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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (36 page)

BOOK: El comodoro
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—Señor Klopstock, señor —respondió Cuadrado sacudiendo la cabeza—. No libro.

—¿No lo escribió?

—Señor Klopstock muerto —dijo sacudiendo la cabeza de nuevo. Suspendió la canoa con confianza sobre el lomo de una ola de consideración; se encogió hasta asumir un tamaño inferior al que tenía, tembló convulsivamente e hizo el gesto de quien vomita en los últimos estadios de la fiebre amarilla, todo ello con una verosimilitud total y en los escasos segundos que necesitó la ola para rizarse, extenderse sobre la costa y depositar la canoa sobre la arena. Cuadrado desembarcó sin apenas mojarse los pies, ofreció la mano a Stephen y arrastró la canoa hasta alejarla de la orilla, ordenando a un muchacho kroo que vigilara la embarcación y el canalete con su preciso y singular inglés. Sin embargo, el muchacho kroo no entendió nada de lo que le dijo, de modo que se vio obligado a repetirlo en el dialecto del lugar.

—Nada de libro, señor —dijo Cuadrado, serio, mientras caminaban por la playa—. Pero era un hombre muy bueno, y fue amable conmigo. Me enseñó inglés, inglés de Londres.

—Creí haberle entendido que era holandés.

—Sí, señor, pero hablaba bien el inglés, y estaba muy contento de venir aquí porque pensaba que nosotros también hablábamos inglés. Inglés de Londres. Eso sí, me mostró las huellas de cobras, pangolines y musarañas, cuando no las dibujó él mismo, y me dijo cómo se llamaban en inglés de Londres. Así fue cómo me acostumbré a su forma de hablar. Hablaba como un misionero. Veamos, señor, ¿adonde le gustaría ir?

—Me gustaría visitar por encima el pueblo, pasar por la casa del gobernador, el fuerte y el mercado. Después me gustaría ver al señor Houmouzios, el cambista.

Se trataba de una población espaciosa y en expansión. La mayoría de casas estaban separadas unas de otras y disponían de sus propios cercados, a menudo con palmeras que asomaban por encima de los muros. Se cruzaron con poca gente mientras caminaban por sus calles.

—Y también conocí a otro naturalista cuando era crío —siguió John Cuadrado al ver que Stephen parecía deseoso de conversar—: Señor Afzelius, un sueco; él también hablaba muy bien el inglés de Londres. Era un botánico. Tampoco libro, aunque pasó años aquí.

—¿Tampoco escribió ningún libro?

—No libro, señor. Cuando los franceses tomaron la población en el año noventa y cuatro quemaron su casa con las demás, con todos sus papeles y sus especímenes dentro. Eso embaucó a su corazón tan cruelmente, que nunca escribió su libro.

Ambos se limitaron a mostrar su desaprobación con un gesto y después caminaron un rato en silencio hasta que llegaron al mercado. Entonces, al doblar la esquina, penetraron en un mundo completamente distinto, un mundo concurrido, ajetreado, bullicioso y alegre, lleno de color. Había puestos repletos de frutas y verduras de todas las naturalezas y colores, deslumbrantes bajo el sol: llantén, plátano, papaya, guayabo, naranja, lima, melón, pina, guandú, abelmosco, melón, anones, coco…, y cestas de mimbre rebosantes de arroz, maíz, mies del paraíso, al igual que batata, mandioca y caña de azúcar. Abundaba el pescado de brillantes escamas: tarpón, caballa, salmonete, castañola, tuna, pez conejo (pesca de agua dulce en opinión de Cuadrado, aunque alimenticia), y, por supuesto, montañas y montañas de ostras. Vieron a árabes de rostro serio, fajados de blanco, y a algunos casacas rojas del fuerte, y la mayoría de puestos tenían un perro o un gato. Pero, en general el panorama era de color negro. Había, sin embargo, diversos grados de negritud, desde el ébano reluciente del kroo hasta un cobrizo característico del chocolate con leche.

