El Código y la Medida (40 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El Código y la Medida
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Caramon acercó una silla y su amigo empezó a relatar la maravillosa y desconcertante historia.

—Esta es sólo una de las versiones de lo ocurrido, tenedlo en cuenta, porque cada uno de los que estaban presentes (lord Gunthar, lord Alfred, todos los Mar Thasal, Jeoffrey e Inverno) lo recuerda de manera diferente, según Gunthar.

—Igual que ocurrió el otro Yule, en su primera visita —intervino Caramon.

Raistlin dirigió a su hermano una mirada impaciente.

—Recuerdo el relato que Sturm nos hizo de la primera visita, Caramon. A diferencia de los caballeros involucrados, no necesito que nadie me refresque la memoria.

Un silencio incómodo cayó sobre la sala. El joven solámnico carraspeó.

—Bien, sea como sea, ninguno lo recordaba de igual manera. Pero en algunas cosas, la mayoría coincidía.

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Después de que me marché de la Torre del Sumo Sacerdote y regresé aquí, Gunthar y Alfred vigilaron a Boniface muy de cerca, si doy crédito a lo que dice Gunthar. Se suponía que el asunto estaba cerrado y enterrado, resuelto con el juicio por combate, pero ninguno de los dos miembros del consejo podía evitar pensar que había algo… enojoso y perturbador en Boniface, en cómo me había desafiado, intimidado y zaherido de un extremo a otro de la sala de consejos. No obstante, estaban obligados por la tradición a aceptar el resultado del juicio, y por supuesto había otras cosas que atender y resolver al tener encima la primavera y, por ende, más cometidos para la Orden en los territorios solámnicos.

—En otras palabras —lo interrumpió con brusquedad Raistlin—, se olvidaron de ti.

—No era eso lo que quise decir —protestó Sturm, con cierto apresuramiento y alzando la voz un poco más de lo necesario—. Es sólo que…, que… la Orden tiene otras cosas que hacer.

El enigmático gemelo asintió en silencio y volvió la vista hacia las llamas del hogar con una expresión ausente, medio adormilada.

Otik salió de la cocina llevando una bandeja con un recipiente de loza del que salía vapor. Sus otros dos clientes, un kender y un enano que Caramon afirmaba conocer, se habían envuelto en sus capas y se dirigían despacio hacia la puerta principal de la posada; al salir, la sala quedo silenciosa y prácticamente vacía.

—Para cuando los últimos días de primavera dieron paso al inicio del verano —continuó Sturm, mientras Otik ponía la tetera frente a él—, parecía que Boniface había olvidado también el asunto. Lord Gunthar dijo que comía mejor, dormía hasta más tarde, y que por fin perdió esa mirada acosada y recelosa que había tenido durante todo el invierno precedente. Volvía a bromear con los escuderos, iba de caza con Adamant Jeoffrey, e incluso organizó un largo viaje estival a sus dominios en Foghaven.

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Así pues, la controversia había acabado, o eso parecía. Ni siquiera la proximidad de Yule preocupó a nadie, ni les recordó los pasados rencores, porque estaban razonablemente seguros, desde lord Alfred hasta el más joven caballero, de que esta festividad sería agradable y tranquila, como los Yules anteriores a la intrusión del Hombre Verde.

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También Boniface estaba de bastante buen humor a medida que se acercaba el día del banquete, y totalmente jubiloso cuando comenzó. Tomó asiento entre su banda de Crownguard y Jeoffrey, así como también varios ilustres Jochanan, por añadidura. El salón estaba más iluminado que nunca, con nuevos fanales y multitud de antorchas, como si incluso los muchachos encargados de iluminar la estancia se hubieran contagiado del espíritu festivo. La música, dijo lord Gunthar, era mejor que el año anterior: un trío de kenders, procedentes del lejano Hylo, que tocaban dos flautines y una pandereta bulliciosa, frenética y más escandalosamente que una nidada de ardillas.

—¡Me habría encantado escucharlos! —exclamó Caramon.

—¡Chitón! —instó Raistlin, dando un suave cachete a su hermano.

Sturm sonrió y sirvió el té.

—Boniface estaba jubiloso —prosiguió el joven solámnico—. Se había sentado arrellanado, con los pies apoyados en una larga mesa de roble, como si estuviera en el campo, de caza, y no en un banquete ceremonial. Parecía que estuviera dando audiencia, en medio de los caballeros más jóvenes, hablando sobre manejo de la espada, armaduras y caballos, brindando por la caza y por el nacimiento del hijo de alguien…, de un Jochanan, si no recuerdo mal.

—Los detalles minuciosos me entusiasman —observó Raistlin con ironía—. Continua con la
verdadera,
historia, Sturm.

Éste sorbió un poco de té. Sabía a manzana y un poco de canela; té de invierno, sin duda lo último que le quedaba en reserva a Otik.

—A medida que corría el vino —prosiguió—, las conversaciones se mantuvieron en tonos más y más altos, levantándose por encima de la música de los kenders hasta el punto de incomodar a lord Gunthar. Y, creedme, no es inflexible en cuanto a modales y protocolo.

