El comodoro (35 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
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—El Ministerio no podría haber deseado mayor estruendo, mayor fragor —opinó Stephen, que aún hablaba en voz alta, sentado en la cabina reconstituida donde aún se respiraba el olor a pólvora—. Ni tampoco una prueba más convincente de la presencia de la escuadra.

—Ha sido como en la noche de Guy Fawkes —dijo Jack—. No sabes cuánto agradezco a James Wood que lo haya dispuesto todo con tanto tino y discreción. Había un puñado de detalles en los que yo ni siquiera había caído, cualquiera de ellos podría haber descubierto el engaño. Sin ir más lejos, ahí tienes esa brillante jugada de despachar a su propia gente para traer a puerto al
Nancy.

—Una jugada brillante, qué duda cabe. Brillante.

—Sí. Pero si el viento se entabla en la costa, tal y como juran y perjuran que sucederá, creo que nuestra noche de Guy Fawkes quedará en nada en comparación con lo que suceda mañana por la tarde. Creo que podríamos apañárnoslas para dar semejante tajo al comercio de esclavos que Wilberforce y… ¿cómo se llama?

—¿Romilly?

—No. El otro.

—Macaulay.

—Eso es. Que Wilberforce y Macaulay brincarán, aplaudirán y se emborracharán como lores.

Al día siguiente, mucho antes de la guardia del primer cuartillo, todos los hombres formaron en los puestos de combate en todas y cada una de las embarcaciones que Jack Aubrey tenía bajo su mando. Los marineros no quitaban ojo al cabo que cerraba la bahía, ya que alrededor de éste, alrededor del cabo de Sierra Leona, sus amigos, que se habían escabullido aprovechando la algarabía del fogueo, no tardarían en reaparecer empujados por el suave viento que soplaba, trayendo consigo el permiso en tierra y, quizá, la promesa del dinero del botín que pudiera hacer del permiso algo más placentero. No obstante, dejando a un lado el dinero del botín, era la libertad en sí lo que resultaba más agradable: la deliciosa visión de los palmerales para todo aquel que nunca hubiera tenido oportunidad de verlos…, y se decía que las jóvenes de la costa no podían ser más amistosas. La castidad pesaba como un lastre en todos los marineros; además podrían recoger fruta fresca. Tal como estaban las cosas en ese momento, sin embargo, los barcos que fondeaban justo ante la bahía ni siquiera olisqueaban la libertad. Los únicos condenados botes y demás se pertrechaban para llevar sólo a un oficial en cada viaje, o, como mucho, a dos que fueran delgados. Y es que sin los botes la escuadra no podía siquiera soñar con nada parecido a la libertad.

A bordo de la
Aurora
, que fondeaba a mar de la línea, se desató la algarabía, y rápidamente se extendió por toda la escuadra cuando aparecieron los botes recortados en la distancia, escoltando un inesperado número de presas. Al menos había cinco goletas, dos bergantines y un barco.

La goleta del gobernador largó amarras de puerto para guiar las presas ante la atenta mirada del pueblo reunido en pleno, más sorprendido si cabe en esta ocasión que durante la noche anterior. Jamás se había visto semejante captura, ni nada que se le pareciera remotamente. Quienes tenían intereses en el comercio de esclavos, que no eran pocos, empalidecieron o amarillearon como era de esperar, silenciosos, hoscos y apesadumbrados, puesto que reconocieron a todas y cada una de las embarcaciones apresadas; era imposible no hacerlo. No obstante, la mayoría de los habitantes de la población estaban excitados, henchidos de satisfacción, sonrientes, parlanchines, y no debido al apoyo que prestaban a la causa abolicionista —exceptuando el caso de los kroo—, sino por el candido y sincero placer de pensar en el dinero que saldría de los bolsillos de los marineros. El botín de sesenta libras por esclavo liberado, de treinta libras por mujer liberada y de diez libras por cada niño supondría una suma considerable aunque sólo contaran al
Nancy
. Mas con esta redada sin parangón, la suma sería prodigiosa por mucho que no incluyera a las embarcaciones condenadas. Y puesto que Freetown estaba acostumbrada al comportamiento de los marineros en tierra, los habitantes, en particular los taberneros y las casas de mala nota, ansiaban recibirlos con los brazos abiertos.

Todos a bordo sentían con más fuerza tan encantadora esperanza y, cuando en respuesta a la señal del comodoro, la
Ringle
y muchos de sus botes pusieron proa al fondeadero y a los buques a los que pertenecían, fueron recibidos con mayores aplausos y gritos de alegría. En un visto y no visto los botes se convertirían en embarcaciones de libertad, dispuestos y deseosos por llevar volando a Jack a tierra; diversos miembros de la guardia que no estaba de servicio se apresuraron a embellecerse, mientras que otros, menos seguros de poder disfrutar del postre, pidieron a sus guardiamarinas o suboficiales qué podía hacerse en el terreno de la súplica, de la deferencia, con la esperanza de que pudieran adelantarles cuatro peniques.

