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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (37 page)

BOOK: El comodoro
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—Es por la miasmata.

—¿Te refieres a las miasmas?

—Viene a ser lo mismo, te lo aseguro, Jack; y los peores casos se contraen después de la puesta de sol.

—Míralo bien —dijo Jack, señalando con la cabeza hacia poniente, más allá de la ventana de popa, donde el sol relucía rojo con un brillo atenuado debido a la atmósfera densa y cargada—. Se pondrá antes de que hayas tenido ocasión de contemplar tu pantano durante cinco minutos. No, Stephen. Lo que es justo es justo, ya sabes. No puedes negar a los hombres la libertad, y después irte con viento fresco a perseguir lechuzas y aves nocturnas tú solo.

La sinceridad y el aplomo de Jack se impusieron a las protestas de Stephen, a sus gritos cuando los profirió, a las excepciones hechas a la letra de cualquier norma, excepciones que, según él, debían darse por sentadas.

—Bueno, de todas formas mucho no habría podido ver —aceptó finalmente—. Además, mañana tendré ocasión de acercarme.

—Stephen —dijo Jack—. Lamento decirlo, pero en cuanto a tu ciénaga pantanosa se refiere no habrá un mañana. Levaremos anclas cuando cambie la marea. El gobernador me ha dicho que con este viento las noticias de nuestra llegada y nuestras cabriolas aún no habrán llegado a isla Philip, donde al parecer encontraremos a varios buques negreros a punto de llenar por completo su cargamento; también me ha dicho que podríamos pillarlos en el acto.

—Oh, por supuesto —dijo Stephen, sorprendido.

—Debemos aprovechar la ventaja que tenemos, antes de que toda la costa sepa de nuestra presencia. No hay un momento que perder, y tan pronto como cambie la marea podremos vencer la corriente y franquear la bahía.

Stephen no pudo sino mostrarse de acuerdo, y después de pasar unos minutos echando pestes de su propia estampa por tan absoluta e imperativa estulticia, por ser impulsivo y carecer de moderación, por las salvedades y la ausencia de ciertas excepciones en aras del bien común, se fue a cubierta, donde en primer lugar se sintió confortado al ver una bandada extraordinariamente numerosa de peces voladores que rozaron las aguas a cierta distancia de la superficie, pero que acabaron por darse un castañazo con los rabihorcados a la luz del anochecer, que volaron visto y no visto entre ellos con una celeridad capaz de dejar a cualquiera sin aliento; y en segundo lugar, por el hecho de que el río de isla Philip tenía un caudal en toda regla que Cuadrado conocía como la palma de su mano. Este le había explicado que en el punto álgido de la estación de las lluvias el río fluía a lo ancho y lo hacía con rapidez, tanto que traslapaba el pie de los árboles del bosque dando lugar a una catarata en su embocadura y también a una hermosa barra. Pero en cuanto cesaban las lluvias empezaba a encoger, despejando la orilla, a lo largo de la cual podía uno caminar a través del bosque, donde a menudo podían verse chimpancés, y más allá, a campo abierto, era zona frecuentada por elefantes. También le había hablado de una pequeña llanura situada sobre un segundo conjunto de cataratas, casi alfombrada por entero de baobabs, en donde vivían catorce especies diferentes de murciélagos, algunos enormes y de rostro monstruoso.

Pensaba en las innumerables posibilidades que surgían ante él: el búho del África Occidental, el turaco gigante, los multicolores y exóticos pájaros tejedores y los nectarínidos, incluso probablemente los potto, cuando oyó gritar «¡Gente al cabestrante para levar el ancla!», orden inesperada seguida de inmediato por el toque del silbato del contramaestre y las voces de sus ayudantes que rugían a voz en grito «¡Gente al cabestrante a levar el ancla!» a través de todas las escotillas. Stephen se apresuró a apartarse del camino. Conocía sobradamente las temibles prisas y la actividad que seguían a esta orden: las cuadrillas de hombres que corrían por cubierta sin contemplaciones y que arrollaban a quien pudieran encontrar en su camino, el griterío, el tirón que daban a las cuerdas. Al entrar en la cabina encontró a Jack sentado plácidamente sobre un baúl, cambiando las cuerdas de su violín.

—Vaya, Stephen —dijo levantando la mirada—. No sabes cuánto lamento haber arruinado los planes que tenías respecto a ese fétido pantano. Me atrevería a decir que la miasma no hace distinciones entre doctos e indoctos.

—Nada de eso, amigo mío —replicó Stephen—. Estaba pensando en los placeres que me aguardan en el Sinon, el río que atraviesa isla Philip. He reflexionado acerca de la variedad de especies de plantas y animales, y en la posibilidad incluso de toparme con un potto, y no he tardado nada en recuperar el entusiasmo que me caracteriza.

—¿Qué es un potto?

