El comodoro (15 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
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—Más cansado de lo que me gustaría verlo —respondió Stephen, mirándola a los ojos.

—Sí —admitió Sophie, que guardó silencio unos segundos antes de añadir—: Tiene algo en mente. No es el mismo. No sólo se trata de los barcos y el trabajo. Además, el señor Adams, que es un tesoro, se encarga de aliviar buena parte de su trabajo. No. Le noto como reservado…, no me refiero a que no sea amable… pero casi te diría que se muestra frío. No. Eso sería una absurda exageración. Pero a menudo duerme en su estudio debido al papeleo o porque se le hace tarde. E incluso cuando no es así se levanta de noche y se va a pasear hasta el amanecer.

Inmerso en una conversación tan poco prometedora, a Stephen no se le ocurrió nada mejor que decir:

—Quizá recupere el ánimo en el momento en que se eche a la mar. —Lo cual le hizo acreedor de una mirada de reproche. Casi seguro que ambos estaban a punto de decir algo desafortunado cuando entró Jack después de acompañar a la puerta al teniente de bandera, con los vestigios de la sonrisa de despedida en los labios.

—Me temo que estaba en lo cierto respecto a la
Pyramus
. Van a apartarla de la escuadra, y en lugar de ella nos acompañará la
Thames
. La
Thames
, una fragata de treinta y dos cañones de doce libras.

—Sólo son cuatro cañones menos que la
Pyramus
—observó Sophie, en uno de sus malhadados esfuerzos por consolar a su marido.

—Cierto. Pero sus treinta y dos cañones sólo son de doce libras, en contraposición a los de dieciocho que artilla la
Pyramus
. La descarga por andanada apenas alcanza las trescientas libras, mientras que la otra descargaría un total de cuatrocientas sesenta y siete. Pero quejarnos no va a servirnos de nada. Venga, Stephen, tenemos que irnos. ¿Sería posible otra taza de café?

—Oh, querido —se lamentó Sophie—, me temo que no. Pero no tardaré ni cinco minutos en hacer otra cafetera. —Hizo sonar la campana, pero la hizo sonar en vano. Jack ya se había puesto en marcha y metía prisas a Stephen para que atravesara primero la puerta—. ¿No habrás olvidado que los Fanshaw, la señorita Liza y el señor Hinksey vienen a cenar? —preguntó.

—Intentaré volver a tiempo para la cena —respondió Jack—. Pero si el almirante me entretiene, preséntales mis disculpas. Seguro que Fanshaw lo entiende.

* * *

Cabalgaron por un terreno que podía considerarse un bosque respetable: Stephen montado en su yegua, y Jack en un bayo castrado y fuerte.

—Ayer mismo te hablaba de ese pastor, el señor Hinksey —dijo Jack, rompiendo un largo silencio.

—Creo recordar que dijiste que no podías odiarlo.

—Eso es. Pero, aunque no podría llegar a odiarlo con todas mis fuerzas, ahora que me siento tan condenadamente maltratado por haber perdido la
Pyramus
te diré que tampoco me agrada. Nos visita demasiado a menudo para mi gusto; y camina por la casa como si… Una vez incluso lo encontré sentado en mi sillón favorito, y aunque dio un brinco al verme entrar mientras conjugaba la disculpa conveniente me sacó de quicio. Sophie y él hablan continuamente de las cosas que sucedieron estando yo en el mar… ¡Caramba! Ahí tienes de nuevo a tu alcaudón con lo que parece un roedor.

Stephen habló entonces durante un rato de los alcaudones que había podido reconocer a lo largo de su vida, y en particular del alcaudón dorsirrojo de su niñez; ofreció a Jack la posibilidad de mostrarle la diferencia entre el mosquitero común y el mosquitero musical, pues algunos de ellos revoloteaban alrededor de las hojas que colgaban sobre sus cabezas. Pero se contuvo al caer en la cuenta de que el comodoro se había sumido en un profundo silencio, dándole vueltas, quizás, al asunto de las fragatas y de los modestos navíos de línea de que disponía, así como a la criminal despreocupación de quienes despachaban a millares de hombres al mar sin contar con un plan consistente, una preparación cabal o la adecuada previsión.

Cabalgaron callados hasta alcanzar el puente que conducía a la isla Portsea, donde Jack exclamó:

—Dios santo, si ya hemos llegado al puente. Stephen, creo que has perdido el don del habla; de tanto cavilar ni siquiera te has dado cuenta de que ya hemos llegado. —Aquel descubrimiento pareció complacerle desmesuradamente, al igual que la prueba de que el castrado cabalgaba a buen paso. Había desaparecido su malhumor, y cabalgaron a través del familiar paisaje que conformaba las afueras del pueblo, y después, más alegre si cabe, por sus callejuelas escuálidas, hasta llegar a Keppels Head, su fonda favorita que conocía desde sus tiempos de guardiamarina. Allí dejaron los caballos y siguieron a pie hasta el Hard al dar las diez el reloj. Bonden los estaba esperando, acompañado por los tripulantes de la falúa de Jack, a cuál más sonriente, y bogaron con precisión para gobernar la embarcación de todo un oficial de bandera, mirando con desprecio las demás embarcaciones auxiliares que plagaban en todas direcciones aquel enorme puerto.

