Sturm suspiró y tiró de las riendas de
Luin.
—¿Por qué ese gesto sombrío, maese Sturm? —preguntó Jack mientras guiaba a
Bellota
rodeando los charcos de agua que muy bien podían ocultar un terreno peligroso—. ¡Alégrate de que hayamos dejado atrás las lluvias!
—La primavera se acerca a pasos agigantados, Jack Derry —contestó Sturm—. Demasiado rápido, me temo, para mi gusto. Falta sólo una semana para que se cumpla la fecha en que he de presentarme en el Bosque Sombrío, dispuesto para ajustar cuentas con lord Silvestre en persona.
—Mira a tu alrededor, maese Sturm —apunto Jack con suavidad—. ¿Dónde está Vertumnus y dónde están el anzuelo y el sedal con los que te arrastra hacia el este?
—No lo entiendes —protestó Sturm—. En primer lugar está la herida. Sé que fue motivo de risas en la Torre. Dicen que lo imaginé, ¡pero está ahí, por Paladine! Pero lo más importante es el honor del desafío. No puedo actuar de otro modo. Tú no lo sabes, Jack. No hay una Medida para los jardineros.
Jack esbozó una curiosa sonrisa y se frotó la mejilla.
—Ninguna otra Medida salvo el sol, las lunas y las estaciones —respondió—. Y doy las gracias por ello.
—Y yo por tener la Medida —dijo Sturm, aunque con demasiada precipitación—. Y… por supuesto, por este hermoso día. —Miró a su alrededor, intentando adoptar una expresión jovial—. Un final de invierno suave, Jack. Sin escarcha, y los pájaros que empiezan a regresar. Tan suave como la primavera del treinta y cinco, diría yo.
Cuando los granjeros hablaban de primaveras suaves, hacían referencia al año trescientos treinta y cinco. Sturm lo recordaba bien, a pesar de que entonces sólo contaba diez años: los deshielos del invierno y las flores empezando a brotar en los jardines del castillo Brightblade.
—Sí que es suave, señor, aunque no sé lo del trescientos treinta y cinco —repuso Jack y señaló hacia el este—. Será mejor que nos detengamos por aquí para pasar la noche —sugirió—. Estaremos más seguros cerca de la fortaleza, con todos los asaltantes y merodeadores que hay por la zona. —Jack miró a Sturm con expresión solemne antes de advertirle:— Preferiría que maese Brightblade no se sorprendiera cuando descubra lo que piensan las gentes del campo sobre su Código y su Medida.
* * *
La tarde discurrió con tranquilidad, lo que significó un gran alivio para Mara, pero sobre todo para Sturm. Por primera vez en casi una semana, el muchacho durmió a pierna suelta, con la tranquilidad de saber que Jack Derry vigilaba el campamento.
Había algo en el jardinero que inspiraba confianza. Sturm lo había sentido durante la larga jornada de viaje al ver cómo Jack leía los cambios del viento del mismo modo que un espadachín lee las fintas de su oponente. Jack era un buen conocedor de las tierras agrestes; pero también lo era, sin duda, el peligroso hombre con el que iba a reunirse Sturm para dirimir un desafío.
Sturm observó a Jack mientras éste cuidaba la hoguera de llamas bajas, observó las sombras que proyectaba el amortiguado resplandor rojo en sus manos y su rostro. Con aquella luz, el jardinero le resultaba inquietantemente familiar, como si se conocieran de toda la vida.
* * *
—Mirad con atención, maese Sturm y lady Mara, y veréis la confluencia más meridional del Vingaard —dijo Jack.
Sturm estaba de puntillas, sosteniéndose en
Luin
y escudriñando hacia el este, donde el aire parecía reverberar al límite del campo visual. Mara, montada en
Bellota
y con sus penetrantes ojos elfos prendidos en el oriente, asintió de inmediato cuando Jack señaló la marca del terreno.