—El
Perodictius potto
es una pequeña criatura peluda que duerme de día hecha una bola con la cabeza entre las piernas y que después camina muy, muy lentamente de noche, en lo alto de los árboles, comiendo con calma las hojas y acechando a los pájaros cuando éstos duermen, para comerlos también. Cuenta con unos ojos inmensos, lo cual me parece muy comprensible. Hay quienes la llaman lémur, y otros la conocen por perezoso, pero erróneamente, porque no tienen nada en común aparte de su comportamiento recatado y su inofensiva existencia. Desde un punto de vista anatómico, el potto es el primate más interesante. Adanson lo estudió y diseccionó, y yo ansío tener la misma dicha.

—¿Adamson, el de la
Thetis
?

—No, no. Adanson, con «n». Era francés, aunque no me extrañaría nada que fuera de origen escocés. Pero bueno, Jack, ¿nunca te había hablado de Adanson?

—Creo haberte oído mencionar su nombre en alguna ocasión —respondió Jack, concentrada toda su atención en la clavija correspondiente a la cuerda del
re
, clavija escogida por el violín de batalla que llevaba consigo a bordo para darle problemas, sobre todo cuando había mucha humedad.

—Fue un naturalista magnífico, tan celoso, prolífico y trabajador como desafortunado. Lo conocí en París cuando yo era joven, y lo admiraba muchísimo; Cuvier también. En aquella época ya era miembro de la Académie des Sciences, pero fue muy amable con ambos. Había viajado al Senegal de joven, donde permaneció cinco o seis años observando, acopiando, diseccionando, describiendo y clasificando. Después reunió todos sus estudios en un breve pero eminente y respetable compendio de historia natural del país, del cual aprendí casi todo lo que sé de la flora y la fauna africanas. Un libro valiosísimo, cómo no, resultado de un trabajo intenso y minucioso; aunque no me atrevería a ponerlo a la altura de su obra cumbre: veintisiete enormes volúmenes dedicados a un elenco sistemático de seres vivos y sustancias, así como a las relaciones existentes entre ellos, junto a ciento cincuenta volúmenes más de índices, descripciones precisas y científicas, ensayos aparte y un glosario. Ciento cincuenta volúmenes, Jack, con cuarenta mil ilustraciones y treinta mil especímenes. Todo ello presentado ante la Academia. La institución alabó su obra, pero nunca llegó a publicarla. Pese a ello, siguió trabajando en la pobreza y la vejez, y me gustaría creer que estaba satisfecho de tan enorme proyecto, y del hecho de contar con la admiración de grandes hombres como Jussieu y el Institut en general.

—Seguro que sí —dijo Jack—. Nos movemos —exclamó cuando el barco emprendió un movimiento más airoso;

Stephen, al seguir la mirada de su amigo vuelta hacia la popa, vio a la
Thames
, la
Aurora
y la
Camilla
marear las gavias y buscar la estela del
Bellona
mientras la escuadra, encabezada por el
Stately
, hacía avante rumbo sureste adentrándose en la noche, bajo un chubasco repentino y violento.

Jack afinó el violín. Charlaron un rato del arte de la afinación y de cómo algunos sostenían que el
la
debía sonar tal que
así.

—No puedo soportarlo —dijo Jack después de frotar la cuerda al aire. Odio pensar que nuestros abuelos tocaran de forma tan insulsa, con tan pocos bemoles. Al cabo de poco rió entre dientes, al reparar en el doble sentido de la expresión, y añadió—: Qué bueno, Stephen, ¿no te parece? «Con tan pocos bemoles.» No te habías dado cuenta, ¿verdad? Pero ¿imaginas a Corelli tocando con ese tono de plañidera, como si gimoteara? —Entonces mudó por completo el tono de su voz y continuó—: Voy a decirte algo, Stephen: ejercer un puesto equivalente a un oficial de bandera supone un trabajo muy duro, todo son cuitas, un tute tremendo e infinitamente solitario, y si la expedición no responde a las expectativas de un puñado de tipos que no se han echado a la mar en toda su vida, te ejecutan en la horca y te entierran en un cruce de caminos con una estaca clavada en el corazón. Sin embargo, tiene sus compensaciones. Ahí tienes a Tom y a todos los demás que nos acompañan a bordo, a todos los que gobiernan los barcos del rey que tengo bajo mi mando, saltando de un lado a otro, empapados hasta las cachas. ¡Mira qué bien navega ahora! Con viento de aleta, halan de esos cabos, arranchan las escotas y amarran la cabullería de labor con tal de anegar tierra, sin olvidar adujar los cabos como Dios manda, mientras nosotros permanecemos aquí sentados como gentes de calidad, ¡ja, ja, ja! Vaya, pero si ahora está en iguales calados. Permíteme pedir unas velas, afina el violonchelo y toquemos una melodía.

