—Creo que he vencido, Bonano —anunció—. Incluso con las reglas de la Medida.
* * *
Ese era el motivo por el que Boniface tenía que matar a Angriff. Le había costado doce años de espera hasta que se presentó la oportunidad, cuando el castillo Brightblade sufrió el asedio y el auxilio de la guarnición dependía de la llegada de Agion Pathwarden y los refuerzos del castillo Di Caela.
Fue Boniface quien informó a los asaltantes sobre la ruta que seguiría sir Agion, el número de la tropa, y el lugar donde las condiciones del terreno, el factor sorpresa y la situación ventajosa harían más vulnerables a los caballeros para tenderles la emboscada. Con ello cortaba la esperanza de Angriff Brightblade, y había supuesto que su antiguo amigo arrastraría tras de sí a la guarnición y lucharía contra los campesinos hasta que no quedara un solo hombre con vida.
Encubrir su maniobra había sido sencillo. Habían partido del castillo Brightblade en mitad de la noche y estaban de regreso antes de que saliera el sol al día siguiente. Boniface se había hecho acompañar sólo por un caballero, un novicio de rostro pálido, oriundo de Lemish, cuyo nombre ni siquiera recordaba. Además, llevaba una escolta de tres o cuatro soldados de infantería, de los que se deshizo sin mayor problema: se los entregó a los asaltantes, y sus cadáveres pasaron inadvertidos en la carnicería que hicieron los campesinos con las tropas de Agion. El caballero novicio sería un conveniente chivo expiatorio al cabo de unas semanas.
Pero lo más importante era que acabaría con Angriff Brightblade.
Doce años de espera pueden avivar la sed de venganza, incluso hasta el punto de arriesgarlo todo para conseguirlo. Boniface estaba dispuesto a ser ese último hombre vivo de la guarnición, a caer en el asedio del castillo, si ello significaba presenciar la muerte de Angriff Brightblade.
Incluso hasta el final, Angriff actuó sin seguir las normas de la Medida. Un verdadero comandante solámnico habría caído defendiendo el castillo, pero él negoció su vida a cambio de la de sus hombres, entregándose a los campesinos y de esta suerte rescatándolos a todos ellos.
Incluido Boniface.
Aun ahora, seis largos años después de que Angriff saliera a campo abierto, bajo la nieve, en dirección a las distantes luces de las antorchas, Boniface recordaba que dos leales soldados de a pie habían ido en pos de él, como dos estúpidos fanáticos, como sabuesos.
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Dieciocho años después de aquel soleado día de mediados de verano en el Palenque de Espadas, Boniface seguía recordando con meridiana claridad sus dos derrotas.
Por ello debía morir el joven Sturm. La estirpe de Angriff debía desaparecer para que cualquier vena de extravagancia o locura en el linaje quedara anulada, cualquier oposición al Código y la Medida fuera aniquilada antes de que semejante deslealtad se introdujera de nuevo en la Orden.
Boniface pensaba en todas estas cosas. Mientras su semental negro acortaba los kilómetros que separaban el río Vingaard de la Torre del Sumo Sacerdote, se sumió profunda y largamente en ellas, sus pensamientos enaltecidos por las intrincadas leyes por las que se regía su corazón.
Rolde de Cerros Pardos
La aldea era un asentamiento de poco más de dos veintenas de chozas y un gran pabellón central, que se apiñaban al mismo borde del Bosque Sombrío. Daba la impresión de que surgiera de la fronda, en lugar de bordearla, de manera que era difícil distinguir dónde terminaba el pueblo y dónde empezaba el bosque.
A pesar de lo avanzado de la noche, Rolde de Cerros Pardos estaba profusamente iluminado, con velas en todas las ventanas y los lugareños en las puertas y las calles portando antorchas y linternas. En otras circunstancias y con otra compañía, Sturm podría haberlo encontrado acogedor, alegre, incluso encantador, en su estilo rural. Pero esta noche, no; todo el pueblo había salido para ver a los prisioneros, y el recibimiento no era amistoso.
Sturm caminaba delante de la milicia, bajo la gélida mirada de los pobladores. Los niños estaban muy delgados. Eso fue lo primero que advirtió. Uno de ellos, y a continuación otro, se adelantaron con las manos extendidas en el tradicional gesto implorante de los mendigos, pero los adultos los hicieron retroceder reprendiéndolos con frases cortantes y secas como latigazos, en la lengua de Lemish.
Sturm frunció el entrecejo, y se esforzó por captar alguna palabra en solámnico o en Común en las conversaciones. Sólo oyó el lenguaje de Lemish, con su abundancia de vocales largas y pausas, como cuando se oye el sonido de voces en otro piso de una casa.
De vez en cuando, alguien les arrojaba cosas. Barro seco, estiércol, fruta podrida, salían volando de entre la muchedumbre y se iban a estrellar con el camino de tierra, pero había falta de entusiasmo en los ataques, y ninguno de los proyectiles llegó lo bastante cerca para hacer blanco.