—En ese punto, el río es manso como un niño —continuó el jardinero, con una mueca maliciosa—. Tu araña podría enviar cientos de notas en sus barquitos verdes.
Mara guardó silencio, con gesto frío. Sturm disimuló una sonrisa. Sin duda, la muchacha se arrepentía de haber contado una y otra vez su historia, sobre todo cuando la habían escuchado oídos como los del satírico jardinero. Se aproximaron al río.
—Como os dije a ambos cuando decidimos tomar esta ruta, en este punto puede cruzarse el río a nado con tanta facilidad como vadeándolo. Su nacimiento está cerca, y el terreno es nivelado en las dos orillas. Al cabo de una hora, más o menos, nos encontraremos en Lemish, y desde allí sólo resta una jornada hasta Rolde de Cerros Pardos, si el tiempo nos es propicio y no tenemos tropiezos con bandidos. —Dirigió una mirada desaprobadora a Sturm. Luego, mientras se apartaba de la frente el pelo castaño, sugirió:— Creo, maese Sturm Brightblade, que sería aconsejable que te quitaras parte de esa armadura. Cruzar a nado un río, aunque sea tan tranquilo como éste, resultaría más sencillo sin cargar esos veinte kilos de metal.
Abochornado por demostrar tan pocas luces, Sturm se despojó del peto y lo cargó, junto con el escudo, a lomos de
Luin.
Jack lo observaba con una expresión divertida e irónica.
—Ahora resulta difícil distinguir al solámnico del sirviente, ¿verdad, maese Sturm?
—Seguidme —rezongó el joven, que echó a andar hacia la ribera.
Jack se movió con agilidad y se plantó delante de él.
—Si me permites el atrevimiento, señor, deberíamos olvidarnos de tanta pompa y protocolo, y dejar que alguien que conoce el río dirija la marcha —sugirió.
Los dos jóvenes se miraron cara a cara, sin que existiera entre ellos la menor diferencia en estatura o peso. Era como si Sturm se contemplara en un espejo borroso, en el que el rostro que le devolvía la mirada fuera una semblanza del suyo en edad y porte, pero sin ser su reflejo.
—Estoy de acuerdo con el jardinero —intervino Mara—. Un río es ya de por sí bastante traicionero, incluso contando con un buen guía.
—No recuerdo haber pedido tu opinión —dijo con frialdad Sturm, dedicando apenas una mirada de reojo a la elfa.
Luego echó un vistazo a la corriente. En verdad, no parecía muy difícil de cruzar. En este punto, el río no tenía más de treinta metros de anchura, y a sus orillas crecían inmensos árboles perennes, así como desnudos sicómoros y vallenwoods. Las ramas de unos se entrelazaban con las de otros, formando una especie de fino enrejado sobre el río, casi como una celosía o…
O una tela de araña.
—¡Cyren! —llamó jubiloso Sturm.
Mara lo miró perpleja, pero Jack captó la idea al punto y condujo a la reacia araña hacia el ancho tronco de uno de los vallenwoods más prometedores.
—Ahora, lady Mara —dijo Jack, con una mirada intensa en sus oscuros ojos—, si eres tan amable, convence a tu araña para que cruce el río por aquí, y procure tejer un camino para el resto de nosotros. Supongo que puedes ir a la cabeza del grupo, maese Sturm, si disponemos de un hilo sólido al que agarrarnos y un paso despejado sobre los Rápidos del Vingaard.
—¿Los Rápidos del Vingaard? —preguntó Sturm—. Yo… creía que estaban al este de aquí.
El muchacho había oído contar muchas historias acerca de la traicionera y cambiante corriente en la confluencia más oriental del río. De hecho, su propio bisabuelo casi había sido arrastrado por los rápidos, con lo que habría acabado con el linaje Brightblade. Los Brightblade y las corrientes de río no se llevaban bien, y la referencia de Jack a los Rápidos lo hacía sentirse terriblemente desazonado.
