* * *
La cueva más próxima se encontraba a menos de kilómetro y medio de la arboleda. Cyren la divisó desde lo alto y, farfullando excitado, señaló con ademanes la pequeña entrada cubierta con zarzas. Pero su entusiasmo se enfrió cuando Sturm dejó muy claro que Cyren debía entrar el primero en la oscura hendidura. La idea, naturalmente, era que la presencia de una araña gigante era mucho más imponente que la de un joven o una doncella elfa. Pero Cyren avanzó con gran precaución, moviendo primero una pata, después otra, luego una tercera, como si estuviera caminando sobre carbones ardientes. Sobresaltado con el eco de sus propias pisadas, metió la cabeza en la boca de la cueva, después volvió a sacarla y miró a Sturm con una expresión tan lastimosa que habría resultado patético si su aspecto no hubiese sido tan feo.
Sturm instó a la araña a que entrara de nuevo en la cueva una, dos, tres veces…, en cada ocasión con menos paciencia que la anterior. Por último, cuando Cyren rehusó de nuevo hacer lo que le pedía, el muchacho desenvainó la espada y sin decir palabra, pero con gesto firme, le señaló el interior.
Rezongando, la criatura penetró en la oscuridad y se agazapó aterrada en la entrada. Cerciorado, por fin, de que el lugar estaba vacío y era seguro, el príncipe transformado tejió una tela en el rincón más apartado y se quedó dormido; al punto tuvo extraños sueños en los que las imágenes de torres elfas y hermosas muchachas se entremezclaban con las de murciélagos, golondrinas y ardillas voladoras: incontables animales alados y suculentos enredados en pegajosos hilos.
Luin
entró a continuación y se quedó de pie, goteando agua en el centro de la cueva, hasta que también el sueño la venció y soñó los insondables sueños de los caballos.
Mara y Sturm se sentaron juntos frente a la lumbre de una hoguera que desprendía humo, cerca de la boca de la cueva, demasiado mojados e incómodos para quedarse dormidos. Sturm se había quitado el peto de la armadura y lo había dejado cerca de la tela de Cyren, lanzando más de una mirada precavida a la araña mientras lo hacía. Despacio, casi con delicadeza, se quitó también las botas, les vació el agua que tenían dentro, y las puso a secar junto al fuego. Mara no se mostraba tan fastidiosa como antes. Tiritaba bajo sus empapadas pieles, con el oscuro cabello pegado a la frente, y parecía estar incubando una neumonía.
Podría haber hecho lo más sensato y, por supuesto, lo más recomendable para su salud, es decir, quitarse las pieles mojadas, secarse y envolverse en una manta caliente. De hecho, la promesa de Sturm de que se volvería a mirar a otro lado la hizo vacilar un momento, hasta que lo miró fijamente a los ojos y decidió que no le creía. En lugar de ello, chorreando y tiritando, se llevó la flauta a los labios y empezó a tocar. Era una melancólica melodía popular que Sturm reconoció como originaria del pueblo que-shu y que le hizo evocar los años vividos junto al lago Crystalmir, en el lejano sur, en Abanasinia. Ahora, además de sus otros sinsabores, la música lo estaba poniendo nostálgico.
—He oído tocar la flauta más que de sobra para esta temporada —protestó con aspereza mientras alargaba las manos hacia el calor de la lumbre.
Entre pieles empapadas, animales mojados y el humo de la hoguera mal preparada, el olor de la cueva empezaba a hacerse insoportable, y todas las cosas —tiempo, compañía y situación por igual— parecían conspirar contra él.
—¿Más que de sobra? —preguntó Mara, esbozando una sonrisa maliciosa—. ¿Temes que te convierta en otra araña?
—Hazlo, si es lo que quieres —replicó Sturm malhumorado—. Cyren parece encontrarse muy a gusto en su tela. O, si tienes que tocar la flauta, toca en el modo de Chislev para que entre nosotros, al menos, reine un poco de armonía.
—Así que sabes algo de los modos bardos —observó Mara, aunque no parecía impresionada por ello.
—Lo que se imparte en la enseñanza solámnica, nada más —contestó Sturm—. Siete modos, establecidos en la Era de los Sueños. Uno para cada dios neutral. Los filósofos afirman que la música y el espíritu del hombre están entrelazados de una manera tan sutil como… la tela de Cyren. Un asunto peligroso, en mi opinión. Los dioses rojos son partidarios de las mañas.
—No más que las enseñanzas solámnicas, ciertamente —echó en cara la muchacha, haciendo que Sturm frunciera el entrecejo—. Los modos rojos no son más traicioneros que una tonada tocada con un simple flautín. Te levanta el ánimo porque te han enseñado a sentirte feliz cuando oyes un tema de ritmo alegre tocado en tono mayor, y pensativo y algo melancólico cuando la música es lenta y en tono menor. Ahora bien, los modos blancos son otro cantar…
La elfa se llevó la flauta a los labios.
—¿Los modos blancos? —repitió Sturm.