—Ahí tiene a una zandi de Welle que viene del Congo —dijo Cuadrado al tiempo que señalaba discretamente a la zandi en cuestión, que regateaba en un apasionado inglés de Sierra Leona por un pez conejo que, según ella, no pesaba más de un octavo. «
Niminy-piminy
, nada de nada», exclamaba la mujer.

»Y allí algunos yoruba. A los agbosomi siempre reconoces por tatuaje: hablan ewe, parecido al attakpami. Mire las cicatrices tribales kondo en esas mejillas: parecidos a los de los grebo. Hay un kpwesi de aquí hablando a un mahi de Dahomey —informó Cuadrado mientras señalaba a otros tantos—. Todas las naciones que hayan podido ser vendidas en la costa o hasta Mozambique viven aquí. Y allí tiene, señor, a algunos negros de Nueva Escocia. Aunque supongo que sabrá todo lo que hay que saber sobre Nueva Escocia, señor.

—Pues no —respondió Stephen.

—Bien, señor, fueron los esclavos americanos que lucharon del bando del rey. Cuando los hombres del rey fueron derrotados, los trasladaron a Nueva Escocia; entonces, después de unos veinte años, aquellos que aún seguían vivos después de toda esa nevada fueron traídos aquí. Algunos aprendieron gaélico por esos lares.

—Que Dios los bendiga —dijo Stephen—. Ahora me gustaría saludar al señor Houmouzios, si es tan amable.

—A la orden, señor. Por aquí —dijo Cuadrado—. Su puesto está allí al fondo, bajo la marquesina o entoldado, como se diga.

El señor Houmouzios era un griego descendiente de alguna lejana diáspora africana. Le encontraron sentado bajo el toldo, ante una mesa alfombrada de platillos que tenían una gran variedad de monedas, desde objetos menudos de cobre hasta los
joes
portugueses que valían cuatro libras la moneda, además de un ábaco y una balanza. A su izquierda estaba sentado un muchacho negro, y a su derecha un perro calvo tan enorme que podía pertenecer a otra raza, un perro que no parecía interesado en lo que sucedía a su alrededor excepto si alguien se atrevía a rozar la mesa.

—Monsieur Houmouzios —saludó Stephen en francés, tal y como lo habría hecho hacía tiempo—. Buenos días. Traigo una carta de cambio para usted.

Houmouzios le observó con amabilidad por encima de las lentes y respondió en la misma lengua con fluidez, adoptando una versión del Levante curiosa y pasada de moda. Le dio la bienvenida a Sierra Leona, comprobó el documento, dijo que nunca llevaba sumas tan importantes al mercado y, en el inglés del lugar, ordenó al muchacho que fuera a por Sócrates, un escribiente anciano. Una vez llegó éste, Houmouzios condujo a Stephen a una casa árabe de una belleza espléndida, con persianas gastadas y una fuente en el patio. Después de rogarle por favor que se sentara en una tarima alfombrada, observó que en ese tipo de transacciones era necesario cierto grado de identificación. Deseaba que el doctor le excusara por respetar una norma tan innecesaria, pero era una superstición propia de gentes de su condición.

—Oh, por supuesto —dijo Stephen con una sonrisa. Se llevó la mano al bolsillo y buscó algunas monedas. Al no encontrar ninguna, tuvo que pedirle prestados seis peniques ingleses, que a continuación dispuso en dos líneas, antes de alterar la posición de tres de tal modo que, sin perder el contacto las unas con las otras, formaran un círculo con un tercer movimiento.

—Muy bien —dijo Houmouzios. Sacó una bolsa de debajo de su camisa, contó cincuenta guineas y añadió—: Mi jefe me ha explicado que podría tener el honor de recibir mensajes de usted de vez en cuando. Tenga la completa seguridad de que también los guardaré en mi pecho.

