente tiene usted que volver mañana —dijo cuando se despidieron—, y le mostraré mi jardín y mis animales: ¡tengo un azor y un puerco espín de cola de brocha! Quizá le apetezca a usted ver mis huesos.

—Nada en el mundo podría complacerme más, créame —dijo Stephen, estrechando su mano—. Y quizá podamos ir a dar un paseo por el pantano.

* * *

—Vaya, Stephen, menuda suerte tienes, palabra —dijo Jack cuando caminaban hacia el bote—. La única mujer bonita de la fiesta y la has monopolizado por completo. En el salón se acercó para sentarse a tus pies y no cruzó palabra con nadie más durante horas.

—Teníamos mucho de que hablar. Sabe más del tema de los huesos y de las variantes existentes entre diversas especies que cualquier otra mujer que conozca; mucho más, por supuesto, que muchos hombres, por muy anatomistas que se hagan llamar. Es la hermana de Edward Heatherleigh, a quien habrás visto en las reuniones de la Royal. Es una joven estupenda.

—Qué placer. Me encanta hablar con mujeres así. Caroline Herschel y yo solíamos charlar hasta bien entrada la noche acerca del sedimento pomerano y de los últimos estadios del espejo de un telescopio. Es sabia y también es una mujer preciosa, qué bendición. Aunque no puedo entender cómo fue que se casara con James Wood. Es un estupendo marino, hombre práctico y un tipo excelente, pero no ha tenido una sola idea original en toda su vida. Y al menos la dobla en edad.

—Las bodas del prójimo acostumbran a suponer una constante fuente de estupor —señaló Stephen.

Siguieron caminando, rechazando al principio la oferta que les hicieron de una silla de manos, y después la de una hamaca colgada de un palo que cargaban entre dos hombres, medio de transporte habitual por aquellos lares.

—Vosotros también parecíais pasarlo en grande en vuestra punta de la mesa —dijo Stephen al cabo de poco.

—Y así era. Había algunas personas de la corte del Vicealmirantazgo, además del secretario civil, y no dejaron de decirnos lo bien que lo habíamos hecho, por cuánto habíamos superado a los demás y lo ricos que seríamos cuando todo estuviera resuelto, sobre todo si ninguno de los americanos o los españoles encausados ganaban el recurso interpuesto contra sus decisiones, lo cual resulta harto improbable, o lo mucho que disfrutarán nuestros marineros cuando reciban su parte, que ya se encuentra preparada en bolsas de loneta en el tesoro, botín dispuesto para su entrega. Y, Stephen, ahora que disfrutamos de la estación seca ¿no seguirás empeñado en mantenerlos toda la noche a bordo?

—No. Pero bien sabes cuál será el resultado. Percibo cierta alegría que emana de ti y que jamás atribuiría al dinero del botín, por mucho que lo adores. ¿Por algún casual no habrás recibido noticias del Almirantazgo?

—Oh, no. No espero nada. Ahorramos una cantidad considerable de tiempo en la última manga. No. Sucede que tengo correspondencia de casa —dijo al tiempo que se daba palmadas en el pecho—, y tú también, pero de España.

* * *

La carta de Stephen era de Ávila. Clarissa le informaba de que llevaban una vida tranquila y agradable, le hablaba también de su saludable, afectuosa y envidiable hija, ahora toda una parlanchina y tolerablemente correcta hablando inglés. Brigid había aprendido algo de castellano, pero prefería el gaélico que hablaba con Padeen. Aprendía el abecedario sin mayores problemas, pero no sabía con qué mano debía escribir las letras. La tía de Stephen, Petronilla, era muy atenta con Brigid, con ambas. Algunas de las damas que vivían en el convento tenían carruajes y las llevaban de paseo, envueltas en pieles. Aquél era un crudo invierno, y dos de los primos de Stephen, uno procedente de Segovia y el otro de Madrid, habían oído a los lobos cerca de la carretera, al mediodía. Ella se encontraba bien, era bastante feliz, leía todo cuanto no había podido leer en años y le gustaban los cantos de las monjas: a veces se acercaba con Padeen —que le enviaba recuerdos— a la iglesia benedictina para el canto gregoriano. Adjuntaba un trocito de papel, no muy limpio, con un dibujo de un lobo con dientes y algunas palabras que Stephen no pudo distinguir hasta que se dio cuenta de que se trataba de gaélico escrito fonéticamente: «Oh, padre mío, espero que estés bien, Brigid».

Permaneció sentado en su cabina, saboreando aquellas noticias y bebiendo un zumo de lima durante largo rato, antes de que Jack apareciera procedente de la galería de popa con aspecto igualmente alegre.

—He recibido unas cartas encantadoras de Sophie: te envía todo su cariño y tengo intención de responderle ahora mismo. Ahí tienes un barco mercante que está a punto de largar amarras rumbo a Southampton. Stephen, ¿cómo se deletrea
peccavi
?

Christine Heatherleigh había encandilado al doctor Maturin, que yació en su coy aquella noche, zarandeándose a merced de la marejada del Atlántico, pensando en todo lo que había sucedido aquella tarde. Atesoraba una viva imagen de ella hablando de las clavículas de los primates con los ojos extraordinariamente abiertos. «¿Es posible que su presencia física haya despertado unas emociones que creía dormidas hace tiempo en mi, digamos, pecho?», se preguntaba. La respuesta «No. Mis motivos son totalmente puros» llegó en el preciso instante en que otra parte de su mente consideraba el suave apretón de su mano como un gesto de… ¿amabilidad? ¿Para con un amigo de su hermano? ¿Como de cierto interés? «No —se respondió de nuevo—, como mis motivos son totalmente puros, se siente perfectamente a salvo conmigo, soy de mediana edad, malformado, apergaminado por la fiebre amarilla y puede mostrarse tan desenvuelta como lo haría en compañía de su abuelo; o, al menos, de un tío. Pese a todo cuanto pueda respetarla, y también al señor gobernador y al puesto que ostenta, pediré a Killick que recupere, rice y empolve mi mejor peluca, con vistas a la visita de mañana.»

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