Mara caminaba en silencio tras él, bajo la custodia sorprendentemente gentil de un corpulento campesino, a quien el capitán Duir llamaba Orón. El propio Duir escoltaba a Sturm, con cautela y firmeza, pero sin brusquedad.
—¿Qué están diciendo, capitán? —preguntó el joven en más de una ocasión, pero Duir no le respondió. Sus penetrantes ojos permanecían fijos al frente, donde una hoguera ardía en medio de la plaza.
Al acercarse a la enorme lumbre, dos de los guardias se separaron del grupo y condujeron a
Bellota
y a
Luin
al establo de la aldea. Sturm los siguió con la mirada hasta perderlos en la oscuridad. Donde quiera que estuviera el establo, la herrería tenía que encontrarse cerca.
—La vista al frente —ordenó el capitán Duir—. ¿Qué demonios es lo que miras tan embobado?
—La herrería —repuso Sturm mientras volvía los ojos hacia la plaza que tenía delante, donde la hoguera crepitaba y danzaba—. Tengo un asunto que tratar con Weyland.
—Muy presuntuoso eres, chico —observó el capitán—, dando por hecho que el asunto que tienes con
nosotros
se resolverá pronto.
—No más que vosotros —replicó Sturm—, si unos niños escuálidos arrojan fruta podrida a los visitantes. ¿Dónde conseguís manzanas en esta época del año, capitán Duir?
Los dedos del guardia se cerraron con fuerza sobre su muñeca.
—Creo que hallarás satisfacción a tu curiosidad con ella —contestó.
—¿Te refieres a la druida? —preguntó el joven.
Pero el capitán Duir no respondió. Con un gesto que habría podido interpretarse como cortés o burlón por igual, condujo a Sturm y a Mara a través de la plaza, hacia la hoguera, donde una docena de guardias rodeaba un trono de mimbre vacío.
Sturm estaba acostumbrado al aspecto y el ambiente del clásico pueblo rural de un libro de cuentos, ya que había pasado buena parte de su vida en las afueras de Solace, una localidad poco conocida por entonces, aunque se hizo famosa una década después. Cuando Jack Derry se refirió a Rolde de Cerros Pardos, Sturm había imaginado una pequeña y acogedora aldea, con las casas de madera o de cañizo recubierto con argamasa de arcilla y yeso, los techos de bálago renovado, y las cercas limpias y cuidadas.
Pero Lemish era un país dejado, y sus gentes no se sentían en absoluto avergonzadas por la tosquedad de sus viviendas. Las casas eran grandes y circulares, construidas con tablas y mimbre tejido, y techadas con gruesas capas de paja húmeda. Una fina columna de humo salía por los agujeros abiertos en el centro de los tejados, lo que hizo suponer a Sturm que las casas se caldeaban con una lumbre central.
Al menos, eso esperaba. Había oído comentar que la gente de Lemish vivía todavía en la Era de la Oscuridad, y que los hogares de sus dirigentes más poderosos no eran más que cuchitriles comparados con el nivel de vida solámnico.
Pero lo que no se esperaba era la plaza, el verdor y la floración que había en ella. En medio de un pueblo gris e inhóspito, las casas de la plaza habían reverdecido; hojas y enredaderas brotaban con profusión de sus paredes, como si aún corriera la savia por la madera de los tablones.
Allí, en medio de un bosque artificial, Sturm y Mara aguardaron la llegada de Ragnell la Druida.
Apareció bajo un dosel de hojas y caminó sobre la alfombra de espliego y lilas que tres bellas muchachas iban sembrando a su paso. La anciana iba muy encorvada, casi doblada en dos; tenía el rostro arrugado y curtido como la cáscara de una nuez, y el ralo y blanco cabello estaba enmarañado. A Sturm le recordó las efigies marinas, esos peleles larguiruchos de tamaño natural, hechos con barro y madera, que abundaban en las costas de Kothas y Mithas, puestos allí para crear la ilusión desde lejos que los litorales estaban vigilados y defendidos.
La anciana se dirigió con pasos vacilantes al trono de mimbre y, ayudada por las tres jovencitas, tomó asiento, al tiempo que dejaba escapar un largo y expresivo suspiro. Tan rápidas y silenciosas como pájaros, las muchachas se alejaron presurosas; su piel olivácea se confundió con el verde del bosque y la titilante luz de las antorchas, hasta que, con la distancia, Sturm apenas pudo distinguir sus blancas vestimentas ondeando entre los árboles como espectros.
—¿Qué me traes, capitán Duir? —preguntó la druida, haciendo que la atención de Sturm volviera rápida y súbitamente a la plaza, las luces y la espantosa y vieja criatura sentada en el trono de mimbre.
—A un solámnico, lady Ragnell —contestó el capitán—. Y a su compañera, una elfa.
—Los kalanestis son bienvenidos entre nosotros —dijo Ragnell—. La muchacha es libre para ir y venir por el pueblo a su antojo.