Mara empezó a tocar de nuevo la canción de los Hombres de las Llanuras; sus dedos volaron a lo largo de la flauta en esta ocasión. Aunque la melodía parecía ser la misma y la doncella elfa la interpretaba tan calmada y lentamente como antes, había algo diferente en la sensación que producía la música, como si, de algún modo, poseyera una súbita profundidad y dirección. En respuesta, la tela de Cyren vibró y zumbó, y la lluvia se retiró de la boca de la cueva, formando un pequeño arco iris en el húmedo suelo a medida que retrocedía.
—¿Has hecho tú eso? —preguntó Sturm escéptico, y entonces se quedó boquiabierto al mirar a la elfa, pues sus ropas estaban completamente secas, así como su cabello, como si la música fuera un viento seco y caliente que hubiese pasado sobre ella.
Mara se tumbó y, medio dormida, miró a Sturm con los ojos entrecerrados. Por un instante, guardó silencio, y los filamentos de la tela de araña siguieron emitiendo un zumbido, como el eco de la música que se desvanecía, repitiendo la melodía una vez más hasta que, también, dejaron de vibrar y quedaron silenciosos.
—¿Tú qué crees? —replicó la muchacha con voz remota, como si hablara a Sturm desde las profundidades de la cueva—. Lo que oíste era un modo blanco, el marcial de Kiri-Jolith combinado con un himno de lluvia que-shu, para alejar las aguas de nuestro umbral.
—Pero no oí nada… Quiero decir, nada realmente diferente de lo que tocaste antes.
—Lo siento por ti —dijo Mara mientras levantaba la flauta y la examinaba ociosamente al resplandor de la lumbre—. Es una pena… y muy raro.
—¿Raro? ¿Por qué? Era la misma melodía, ¿no?
—Una,
lo era —admitió Mara—. Pero la otra, el modo blanco, tomó su lugar en las ausencias del rojo, en el espacio entre las notas de la canción de los Hombres de las Llanuras. No lo oíste porque no esperabas oírlo. Algunos no lo oyen aun cuando están a la expectativa para escucharlo. Parecen no haber nacido para oírlo. Quizá tú eres uno de ésos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sturm malhumorado. Consideraba que tenía buen oído para la música. Aun así, en esta lluviosa tarde, una de las melodías le había parecido idéntica a la otra, y sin embargo la segunda tenía toda la magia—. ¿Qué quieres decir? —repitió.
De repente, la muchacha se puso de pie, alerta como un animal salvaje cuando algo extraño y peligroso cruza su territorio.
—¡Chist! —susurró—. ¿Lo has oído?
—¿Oír qué? —inquirió Sturm enfadado. Al parecer, sus sentidos estaban sometidos a prueba una y otra vez.
Mara le indicó con un gesto que guardara silencio y después se acercó cautelosa a la boca de la cueva, con la daga en la mano. Detrás de ellos,
Luin
se movió inquieta y en el oscuro fondo se escucharon los sonidos intranquilos de Cyren.
—Hay algo ahí fuera —susurró Mara—. Algo, aparte del viento y la lluvia, se mueve a través de la hierba alta, al otro lado de esa loma.
Intercambiaron una mirada intranquila.
—Retrocede, lady Mara —ordenó Sturm, a pesar de no tenerlas todas consigo—. Creo que ocuparse de algo aparte del viento y la lluvia es un cometido más indicado para mí que para ti.
Desenvainó la espada y salió al exterior, impresionado por su bravata. Mara lo miró escéptica, pero él apenas lo advirtió. Sólo cuando había remontado la mitad de la loma en cuestión, cayó en la cuenta de que se había dejado atrás yelmo, peto y escudo.
—Bien por tu precipitación y osadía, Sturm —se recriminó mientras la lluvia le escurría por la frente—. Ahora ya no puedes volverte atrás.
Agachado, bordeó la loma hacia el sur. Por un instante, pasó bajo un solitario árbol perenne, y todo a su alrededor estaba seco, fragante, con el repiqueteo de la lluvia en las ramas. Entonces salió de las sombras precipitadamente, con la espada dispuesta y un fiero grito en los labios.
A menos de veinte metros de distancia, algo oscuro cruzó de árbol en árbol y se escabulló tras un gran peñasco cubierto de musgo. Sin frenar su carrera, Sturm cruzó el claro a zancadas y trepando a lo alto de la peña de un solo brinco, se abalanzó sobre la figura encapuchada que tenía a sus pies antes de que, quienquiera que fuera, tuviese tiempo de blandir un arma, esquivarlo o hacer el menor movimiento.
En un revoltijo de miembros, ropas y agua, los dos cayeron rodando por la cuesta, chapoteando sobre el empapado suelo mientras caían y luchaban. En una de las forcejeantes volteretas, Sturm dejó caer la espada. Abrió la boca para gritar, pero chocó de cara contra el barro y acabó aturdido y escupiendo lodo.
Casi de inmediato, el hombre encapuchado lanzó a Sturm contra la peña y se incorporó con esfuerzo. Sturm tanteó a ciegas el barro en busca de su espada, de una piedra o una rama consistente, pero lo único que agarró fue un puñado de hierba, tierra y raíces, que arrojó a su adversario mientras lanzaba un grito de rabia.