Caramon asintió con un cabeceo. Raistlin tosió y se llevó la taza a los labios.

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Gunthar me dijo que los jóvenes caballeros no le hicieron caso —continuó Sturm—, y que siguieron hablando cada vez más alto a medida que transcurría el banquete. El tumulto se tornó griterío, codazos y empujones, y Gunthar dijo que costaba imaginar a Boniface en medio de semejante escándalo. Era como si algo lo hubiese cambiado, y en su actitud festiva parecía haber… desesperación. Echaba mano a su espada al menor desacuerdo, y llamaba a todos la atención por sus deslices en el protocolo, citando volumen y párrafo de la Medida.

—En pocas palabras: actuaba de un modo típicamente solámnico —intervino Raistlin mientras sorbía su té.

Sturm pasó por alto el comentario de su compañero.

—Era como si Boniface se hubiese… aferrado al Código con tanta fuerza que lo hubiera perdido. O eso es lo que dijo Gunthar. De repente, se oyó una flauta en medio de las risas y los flautines.

—¡Por fin! —musitó Raistlin, soltando la taza en la mesa—. Has tardado mucho en llegar al meollo de la historia, Sturm.

El joven hizo también caso omiso en esta ocasión.

—Las mesas más apartadas se sumieron en el silencio mientras el sonido de la flauta se unía al de los flautines. Esto causó el deleite de los músicos kenders, que empezaron a improvisar con la melodía hasta que el sonido de sus instrumentos se mezcló con el de la flauta y resultó difícil distinguir quién tocaba qué.

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Gunthar miró a lo alto, y dice que millares de rosas cayeron desde las vigas del techo. Cientos de miles de pétalos blancos, rojos, rosas y lavandas, llovieron sobre caballeros y damas. Los músicos kenders lanzaron exclamaciones de complacencia y arrojaron sus instrumentos al aire. La flauta continuó sonando, un solo en medio de la lluvia de rosas.

—Continúa —lo apremió Raistlin.

Sturm sonrió. Ésta era la parte de la historia que más le gustaba.

—No queda mucho que contar, amigo mío. Fue entonces cuando las puertas se abrieron de par en par, repentinamente. Lord Vertumnus había llegado, a la cabeza de un ejército.

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Las palomas se adelantaron volando, y los búhos, las alondras y los cuervos se desperdigaron por las vigas, cantando. Los seguían ardillas y liebres, y a continuación entraron los zorros, trotando jactanciosos entre las mesas, como peculiares sabuesos de orejas puntiagudas.

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En fin, los kenders estaban fuera de sí a estas alturas; sus danzas y cabriolas llegaron al frenesí, mientras se encaramaban a las mesas y se subían al estrado. Gunthar dice que aquello colmó la paciencia de Adamant Jeoffrey, quien agarró a dos de los hombrecillos por los copetes y los sostuvo en alto para inmovilizarlos.

—Hay por aquí uno al que me gustaría hacerle lo mismo —rezongó Caramon, a la par que echaba una ojeada por encima del hombro a la puerta de la posada—. Y ya puesto, aprovechando que lo tengo por el copete, darle unas cuantas vueltas en el aire.

—Los siguientes en entrar fueron doce alces, y tras ellos dos docenas de ciervos —prosiguió Sturm, como si no lo hubiera interrumpido—. Las criaturas avanzaban en silencio, y Derek Crownguard se llevó un susto de muerte cuando un enorme macho de ojos oscuros, coronado por una impresionante cuerna, se puso detrás de él y empezó a darle hocicadas.

Sturm se echó a reír al imaginar la escena. Figurarse a Derek Crownguard reculando, boquiabierto por la sorpresa y el miedo, le divertía lo indecible. Lord Gunthar había descrito una y otra vez este suceso en particular, para continuo deleite de su joven amigo.

—Entonces llegó la música —dijo Sturm, una vez dominada su algazara—, siguiendo los pasos de alces y ciervos. Tres centauros entraron a medio galope en el salón, volcando mesas, sillas y estandartes familiares. Cada una de las enormes criaturas tocaba una trompa de bronce, y montadas a sus lomos cabalgaban tres féminas ataviadas con ropajes verdes. Gunthar dice que eran una druida humana y dos ninfas, y que todas tocaban pequeños tambores. Supongo que sabréis quienes eran por la historia que os conté.

»
El último en aparecer fue el oso gigantesco, un oso pardo que avanzó con total seguridad y osadía en medio del salón. Lord Silvestre iba montado sobre los amplios hombros y espalda de la bestia, y su flauta reluciente tocaba y tocaba un nuevo canto…

Caramon se levantó, incapaz de dominar su impaciencia.

—Todo eso está muy bien, Sturm, lo del desfile y la música. ¿Pero qué me dices del caballero?, ¿de ese villano Boniface? No aguanto una historia donde no reciba lo que se merece.

—Ya llegamos a ello, Caramon —contestó Sturm—. Boniface se levantó de la mesa, con la mano apoyada levemente sobre la empuñadura de su espada. Gunthar y Alfred descendieron del estrado.