El guardia Orón se apartó de Mara con cortesía, casi con timidez. La doncella elfa se quedó en medio de la milicia y del corrillo de chiquillos pedigüeños, sin saber qué hacer o adonde ir. Dirigió una mirada interrogante a Sturm, que articuló en silencio una única palabra: «¡Vete!». Casi a regañadientes, Mara se abrió paso entre la multitud hasta el perímetro de la plaza y al límite de la luz irradiada por la hoguera; allí se detuvo un momento, y después se perdió en las sombras.
Ya a solas para enfrentarse a la druida, Sturm se volvió inquieto hacia el trono de mimbre. No sabía lo que le aguardaba, y la incertidumbre era aún mayor teniendo en cuenta las historias que había oído sobre los druidas de esta zona. Sturm detestaba la incertidumbre, y templó el ánimo para no dejarse sorprender por lo que quiera que la anciana tuviera en mente.
El culto druida era poco más que un rumor para la mayoría de los Caballeros de Solamnia. Coexistiendo a la sombra de otras religiones, parecía ir expresamente en contra de todas ellas, de manera que el clero solámnico llamaba «paganos» y «herejes» a los druidas. Se decía que en algunas partes de Ansalon adoraban a los árboles y que, en otras, practicaban una magia extraña y cambiante, que crecía o menguaba en fuerza con las estaciones, en lugar de con las lunas, como ocurría con la magia de los hechiceros. El muchacho había oído cosas más tenebrosas, pero allí, de pie ante la hoguera de la aldea, apartó aquellas atemorizantes historias de su mente.
Parpadeó con nerviosismo mientras miraba a la anciana: nariz ganchuda, una pálida cicatriz que descendía serpenteante por su mejilla derecha. Sólo los dioses sabían dónde había ganado su título honorífico, y quizá en Lemish ni siquiera sabían las costumbres de los druidas.
La tal lady Ragnell, con sus arrugas y sus cicatrices, era, al parecer, la druida mayor, significara lo que significara eso. La gente de la aldea y los guardias la trataban con reverencia y respeto, del mismo modo que los caballeros tratarían a una mujer noble, pero también escuchaban con atención sus opiniones y seguían sus decretos. Ahora Sturm no tenía más alternativa que escuchar. La anciana se inclinó hacia adelante en el trono; sus negros ojos relucían.
—Los solámnicos son considerados intrusos en esta región, muchacho. ¿O es que no lo sabías?
—Voy de camino al bosque que tenéis detrás —declaró Sturm en sus mejores modales solámnicos. Dio un paso al frente y cuadró los hombros, reparando por primera vez en las hierbas y el barro que llevaba pegados desde la lucha en el río. Deseó poseer la autoridad, la seguridad de un lord Alfred o un lord Gunthar. Su voz, novicia en desafíos y alocuciones, sonaba débil y entrecortada en medio de esta rústica asamblea.
Ragnell se encogió de hombros y entrelazó las manos, casi con delicadeza, sobre su regazo. Durante un breve instante, más fugaz que el parpadeo de una llama, Sturm imaginó cómo debía de haber sido su aspecto de joven. Tenía que haber sido impresionante; quizás incluso hermosa. Pero desde entonces había transcurrido un siglo y, poco a poco, se había aislado en el bosque, fundiéndose con él, tornándose nudosa y arbórea.
—Tú no vas a ninguna parte, chico —replicó. En su voz no había amenaza ni antipatía—. Te quedas aquí hasta que dilucidemos tu… enigma. Hasta entonces, hay un sitio para ti en la casa redonda, en un cuarto que hemos preparado para tu visita.
—Quizá tenga una mejor acogida en casa de Jack Derry —sugirió Sturm.
La druida parpadeó.
—Cuando Jack Derry se marchó de aquí, las hojas y la nieve cubrieron el camino tras él —dijo—. No hubo un cazador en todo Lemish que fuera capaz de rastrearlo cuando partió, y ninguno de los que están a mi servicio querrían hacerlo.
Sturm tragó saliva con dificultad y apartó los ojos de la faz angulosa de la druida.
»
Han pasado años desde entonces —continuó—. No sé nada de Jack Derry.
«¡Traidor!», pensó, enfurecido, Sturm, notando que la sangre se le agolpaba en las mejillas. Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras.
—Sin embargo, conozco tu Orden —siguió Ragnell—, y conozco la historia. Ninguna de las dos te dan una buena recomendación. Nuestro país sigue enemistado con el tuyo, y nuestra gente no tiene buena opinión de la Orden.
—Lo que no significa que quiera haceros daño alguno —replicó Sturm.
—Pero sí que es más probable que quieras perjudicarnos que favorecernos —contestó la druida mientras se reclinaba en el trono y miraba fijamente el fuego, como si estuviera adivinando el futuro o recordando el pasado.
»
Siempre ha sido así —continuó con voz queda—. Vuestros caballeros han cabalgado por estas tierras como una plaga de vendavales, arrasando pueblos y esperanzas en su incesante empeño de imponer algo que llamáis lícito y bueno. Pero hubo un tiempo, hace sólo unos pocos años, en que la amenaza de vuestra justicia fue barrida, casi borrada.