El hombre de la capa se agachó con agilidad —un movimiento de bailarín o de acróbata—, y el patético proyectil de Sturm pasó de largo, inofensivo. Tambaleante por el impulso de su lanzamiento y resbalando en la embarrada ladera, Sturm se las ingenió para recuperar la estabilidad y, por primera vez, ver con claridad a su adversario.
Chorreando limo y agua, con hierba y hojas secas enganchadas en su capa, el hombre parecía una efigie hecha de bosques y oscuridad. Despacio, con actitud indignada, se sacudió las ropas, y los pegotes de tierra y plantas cayeron de sus brazos y hombros.
Sturm dio un respingo y sus ojos recorrieron veloces la peña, los arbustos y el terreno inclinado, buscando desesperadamente su espada. A su izquierda, en medio de un rodal de hierba aplastada, atisbo un débil destello de metal.
El hombre guardaba silencio; su rostro estaba oculto con la capucha y la lluvia, pero sus movimientos resultaban inquietantemente familiares. No obstante, Sturm no tenía tiempo para conjeturas. Resbalando en el barro, agarrándose al peñasco, se lanzó cuesta arriba y recogió la espada un momento antes de que el hombre encapuchado llegara junto a él. Una mano enguantada le aferró la muñeca con fuerza y le dio un empellón. Sturm rebotó de nuevo contra la peña y sintió que se le nublaba la vista con el tremendo encontronazo, que lo dejó sin aliento. El joven se incorporó despacio, sorprendido de haber sido capaz de conservar aferrada su espada. La alzó con gesto dolorido y, fiel a las normas de combate dictadas por la Medida, esperó a que su oponente sacara un arma. Pero éste permaneció inmóvil, una silueta oscura bajo el aguacero. Sturm balanceó la espada sobre su cabeza, pero el hombre siguió sin hacer el menor movimiento.
Entonces, inexplicablemente, como si surgiera de la tierra empapada que los rodeaba, llegó el sonido de una flauta a través del aire lluvioso.
—¡Por Paladine, te desafío! —gritó Sturm, luchando por dominar el miedo y la cólera.
Se quedó paralizado, estupefacto por las palabras que había pronunciado antes de pensar lo que iba a decir. Rabioso y asustado, había jurado por el más importante de los dioses. El Código y la Medida lo comprometían. No había marcha atrás.
De mala gana, casi como si leyera los pensamientos del muchacho que tenía ante él, el hombre encapuchado desenvainó su espada. El arma de Sturm trazó un arco desmañado. El hombre encapuchado devolvió el golpe con una gracia veloz y felina. Sturm arremetió de nuevo, esta vez con una potente cuchillada, pero el hombre de la capa la frenó con facilidad, casi sin pensar. Sturm se adelantó con precipitación y perdió el equilibrio por lo atolondrado de su ataque. Cayó sobre una rodilla y resbaló en el húmedo suelo, pero se incorporó a trompicones al oír la risa del hombre encapuchado.
Rabioso, giró sobre sí mismo, alzó su espada sobre la cabeza y arremetió con un movimiento súbito y veloz. El hombre de la capa apenas tuvo tiempo para levantar su arma. El acero chocó contra el acero, y el sonido retumbó en la loma.
Los dos hombres salieron rebotados hacia atrás, ambos sorprendidos por la fuerza del golpe. Se observaron en silencio a través de la menguante lluvia, en una ladera pisoteada y llena de surcos por su torpe combate.
El hombre encapuchado se frotó el hombro y se cambió la espada a la mano izquierda. Despacio, con un gesto que denotaba una gran seguridad en sí mismo, señaló el arma de Sturm, que bajó la vista a la hoja de su espada, rota e inútil.
Desesperado, el muchacho desenvainó su daga, retrocedió un paso y miró fijamente los ojos brillantes de su enemigo, que se acercaba a él con tranquila seguridad, dispuesto a darle el golpe de gracia.
El visitante inesperado
El hombre de la capa llegó a su lado en un visto y no visto, todo él velocidad y oscura fuerza. Sturm sintió una mano que se cerraba sobre su muñeca y entonces, con una rápida y violenta sacudida, su daga salió volando por los aires y cayó entre la alta hierba. Se debatió desesperado, pero el hombre era demasiado fuerte para él; lo tiró de espaldas, lo aferró por los hombros y lo inmovilizó.
Mareado, Sturm sintió la hoja de una espada en su garganta.
—¡Estáte quieto! —gritó el hombre encapuchado. De pronto miró en derredor, alerta e intranquilo, como si sus palabras hubiesen levantado ecos en las llanuras, e incluso a través del continente. Luego se incorporó de un brinco y envainó la espada, retirando la capucha en el mismo y ágil movimiento.
—Tú… —empezó Sturm, pero la sorpresa lo dejó mudo.
—¡Jack Derry, señor! —susurró el joven, esbozando una fugaz sonrisa—. ¿Me recuerdas de la Torre? El jardinero… con la carretilla de estiércol en el patio…
—S… sí —balbució Sturm mientras el rostro y el nombre encajaban en su memoria.