Y bogaron con brío, puesto que el
Bellona
fondeaba junto a Haslar, y la mente de Stephen, arrullada por el ritmo constante, nadó lejos, atrás en el tiempo, hasta recalar en los alcaudones de su niñez, a la etapa catalana de su infancia cuyo paisaje era objeto de las caricias del sol. Pensaba en la lengua catalana cuando Jack, para decepción de su timonel, ordenó acostarse por babor.

No era momento de importunar a la dotación de un barco ocupado —que andaba trajinando la estiba de los pertrechos, y que, para más inri, estaba falto de hombres— con la llegada ceremoniosa del comodoro por la banda de estribor; pero a Bonden le dolió, puesto que, al igual que Killick, sentía debilidad por la pompa y circunstancia siempre y cuando se tratara de la pompa y circunstancia de su oficial al mando. Sentía no menos afición por el taconazo y el estampido metálico de los infantes de marina cuando presentaban armas, después de que el contramaestre y sus ayudantes llamaran a toque de silbato a los hombres para avisar que Jack iba a subir a bordo del alcázar, lleno de oficiales y guardiamarinas expectantes; además, albergaba la esperanza de que Stephen sirviera de testigo al esplendor que rodeaba a su comodoro. Pero como no tenía ni voz ni voto tiró de la caña para obedecer la orden, y la falúa rodeó la embarcación para que Jack pudiera subir a bordo de su barco sin dar pie a las debidas atenciones.

Lo hizo discretamente, lo cual no quiere decir que nadie lo viera. Por supuesto habían visto desatracar el bote, y por supuesto ahí estaba el capitán Pullings para recibirle, así como los marineros del portalón, limpios de la cabeza a los pies, que se encargaron de echarle un cable cuando subió ágilmente por la escala. Y menos mal que fue así, puesto que el doctor Maturin lo siguió de inmediato, tan impermeable a las destrezas de un marino como lo era el señor Aubrey a la literatura de moda. Más aún, dado que no hacía mucho que Jack había leído en voz alta el
Macbeth
a sus hijas, que lo escucharon encantadas, mientras que Stephen no había pensado ni en barcos ni en el mar desde que echó un pie a tierra, y se las había ingeniado para olvidar casi todo lo poco que había aprendido. Es más, hacía nada que había abandonado su ensimismamiento, cuando la falúa se arrimó al costado del barco y cesó el movimiento constante. Bonden y la mayoría de marineros que conformaban la dotación de la falúa estaban muy familiarizados con sus ocasionales despistes, y eran perfectamente conscientes de la flaqueza de sus conocimientos náuticos; y aunque el mar estaba calmo como un estanque lleno de patos lo empujaron por las posaderas, al tiempo que lo animaron a cogerse «a esos cabos acolchados, señor», así como a colocar los pies sucesivamente en los tojinos. Ni que decir tiene que lograron subirlo a bordo completamente seco, cosa que para ellos constituyó todo un triunfo.

No obstante, al llegar a cubierta se quedó mirando a su alrededor de un modo simplón, igual que lo haría un lunático o un pez fuera del agua. Hacía mucho tiempo, y muchas millas, tantas como para dar la vuelta al mundo, que su barco no había sido más que una pequeña fragata; y a pesar de que años antes había servido a bordo de un navío de línea durante un breve período de tiempo, el recuerdo había desaparecido de su memoria: lo medía todo en comparación a la
Surprise
, y la enormidad del
Bellona
, la existencia de una toldilla y de toda esa gente lo sumieron en un estado de perplejidad. Jugaba con desventaja, y su rostro adoptó una expresión fría y reservada; pero su viejo amigo Tom Pullings, que se acercaba para estrechar su mano y darle la bienvenida a bordo, estaba incluso más familiarizado con las rarezas del doctor que la dotación de la falúa, y con voz alta y clara le explicó que dos de los ayudantes de cirujano que servirían bajo sus órdenes habían llegado la noche anterior y le esperaban en la enfermería del sollado. Quizá deseara verlos, expresó Tom, que sin embargo se anticipó a su decisión.

—Señor Wetherby —dijo a un joven de buen color que vestía un uniforme recién estrenado—, le ruego que acompañe al doctor a la enfermería.

Descendieron hasta la cubierta de la batería alta, dotada de una extraordinaria muestra de cañones de dieciocho libras dispuestos a ambos costados. Descendieron de nuevo por la escala de escotilla de popa hasta la cubierta de la segunda batería, donde reinaba la oscuridad debido a que habían cerrado las portas para pintar el exterior.