—Una insignificancia más —dijo Stephen—. ¿Podría recomendarme un mercader de Freetown que disponga de corresponsalía en Brasil o Buenos Aires?

—Ahora que el comercio es ilegal no hay mucho trato que digamos; sin embargo, mantengo ciertos contactos en el ámbito bancario con compañías exportadoras de Bahía: quina, caucho, chocolate, vainilla y esas cosas.

—¿Hojas de coca?

—Ciertamente.

—Entonces le ruego que tenga la amabilidad de encargar para mí una arroba de la mejor hoja pequeña de coca, la peruana que crece en los altiplanos. Aquí tiene usted cinco guineas por las molestias.

—Cómo no. Lo haré enseguida, y no creo que tarde más de un mes o seis semanas en tenerla en sus manos.

—Es usted muy amable, señor —dijo Stephen, y después de tomar una taza de café se despidió de él, satisfecho de haberlo conocido. Sucedía tan a menudo que estos contactos, estos buzones, revelaban más de una mezquindad. A la sazón, la vida de un agente de inteligencia era muy peligrosa, pero lo que resultaba en cierto modo más enojoso era que casi siempre tenía que lidiar uno con personajes de moral dudosa, a menudo rayanos en la criminalidad, cuyo compañerismo afectado y sonrisas de connivencia resultaban profundamente desagradables. Sin embargo, en asuntos de esta índole, que a menudo tenían un aire a tratos financieros umbríos, a correspondencia adúltera, este tipo de personaje era muy importante. Las habladurías eran comunes incluso en una embajada, delegación o consulado que se rigiera según las normas, y tanto era así que un medio de comunicación paralelo se convertía en un mal absolutamente necesario. Maturin no estaba dispuesto, ni mucho menos, a poner en peligro el éxito de la actual expedición (que para él tenía mucha importancia) por confiar al emprendedor gobernador o a sus subordinados una información de carácter confidencial.

—John Cuadrado —dijo mientras caminaban de vuelta a la playa. Había encontrado al kroo afuera, sentado encima de una piedra—, si no tiene usted ningún compromiso durante las próximas semanas, me gustaría que navegara conmigo para enseñarme toda la vegetación, las aves y los animales que pueda, en cuanto nos sea posible desembarcar. Le pagaré a usted lo mismo que recibe un marinero de primera, y pediré al capitán Pullings que anote su nombre en el rol de tripulantes en calidad de supernumerario.

—Dichoso, señor, muy dichoso —respondió Cuadrado. Se estrecharon la mano para sellar el acuerdo.

—Me ha parecido ver un hermoso pantano al otro lado de la población —dijo después de caminar otras doscientas yardas y darle vueltas al asunto—. Si me las apaño para despachar las rondas a una hora decente, podríamos acercarnos esta misma tarde. Ya lo largo de estos próximos días podríamos subir esa colina empinada de ahí.

El capitán Pullings estaba más que dispuesto a aceptar a Cuadrado a bordo en calidad de supernumerario a cambio de la comida —sin contar el tabaco, o el contador gimotearía y gemiría hasta que desarmaran el barco en puerto—. Dijo que podía estibar la canoa en el chinchorro, pues era embarcación más recomendable para desembarcar al doctor en una costa tan agreste.

El acuerdo no pudo resultar más satisfactorio, tanto como la alegría casi universal que se respiró a bordo cuando los botes se amadrinaron para desembarcar a los hombres que tenían permiso. Se produjeron algunas risotadas anónimas, acompañadas por los gritos de: «¿Y ahora qué, viejo Saturnino?», apodo que algunos marineros malteses y disolutos habían dado a Maturin, pero en general todos se deshicieron en sonrisas e inclinaciones de cabeza, olvidada ya la vehemencia del día anterior. Incluso la gran mayoría de sus antiguos compañeros de tripulación le preguntaron si deseaba que le trajeran algo del pueblo.