Cuando más animadamente comentaban las alegrías que iban disfrutar, empezó a difundirse un rumor horrible. Primero un joven segundo del contramaestre dijo compungido que «Nada de libertad», al tiempo que estampaba el pie en cubierta y rasgaba el pañuelo de seda de Barcelona que había lucido anudado al cuello. «Nada de permisos en Sierra Leona pasada la medianoche. Esas son las jodidas órdenes del doctor.»

Le dijeron que se equivocaba, o que la orden sólo se aplicaba a él debido a su mala conducta, a tener los pies torcidos y a ese rostro negro de Jonás que tenía. Era un sinsentido decir que no habría libertad. Sin embargo, la noticia corrió de boca en boca y fueron tantos los marineros que informaron de ella que ya no hubo nadie que no la creyera. Nada de permisos en tierra en toda la costa pasada la medianoche: órdenes del doctor, confirmadas por el capitán y el comodoro.

—Maldito sea el doctor.

—Ojalá se pudra el doctor.

—Espero que el doctor se pudra en el infierno —se oyó en la cubierta inferior, en la camareta de guardiamarinas y en la cámara de oficiales.

El doctor en cuestión se afanaba en coser el brazo a Whewell, que había recibido un tajo como consecuencia de un encontronazo (lo lucía vendado con un jirón de la camisa que había arrancado a un negrero fallecido), mientras escuchaba su informe, el informal informe verbal que relataba al comodoro. Después de consultar con el teniente, con los guardiamarinas y con los oficiales de mar había dividido la flotilla en cuatro grupos de fuerza pareja, manteniendo a los compañeros de rancho juntos siempre que pudo, dos para Sherbro y dos para Manga y Loas, cerca del continente.

—Primero nos acercamos al mercado occidental de Sherbro. El jefe kroo del bote que andaba en cabeza los saludó sin aspavientos y les preguntó cómo marchaba la cosa; mientras los distraía, abarloó el otro bote. En cuanto subieron a bordo encerramos bajo cubierta a la guardia de puerto, aseguramos las escotillas y los amenazamos con un pasaje al infierno si se les ocurría siquiera mover un solo dedo; después cortamos el cable y nos echamos al mar con un viento estupendo. Fue tan fácil como besar mi mano. —Whewell rió complacido—. No tenían guardia, y me parece que no esperaban problemas, y tampoco nos los dieron. Sucedió lo mismo con los siguientes tres barcos, goletas de primera (apenas podíamos creerlo), y así fue la cosa hasta que llegamos al barco. Tardamos un poco en ganar la cubierta porque no estaba fondeado y tenía a todos los hombres preparados, y sí que hubo algún que otro problema (ahí es donde me gané esta herida) —dijo señalando el brazo con un gesto de la cabeza—. Pero al final quedó en nada, y después de haber despojado Sherbro de oeste a este, nos reunimos con los demás en alta mar y pusimos rumbo a Manga y Loas, donde hicimos más o menos lo mismo, aunque me alegra decirle, señor, que allí sí que nos dispararon.

—Muy bien —dijo Jack satisfecho, puesto que cualquier barco que abriera fuego contra una embarcación de guerra, aunque no fuera más que un cúter de cuatro remos, incurría en acto de piratería y, por tanto, fueran cuales fuesen sus colores o nacionalidad, sería condenado sin derecho a disfrutar de una defensa—. Confío en que no tuviera mayores consecuencias.

—Heridas limpias, señor. Cuando abrió fuego el primer bergantín, portugués, despejó el cielo y pudieron ver cuántos éramos, con las presas y todo. Uno intentó la huida, pero no sirvió de nada. Los demás, los que estaban despiertos, se arrojaron sobre los botes que remolcaban o que tenían abarloados para perderse en la costa. Después de limpiar esos dos lugares, señor, encerramos a su gente en la cubierta inferior, despaché los trozos de presa a las embarcaciones capturadas y pusimos rumbo a la escuadra. Los mantuvimos todo el camino a sotavento, por si a alguno se le ocurría la estúpida idea de escapar.

—Muy bien hecho, señor Whewell, excelente —aplaudió Jack, que añadió después de una pausa—: Dígame, ¿qué hizo usted con la documentación?

—Verá, señor, recuerdo todo aquello que dijo el gobernador acerca de que la sofistería legal se entrometía con lo que era obviamente justo, y creo que, en su mayor parte, los papeles acabaron destruidos durante los combates, cuando no arrojados por la borda. Sólo salvé un par de manifiestos de carga y registros pertenecientes a capitanes portugueses, por aquello del qué dirán: no es que eso cambie mucho las cosas, porque los portugueses no cuentan con protección al norte de la Línea. De los piratas ni siquiera me preocupé, sino que ordené encadenarlos de buenas a primeras. Y ahora que lo pienso, señor, había alguien en la sede de gobierno, uno de los caballeros que formaban parte del Juzgado del Contraalmirantazgo, creo, que observó que todo aquel que no tuviera documentación, cuyo barco no tuviera papeles, y que no fuera capaz de identificar con seguridad a la persona que lo había arrestado estaba perdido: ni siquiera puede plantear una defensa, por mucho que cuente con la ayuda de profesionales en la materia, o tenga a su favor alguna estúpida cláusula legal.