* * *

A las cuatro y media de la mañana un inquieto señor Smith despertó a Stephen: Abel Black, gaviero del trinquete que formaba parte de la guardia de estribor y que tenía una fractura de peroné —al parecer había tropezado a oscuras con un cubo que no debía de estar en su lugar—, estaba a punto de reventar. Había sufrido de retención de orina debido a una causa totalmente ajena a la fractura, cálculo común, desde el mismo instante en que lo llevaron a la enfermería. Era hombre vergonzoso, y el hecho de encontrarse lejos de sus compañeros de rancho, tendido entre un par de marineros de la guardia de babor, hombres de tierra adentro estacionados a popa, le empujó a no decir nada al principio, mientras que en las guardias nocturnas prefirió no molestar a los doctores, de tal modo que su recato le había llevado por fin a sufrir una muerte elegante donde las haya. Stephen no era precisamente ajeno a esa situación, frecuente compañera de otros males de la marinería; también estaba acostumbrado a tratar con las cerriles y complejas naturalezas que adoptaba la finura en los marineros, de modo que volvió a la cama después de bregar con aquel peculiar embrollo. Y no para dormir, ya que, nada más tumbarse en el coy que se mecía suavemente, una terrible voz que surgió de su interior le dijo: «Maturin, Maturin, mira que haber aburrido al pobre Jack Aubrey como si no hubiera Dios con tu tediosa descripción del Michel Adanson de hace años, parloteando sin apenas callar para coger aire y con el mismo entusiasmo durante media hora nada menos, mientras él seguía allí sentado, sonriendo y diciéndote educadamente: "Oh, ¿de veras?" y "Cielo santo", qué vergüenza. Sonrójate, anda, aunque hacerlo no te servirá de nada. Simple remordimiento de conciencia».

Fue incapaz de recordar la longitud o la latitud, ni siquiera en qué océano lo había hecho. Aunque sí pudo oír el sonido de su propia voz empeñada en hablar, hablar y hablar, y las respuestas educadas de Jack. «¿Lo haré a menudo? —se preguntó en la oscuridad—. ¿Es habitual, Dios no lo quiera, o sólo un síntoma de la edad? Es un hombre simpático y cortés, una criatura sin par, pero ¿podrá mi corazón perdonar su superioridad moral?»

Por fin se quedó dormido, aunque al despertar sus reflexiones lo hicieron con él, vívidas y recientes. Para disiparlas se aseó y afeitó poniendo un particular esmero en todo lo que hacía; después de todo, era domingo, y al terminar subió a cubierta a respirar un poco de aire fresco. Para su sorpresa no se divisaba tierra por babor, ni tampoco ninguna de las embarcaciones de menor porte. La escuadra se había reducido a los dos navíos de dos puentes y las fragatas, embarcaciones que formaban una línea exacta e igualmente espaciada, aproadas con rumbo suroeste, largadas las juanetes y con el viento franco una o dos cuartas. Un guardiamarina cantaba la andadura después de echar la corredera: «Ocho nudos y media braza, señor, con su permiso. El señor Woodbine estima que la corriente va derecha al este, a un nudo de velocidad». El oficial, el señor Miller, hizo un comentario que Stephen no oyó, pues había volcado toda su atención en un remolino de viento del trinquete que arrastró un aroma a café y tostadas, a beicon y, quizás, a pez volador recién frito.

Se dirigió a la popa. Tenía intención de imbuirse de cierto porte llevado por la andadura del buque y el empuje de la corriente, pero la gula y el afecto pudieron más.

—Buenos días, Jack —exclamó—, que Dios y la virgen María estén contigo; me preguntaba si acaso ese olor obedece quizás al de pez volador recién frito.

—Muy buenos días tengas, Stephen. Sí, así es. Te ruego que me permitas servirte un par.

—Jack —dijo Stephen al cabo de poco—, me ha sorprendido mucho no divisar la costa ni a nuestras acompañantes más modestas. ¿Te parecería impropio por mi parte si te preguntara el porqué? ¿Han perdido finalmente el norte en la oscuridad de la noche? Temo que sea lo más probable.

—Mucho me temo que sí —respondió Jack con una sonrisa que confundió a Stephen—. Aunque estoy seguro de que al menos una de ellas disponía de brújula a bordo; sea como fuere, aunque estuviera rota, pudieron haberse guiado por nuestros fanales. Disponemos de tres espléndidos faroles verdes a popa, como sin duda habrás tenido oportunidad de apreciar, y me arriesgaría a asegurar que alguien debió de encenderlos. —Entonces elevó el tono de su voz—: Killick, Killick. Calienta otra cafetera, ¿quieres?

—Ya la tengo lista, ¿o no lo ve? —replicó éste en el dintel de la puerta.

—¿Te apetece otra taza, Stephen?

—Si eres tan amable.

—Nos separamos cuando el viento roló tres cuartas durante la segunda guardia. Los bergantines y las goletas, que orzan demasiado, navegan como pueden a lo largo de la costa rumbo a isla Philip, y cuando no, viran por avante para alejarse de la costa. Los siguen la
Laurel
y la
Camilla
, algo más alejadas de la costa; mientras, nosotros recorreremos un buen trecho con rumbo suroeste, con intención de virar durante la guardia de tarde, cerrar sobre la costa que hay tras la isla y arremeter contra cualquier salvaje que pretenda escapar, o echar una mano si surgen problemas en puerto, cosa que dudo.

Stephen digirió esta información durante un rato.

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