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Vertumnus desmontó de la espalda del oso, y dio una vuelta sobre sí mismo, haciendo que su flauta desapareciera entre las hojas que lo cubrían. Los centauros dejaron a un lado las trompas; la druida y las ninfas, sus tambores; y la música se desvaneció en la sala.

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Soy Vertumnus", anunció, su voz queda y apacible como siempre. "Y, otra vez, en el cambio de estaciones, estoy aquí para discutir un tema que me es muy querido y me llega muy de cerca. Y para referir las leyendas de los druidas".

—No conozco ninguna leyenda druida —intervino Caramon.

—Tampoco yo —dijo Sturm, encogiéndose de hombros—. Como tampoco, al parecer, lord Gunthar. Echó una mirada en derredor a los otros caballeros (Alfred, Boniface y el escuadrón de los Jeoffrey y los Jochanan), y vio en cada rostro la misma expresión en blanco.

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De acuerdo. Narra tus leyendas, Vertumnus", dijo lord Gunthar, que se echó a reír mientras me lo contaba, comentando su actitud fanfarrona, como si hubiese podido impedir que Vertumnus dijese o hiciese cualquier cosa que quisiera. Pero supongo que, en ocasiones, de eso se trata la Medida: afirmar que se puede controlar algo porque no se desea descubrir su profundidad, sus perspectivas…

—Basta de filosofía —lo interrumpió Raistlin—. No encaja contigo.

Sturm continuó, con los ojos fijos en la chimenea.

—"Es una leyenda sencilla, lord Gunthar Uth Wistan. Una que me contó lady Acebeda", anunció el Hombre Verde. Entonces, Acebeda, o Ragnell, o como quiera que se llame realmente, desmontó del centauro.

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Estaban desconcertados con la mujer, ¿sabéis? —dijo Sturm, con la mirada perdida en las profundidades de las relucientes brasas—. Algunos vieron a una espantosa vieja descendiendo de lomos del centauro; otros vieron una hermosa y joven mujer, con el oscuro cabello coronado de hiedra. Algunos, muy pocos, no vieron ni druida ni nada.

Sonrió y sacudió la cabeza. Los gemelos intercambiaron una mirada de curiosidad.

—Pero todos oyeron a Vertumnus, y sus siguientes palabras las recordaron con absoluta claridad.

»"
Tengo entendido que un druida puede ejecutar un sortilegio tan poderoso que un hombre desleal, un vil traidor a amigo, Orden y país, es incapaz de desenvainar su espada", afirmó Vertumnus. "O eso es lo que me han dicho los druidas".

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El consejo guardó silencio. No se pronunció una palabra en la sala. Todos se sobresaltaron con el ruido de un roce metálico al ser desenvainada un arma de su funda. Como un solo hombre, todos se volvieron hacia la fuente del sonido.

—¡Boniface! —dijo Raistlin, soltando una carcajada—. ¡Ese estúpido pomposo cayó en una trampa de niños!

—¿Qué trampa? —preguntó Caramon mientras cogía otro trozo de pan—. Creía que estábamos hablando de conjuros druidas.

—Tienes razón, Raistlin —dijo Sturm—. Una sencilla argucia descubrió al villano. Boniface estaba de pie junto a su silla, abochornado y horrorizado, con la espada desenfundada a medias.

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Vertumnus esbozó una mueca sarcástica. "Por supuesto, yo no creo en esas leyendas, aunque a alguno de vosotros puedan parecerle convincentes", dijo, y subió al estrado para ponerse al lado de lord Gunthar.

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Boniface acabó de sacar su espada de la vaina y avanzó con actitud jactanciosa hasta el centro del salón. Imagino la expresión de su rostro. Estoy seguro de que ya la he visto antes. "¿Me está acusando, lord Silvestre, de criminales y turbias traiciones?", preguntó en voz alta. Me habría gustado encontrarme en aquel salón, ya fuera como un zorro, un cuervo o incluso una araña, con tal de presenciar lo que pasó.

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Pero Vertumnus se limitó a sacudir la cabeza. "Tu propia mano armada te acusa, Boniface de Foghaven", contestó afablemente, y sé que esa afabilidad apiló más brasas ardientes sobre las cabezas de la familia Crownguard.

Sturm se levantó de la mesa y se quedó de pie frente a la chimenea; después fue hacia la ventana. Fuera, había dejado de nevar, y las estrellas se asomaban entre la fina trama de nubes bajas. En el horizonte occidental, el plateado arco de Solinari relucía al borde del cielo.

No se veía a la luna roja por ninguna parte.

Sturm dio un hondo suspiro y se volvió hacia sus compañeros.

—"Entonces mi espada me desquitará de insulto y calumnia", dijo Boniface. Después levantó el arma en el tradicional gesto de desafío a juicio por combate. Vertumnus asintió con la cabeza y extendió la mano, y dicen que un fuego verde ondeaba entre sus dedos. Después hizo un guiño misterioso a lord Gunthar y preguntó en un susurro teatral: "¿Es que ningún hombre piensa prestarme una espada?".

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