—En este punto no es tan fuerte —explicó Jack—. Pero un río es siempre traicionero. Quizás, y puesto que estoy más familiarizado con los Rápidos y sus tendencias, deberíamos proceder como planeamos al principio, yendo yo a la cabeza del grupo.
—Muy bien —aceptó Sturm, apresurándose a aprovechar la caballerosa oferta—. Puesto que, al fin y a la postre, eres oriundo de Lemish, Jack…
—¡De acuerdo, entonces! —exclamó el jardinero, cuya sonrisa maliciosa se ensanchó mientras Cyren, azuzado por las palabras apremiantes de Mara, así como también por una suave patada, trepaba desde un vallenwood hasta un sicómoro, y así sucesivamente hasta llegar sano y salvo a la otra orilla del río—. Serás un buen caballero, Sturm Brightblade.
Un grueso y pegajoso filamento se extendía de ribera a ribera, y, palmo a palmo, adelantando primero una mano y después otra, el grupo empezó a cruzar la plácida corriente del agua.
Ciertamente, las aguas eran más mansas en el punto elegido por Jack que en cualquier otra parte. Sturm se agarraba con una mano al filamento y sujetaba con la otra las riendas de
Luin;
Mara iba a continuación, conduciendo suave y diestramente a la pequeña
Bellota
por las deslizantes aguas. Encabezando la marcha, Jack se mecía y se zambullía en el río, sumergiéndose, sacando la cabeza y escupiendo agua con la grácil agilidad de una nutria.
—¡Falta poco! —anunció mientras emergía de un remolino, con los oscuros mechones de pelo pegados a la frente—. Podrás contar este viaje a todos los otros caballeros y a los pequeños Brightblade del futuro… ¡y que cruzaste un río al albur de una araña!
Jack abrió los ojos de par en par, en un fingido gesto de sorpresa. Era la primera vez que Sturm le había sonreído.
—¡Vaya, vaya, maese Sturm! —declaró a voz en cuello—. Me parece que hay una persona de carne y hueso bajo esos Códigos y Medidas.
Sturm esbozó otra amplia sonrisa y se apartó el cabello mojado de los ojos. En este momento, el cruce les parecía una fantástica aventura, con el sonoro discurrir de las aguas del Vingaard a su alrededor.
Tan ruidosa era la corriente que ninguno de ellos, ni siquiera los caballos, oyeron, aproximarse a los bandidos. La primera flecha cayó sobre ellos cuando Jack había pasado la mitad del río.
No muy lejos del árbol
Era un grupo extraño el que los atacó.
Humanos y goblins apelotonados en la maleza, enmascarados y sin enmascarar, protegidos con cotas de malla, corazas de cuero endurecido o ninguna clase de armadura en absoluto. Gritando y abucheando, lanzaban flecha tras flecha a los indefensos compañeros. Por fortuna para los viajeros, los atacantes no eran buenos arqueros. La mayor parte de los proyectiles pasaban sobre sus cabezas sin peligro, si bien uno de ellos acertó a dar en la silla de
Luin
con un golpe seco, que sobresaltó a la pobre yegua, más que causarle daño. Pero, de manera gradual, las flechas se acercaron más a su diana a medida que los bandidos empezaban a afinar la puntería.
Jack volvió la cabeza y dirigió a Sturm una mirada tranquila, pero intensa. Le hizo un guiño, y sus oscuros ojos abarcaron la situación de un solo vistazo: las ramas suspendidas en lo alto, la docena, más o menos, de enemigos que aguardaban en la orilla.
—¿Listo para hacerles frente, Sturm Brightblade? —preguntó Jack, cuya voz semejaba el susurro de las hojas de robles, en tanto su espada se alzaba sobre la superficie del agua, reluciente y chorreante.