—Creo que también era ésa tu opinión, doctor —dijo Jack.

—Ahí, señor Whewell —advirtió Stephen al cortar la hebra, haciendo caso omiso de la indiscreción de su amigo—. Ahí. Le recomiendo que lleve el brazo en cabestrillo durante unos días y que evite en lo posible cometer excesos con la carne o la bebida. Recomiendo un plato de huevos para comer, o pescado a la parrilla, acompañado por algo de fruta; y un bol de gachas antes de retirarse, gachas finas, pero no me entienda mal, que tampoco lo sean demasiado. Y esto de aquí servirá de maravilla como cabestrillo —añadió clavada la mirada en el mejor pañuelo superfino de batista de Jack, que reposaba sobre el respaldo de la silla, recién planchado por Killick—. Bien, así —dijo al introducir el brazo herido con la facilidad que da la práctica—. Ahora permítame pedirle que me recomiende a un kroo de mediana edad y de confianza, que no sea dado a antojos ni a la bebida, para que me guíe por Freetown, adonde me acercaré después de ponerse el sol. Mi querido comodoro, ¿me proporcionaría usted un medio de transporte adecuado?

—Mi querido doctor —respondió Jack—. No le proporcionaré tal cosa, ni tampoco lo harían el capitán Pullings o el señor Harding, ni nadie que se precie de quererle bien. Si alguien le viera en tierra media hora después de prohibir el mismo solaz a las compañías de los barcos que están bajo mi mando, sería sin duda el hombre más odiado de toda la escuadra. No seré yo quien le diga que podría peligrar su seguridad física, pero el afecto que le tienen desaparecería por completo como que me llamo Jack Aubrey.

—En ese caso, si mañana por la mañana le acomoda, señor —intervino Whewell—, tengo el hombre que necesita, que se acercará precisamente con toda la documentación que el señor Adams y yo debemos firmar respecto a los esclavos liberados. Se trata de un kroo veterano, de nombre… Bueno, nos cuesta mucho pronunciar sus nombres, de modo que a menudo los llamamos Harry Presto, o Gordito, o Conde Howe. Al mío lo conocen en toda la costa como John Cuadrado. Es justo el hombre que necesita.

* * *

El nombre de Cuadrado era una hipérbole marinera, aunque sólo un pedante hubiera puesto objeciones a Rectangular, y es que el kroo de Whewell era un hombre de anchos hombros y ancho de pecho, paticorto y bracilargo. Se tocaba la cabeza redonda con un pedazo de lana grisácea y lucía en el rostro dos líneas azules en la frente y otra, más ancha, que surcaba su cara de oreja a oreja, aunque en su persona ninguno de estos detalles ni sus incisivos afilados parecían más bizarros que un europeo en camisola. Era tan negro, o incluso negro azulado, como pueda serlo un hombre, lo cual confería a su sonrisa una brillantez particular; sin embargo, estaba claro y bien claro que no era alguien con quien uno pudiera cruzarse.

Apareció al amanecer, paleando en una de esas flexibles canoas de aspecto frágil que los kroo empleaban para desembarcar después de sortear el oleaje monstruoso que besaba la costa. Trepó por el costado ágil como un muchacho y saludó al alcázar.

—Documentación para el teniente Whewell, señor, si es tan amable —dijo con una tremenda voz de bajo.

No puso la menor objeción al hecho de llevar a Stephen al pueblo y mostrarle todo cuanto quisiera ver en Freetown; y una vez embarcaron en la canoa, mientras negociaban las olas de la marejada que la encumbraban y la enterraban, Stephen le preguntó si conocía el interior, el paisaje salvaje, y a los animales que allí vivían. Respondió que sí, que de niño había vivido en Sino, en territorio kroo, en la costa, pero como tenía un tío que vivía río arriba pasó unos años con él cuando tuvo edad suficiente para cazar. Su tío le había enseñado toda suerte de criaturas: cuáles eran lícitas, cuáles eran sagradas o estaban, al menos, amparadas por el yuyu, cuáles eran impuras, cuáles eran impropias para un joven soltero de su condición; y esta sabiduría, preciosa y necesaria en sí misma, habría de serle de mucha ayuda cuando al cabo de un tiempo le contrató un naturalista holandés para que le mostrara las serpientes de la región, contrato que le permitió comprar a su primera esposa, bailarina espléndida y mejor cocinera.

—¿Sólo serpientes?

—Oh, no, no. Cielos, no. Elefantes también, y musarañas, murciélagos, aves y escorpiones gigantes; pero más que nada serpientes, y cuando le mostré la pitón kroo, de tres brazas de largo, enroscada alrededor de uno de sus huevos, me dio siete chelines de lo satisfecho que estaba. Siete chelines y un estupendo sombrero rojo de lana.

—Confío en que haya escrito un libro. Oh, no sabe cuánto confío en que haya escrito un libro. Cuadrado, ¿cómo se llamaba el caballero en cuestión?

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