No obstante, sus rondas no resultaron ser tan satisfactorias. Puede que la demostración de fuerza con los cañones no hubiera matado a los negreros que gobernaban el
Nancy
—noticia extendida por toda Freetown—, pero sí había malherido a diversos primerizos pertenecientes a la escuadra, los más torpes, los más impetuosos, a pesar de la frecuencia con que habían practicado el ejercicio.

Aunque la enfermería del
Bellona
estuviera tan limpia y ventilada como cabía desear en un navío de línea perteneciente a la flota, ni aquella intensa humedad ni el calor asfixiante eran recomendables para quienes no tenían más remedio que reponerse allí. Las mangueras de ventilación, por muy repartidas y eficientes que fueran, no podían refrescar el aire que negociaban más de lo que estaba en cubierta, donde los marineros jadeaban y se secaban la frente. Diversas heridas y quemaduras amenazaban con empeorar, y después de la comida que se celebró en la cámara de oficiales —Jack y sus capitanes disfrutaban de una invitación del propio gobernador—, entre cuyos platos se contaban entre otros un filete y pudín de hígado, Stephen volvió a hacer otra ronda acompañado por sus ayudantes, jóvenes amables sin duda, pero lentos y faltos de experiencia. Así continuó la cosa hasta que, justo cuando administraba el último calmante en forma de solución de eléboro, Stephen oyó el sonido de la falúa al abarloarse a la embarcación, seguido por el lamento de los pitos del contramaestre cuando comodoro y capitán subieron a cubierta, y por el taconeo y fragor de los infantes de marina que presentaban armas.

—Bien, caballeros —observó—, creo que podríamos dejar descansar a los pacientes. Evans —dijo al asistente, un herrador veterano que se había enrolado para huir de su hogar y de la fierecilla que lo regentaba—, llame usted al señor Smith si surge alguna emergencia. Por mi parte, me he propuesto visitar el pantano que hay detrás de la población —añadió.

* * *

—Vaya, querido, de modo que ya estás de vuelta —dijo al entrar en la cámara, donde encontró a Jack en mangas de camisa, sentado en la ventana de popa, con los calzones desabrochados tanto por las rodillas como por la cintura—. Confío en que hayas disfrutado de la comida.

James Wood nos rindió los honores de
Pomposo
Pilato, que Dios le bendiga-respondió Jack—. Cuatro horas, y créeme si te digo que no pasé un solo minuto sin un vaso en la mano. Dios mío, a veces me doy cuenta de que ya no tengo veinte años. ¿No crees que hace un calor infernal? Húmedo, denso, asfixiante. Supongo que no, visto que tienes el abrigo puesto.

—No me parece que este calor sea tan exorbitado ni desagradable; aunque admito lo de húmedo. Vosotros los sujetos majestuosos lo sentís más que quienes somos enjutos o quienes tenemos una figura más grácil. Pero consuélate, me han dicho que la estación seca está al caer; el aire, si bien mucho más caluroso, se vuelve seco, tanto que los negros se ungen el cuerpo con aceite de palma para impedir que su piel se reseque, o, a falta de aceite de palma, con sebo. Seco, sí, y en ocasiones viene acompañado por un viento de lo más interesante, el harmattan; aunque puede que ese nombre también haga referencia a la estación en sí. Respecto a mi abrigo, me lo he puesto porque tengo intención de pasear por el pantano que hay detrás de la población, y preferiría no mojarme.

—Querido Stephen, ¿en qué estás pensando? ¿Has olvidado las órdenes que diste conforme no debía permitirse desembarcar a nadie después de ponerse el sol? Claro que, ahora que lo pienso, no nos dijiste el porqué. No creo que sea por las lluvias torrenciales, ya que no hay tales en tabernas o en las casas de furcias, que es en definitiva a donde irían a parar los marineros guiados por su instinto, como el ciervo al arroyo.

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