—N… no tengo arma, Jack —contestó Sturm, y al punto se arrepintió de haberlo dicho. Su voz había sonado chillona, estrangulada, incluso temblorosa, en medio del griterío de los bandidos y los cada vez más cercanos zumbidos de las flechas.
—¡Tonterías! —exclamó Jack con una sonrisa—. ¡Sígueme, y te proporcionaré un arma en un abrir y cerrar de ojos!
Antes de que Sturm tuviera tiempo de contestar, Jack se encaramó al pegajoso filamento. Como si fuera una araña, o más bien como un funámbulo, corrió sobre el grueso hilo en medio de una lluvia de flechas y llegó de un salto a la otra orilla, donde un veloz golpe de su espada derribó a un goblin, regando la ribera con una cascada de brillante sangre negra.
Con gesto despreocupado, Jack recogió la espada del monstruo y la arrojó, empuñadura por delante, a Sturm, quien alzó la mano para alcanzarla, cerró los ojos y rogó a Paladine que el puño llegara primero. El alentador contacto de metal cilíndrico en su palma le hizo comprender que sus plegarias habían sido escuchadas, y, con su grito de guerra más arrojado, se impulsó a lo largo del filamento a través de las aguas, hasta que tocó el sólido cauce del río con los pies y pudo correr a la orilla para reunirse con su compañero.
Jadeando y gritando, dejando tras de sí un rastro de barro y agua, Sturm trepó a terreno seco y se aprestó a la lucha, con la pesada espada del goblin enarbolada. Cinco bandidos habían rodeado a Jack mientras Sturm llegaba a la orilla. Girando, esquivando y saltando, asestando cuchilladas con espada y daga, Jack Derry parecía un contrincante más que capacitado para hacer frente a sus cinco enemigos, pero otros tres salían de la maleza corriendo para unirse a sus compinches: dos fornidos goblins y un larguirucho humano con una gran cicatriz en el labio.
Sturm se situó para hacer frente al desagradable trío. Sus movimientos eran furtivos, variables, más semejantes a las argucias de unos camorristas de taberna que al diestro comportamiento de unos soldados. El muchacho pensó que sería un combate fácil y, saludando con su espada al estilo solámnico, entró en la batalla.
Tras unos pocos momentos, sentía un considerable respeto por los camorristas de taberna. Los goblins eran fornidos, fuertes y sorprendentemente rápidos, pero aún más peligroso resultaba
Labio Partido,
el enjuto bandido que se había quedado atrás, con la daga dispuesta, aguardando el más mínimo fallo en la defensa de Sturm para arrojársela. Sturm echaba en falta un escudo, a la vez que maniobraba hacia su izquierda para mantener a los goblins en la línea de tiro, entre él y el larguirucho hombre.
El más pequeño de los dos goblins, un truhán de piel verde amarillenta, con la dentadura reducida a raigones y que apestaba a carroña, atacó repetidamente a Sturm. El muchacho frenó los golpes, si bien en cada ocasión se vio obligado a retroceder más y más, hasta sentir bajo los pies el resbaladizo terreno de la orilla. Desesperado, arremetió con una estocada, al tiempo que eludía la espada extendida de la criatura y lograba atravesar el peto de cuero, en tanto que su rostro quedaba a escasos centímetros de la cara del goblin. Los amarillos ojos de la criatura se abrieron desmesuradamente y se pusieron vidriosos mientras Sturm lo apartaba de un empellón, sacaba su espada y se volvía para enfrentarse a su más corpulento compinche.
El segundo goblin, que manejaba un garrote tan grande como la pierna de Sturm, arremetió con él, pero lo estrelló contra la alta hierba, ya que el muchacho se zafó con habilidad. Por un instante, Sturm estuvo en la línea de tiro de
Labio Partido,
y el larguirucho humano avanzó un paso, preparándose para lanzar su daga. Sin embargo, Sturm se apañó de un salto al otro lado del corpulento goblin, quien para entonces ya había vuelto a enarbolar el garrote.