—Ahí es donde vivo, señor —dijo el joven señalando la cámara de oficiales. Stephen vestía de civil y no tenía aspecto de ser hombre de mar, de modo que el muchacho se dispuso a añadir una explicación—: Aún no me han clasificado como guardiamarina, ¿sabe, señor?, de modo que me alojo con el condestable y otra media docena de muchachos; la mujer del condestable es muy buena con nosotros. Nos enseña, por ejemplo, a zurcir la ropa. Y ahora, señor —guió a Stephen hacia la proa—, por aquí, por favor, tenga cuidado con los escalones. Detrás de ese pedazo de lona es donde duermen los marineros, todos ellos apretados cuando se les llama a descolgar los coyes. Ese compartimiento de ahí, el que está entre mamparos de lona, es lo que conocemos como «enfermería».

Había dos figuras de pie en la penumbra, ocultas por la oscuridad pero visiblemente nerviosas.

—Buenos días, caballeros —saludó Stephen—. Soy el cirujano de a bordo, Maturin.

—Buenos días, señor-contestaron al unísono. Entonces, el primero de sus ayudantes dijo—: Soy Smith, señor, William Smith, anteriormente serví a bordo de la
Serapis
y en el hospital de Bridgetown.

El segundo, rojo como la grana, se presentó como Alexander Macaulay y le explicó que después de su aprendizaje había estudiado en el Guys, donde vendó heridas para el señor Findlay durante casi cinco meses. Aquel navío de línea constituía su primer destino en la Armada.

—¿Y de veras nos encontramos en la enfermería del
Bellona
?—preguntó Stephen, sorprendido—. Señor Wetherby, sea tan amable de acercarse al alcázar y preguntar al oficial de guardia si puedo abrir una porta.

Apenas había terminado de hablar cuando se oyó un chirrido, seguido de un tirón, y se alzó la porta más cercana, permitiendo la entrada de un haz de luz cuadrado y mostrando los rostros sonrientes de Joe Plaice y Michael Kelly, ambos seguidores de Jack Aubrey desde el momento en que asumió el mando de su primera embarcación, el bergantín
Sophie
, y también viejos amigos de Stephen.

—Joe Plaice y Michael Kelly —saludó Stephen estrechándoles la mano a través de la porta—. Cuánto me alegro de veros. Joe, ¿cómo anda tu mollera?

Los marineros levantaron la mirada, atentos a una orden que habían recibido procedente de las alturas.

—Sí, señor —gritaron a algún lejano oficial. Guiñaron el ojo a Stephen y desaparecieron.

Stephen recuperó el tono grosero que había empleado antes.

—¿Cómo es posible? —exclamó, observando el mamparo de lona parcialmente doblado, los escasos coyes y otro pedazo de lona que colgaba al fondo. Se volvió hacia la vasta caverna de la cubierta inferior, ahora vacía exceptuando las filas de cañones de treinta y dos libras y las tablas de madera que colgaban entre ellas y que de noche estarían atestadas por los centenares de marineros e infantes de marina (aparte de quienes hacían guardia en el puente) que roncarían y respirarían, sobre todo respirarían, pequeñas cantidades de aire en aquel ambiente viciado, que si ya resultaba pernicioso de por sí, aún lo era más para los enfermos—. ¿Cómo es posible? Es arcaico, propio de la Edad Media. Ésta es la parte más insalubre de todo el barco: aire irrespirable, el enfermo no puede ir al beque, y hay hombres por todas partes, gritando y aullando durante cada comida y cada cambio de guardia; este hedor no desaparece por mucho que laven la cubierta, que sigue húmeda, otro factor pernicioso a tener en cuenta. —Aspiró, volvió a aspirar, y reconoció tanto el aroma como otros obstáculos que podían considerarse lejanos: los cerdos de rancho, a proa del barco, en su correspondiente pocilga. Había oído de su existencia en los barcos antiguos, y los había visto en una ocasión, al principio de su carrera—. Esto no puede ser. ¿Dónde están los enfermos que figuran en la lista?

—Creo que los trasladaron a Haslar, señor, cuando murió el anterior cirujano. Un coma etílico, según me han dicho.

—¿Qué? —proclamó Stephen, no tanto por la cuestión del coma etílico, sino por la monstruosidad de cuanto le rodeaba—. Echemos un vistazo al dispensario, así podré presentar mi informe. Señor Wetherby, le ruego que me muestre el camino.

El muchacho los condujo a proa hasta la escala, desde donde pudieron ver con mayor claridad la pocilga en cuestión y el olor se hizo más intenso —los cerdos levantaron la mirada al pasar ellos y los observaron con ojos llenos de curiosidad—. De ahí pasaron a la oscuridad de la sentina, muy por debajo de la línea de flotación, donde a pesar del débil destello de luz que se filtraba a través de los enjaretados, y de alguna que otra linterna que encontraron en el camino, prosiguieron a tientas hacia la popa hasta llegar a la enfermería, que hacía las veces de alojamiento para los guardiamarinas y que era un lugar ruidoso como pocos. Tan sólo encontraron en su interior a cuatro jóvenes, un mono y un perro dogo, a los que se podía oír de lejos.

—No me atrevería a entrar, señor, de no ir acompañado por usted. Cuidado con el escalón —dijo el joven.

—¿Qué le sucedería si no tuviera más remedio que entrar solo? —preguntó Stephen.

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