Delante de ellos, brotaron verdes huellas, y la hierba creció en la sucia capa del suelo.
Bellota
agachó la cabeza, pació en una de ellas, y empezó a avanzar lentamente por el nuevo sendero.
Luin
los siguió, mordisqueando también en las huellas, de manera que el sendero verde quedaba borrado tras ellos. Un poco más lejos, los arbustos se inclinaban y mecían, señalando el paso de Cyren, como siempre oculto y furtivo.
No habían avanzado veinte metros cuando la música se alzó también al frente. Una bella melodía se unió a la canción de Mara, y Sturm cerró los ojos y ante su visión interna contempló el discurrir de plata líquida, como un arroyo mágico.
Así que Vertumnus se había sumado a la música otra vez. Sturm se arrellanó en la silla de montar, resignado a seguir la dirección elegida por
Bellota
y a escuchar la música que los envolvía. Aunque la melodía del Hombre Verde lo conducía de manera invariable a… retos, también lo llevaba hacia el Bosque Sombrío. A despecho del desafío y el peligro, aquélla era la meta de su viaje.
* * *
Continuaron viajando, y, a pesar de la densa oscuridad de la noche, Sturm se sentía mucho más animoso. La adivinanza de Jack Derry había sido casi una nadería comparada con los misterios que le aguardaban. Pero resolver una cosa le daba esperanza de resolver otra. El camino que le abría ante él parecía mucho menos amedrentador ahora, y, cuando el débil parpadeo de las luces de Rolde de Cerros Pardos brilló al frente, Sturm imaginó la herrería, la espada forjada de nuevo, y Vertumnus boca abajo y derrotado el primer día de primavera.
Todo parecía posible, incluso probable. Sintió el impetuoso gozo de la aventura, de espadas, de galopes, de misterios y de hermosas mujeres. Echándose atrás en la silla, se recostó en la dormida Mara, que murmuró algo y estrecho el cerco de sus brazos en torno a su cintura. Por un instante, el viaje pareció una empresa hecha a su medida. No advirtió la presencia de los hombres hasta que, repentinamente, salieron de la alta hierba. El que iba al frente, un tipo arrugado, de piel morena, sonrió y levantó la mano.
—¡Bien hallado, Sturm Bightblade! —saludó, hablando el Común con fluidez, pero con un fuerte acento de Lemish.
«El bueno de Jack Derry —pensó Sturm con admiración—. Tan rápido viajando como lo es manejando la espada.»
—¡Hola! —respondió mientras desmontaba de la yegua. Y después, de un modo más ceremonioso y solámnico, agregó:— ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
—Capitán Duir, de la milicia de Rolde de Cerros Pardos, señor —anunció el acartonado hombrecillo, que saludaba con una cómica posición de firmes—. Asignado para proteger los accesos occidentales.
Sturm volvió la cabeza para mirar divertido a Mara, que se frotaba los ojos y se desperezaba en la silla.
Sturm adelantó un paso, se quitó el guante, y ofreció su mano en el tradicional ademán solámnico. Tímidamente, con torpeza, el capitán Duir extendió la diestra, y los dos hombres se saludaron como iguales.
Sturm hizo un gesto de aprobación con la cabeza y sonrió al rústico soldado, que poco a poco devolvió la sonrisa, en tanto que sus azules ojos se estrechaban con una curiosa expresión divertida.
—Maese Sturm Brightblade de Solamnia —anunció el capitán, apretando con fuerza la mano del joven—, quedas arrestado como invasor, en nombre de Ragnell la Druida.
Reviviendo un episodio del ayer
Ahora podía volver a la Torre.
Boniface observó el arresto de Sturm encaramado en las ramas altas de un distante vallenwood. Las lentes del catalejo que llevaba consigo eran algo borrosas, pero buenas. Vio al muchacho tender la mano, vio al capitán estrechársela, vio los gestos amistosos tornarse rígidos y desabridos, y vio a la milicia llevárselos a todos —caballos, doncella elfa y Brightblade— hacia la aldea de Rolde de Cerros Pardos, donde la vieja druida encabezaba un airado tribunal.
El mejor espadachín de Solamnia se abrigó con su oscura capa y tembló de placer. A cierta distancia, enmarcado por la amenazadora luz de la luna roja, semejaba un inmenso cuervo o una indescriptible criatura con alas de murciélago arrebujada en lo alto del gigantesco árbol. El viento primaveral moría al pie del vallenwood, en tanto que en las ramas superiores el ambiente era de finales de invierno, muerto e inmóvil, y el aliento de Boniface se elevaba en el aire nocturno como un espectro.
«¡Dejemos que la vieja bruja se quede con el muchacho! —pensó. Bajó del árbol como una araña—. Que lo cuelguen, o lo echen a un caldero hirviente, o le hagan lo que quiera que tengan por costumbre en los pueblos bárbaros de Lemish. A su modo, será una acción completamente legal.»
Vaya, ¡pero si el incidente podría incluso sacudir de su notorio letargo al consejo de la Torre, donde el Código y la Medida se apolillaban en los armarios! La muerte de su protegido podría ser acicate suficiente para incitar a Gunthar Uth Wistan a marchar hacia el sur, en una invasión largo tiempo aplazada. Entonces las gentes de Rolde de Cerros Pardos, del Bosque Sombrío, de todo Lemish, y más tarde de Throt y Neraka, sabrían lo que significaba transgredir el Código y la Medida.
Pero, aun en el caso de que lord Gunthar no se moviera de la Torre, de que la muerte del chico no fuera vengada y Lemish se quedara sin castigo, si esta noche marcaba el final del asunto, Boniface se daría por satisfecho. Pues las largas contiendas de una década habrían llegado a su fin.
Lord Boniface de Foghaven montó sobre su semental negro. Prontamente, con la agilidad adquirida de sostener combates a corta distancia desde el lomo de un caballo, hizo dar media vuelta al animal y partió al galope hacia el río Vingaard, con la mente absorta en el recuerdo de su más antigua cuita…
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Habían crecido juntos, Angriff y Boniface. En espada y libro, en equitación y en astucia, en sus primeras escaramuzas contra los ogros de Blode y en las guerras fronterizas con los hombres de Neraka; apenas había nada que los distinguiera el uno del otro. Sólo en su observancia del Código y la Medida mostraban diferencias.
Para Boniface, el Código era la vida, y sus reglas y rituales, el aliento de esa vida. Había aprendido de memoria, con veneración, tomo tras tomo de la Medida, con sus detallados capítulos, listas, requisitos y salvedades, de manera que sus compañeros sonreían al mirarlo y lo llamaban «el próximo Juez Supremo».
Sonreían porque lo admiraban. De ello, el joven Boniface había estado seguro; y a lo largo de los años de escudería, y desde el primer torneo de caballería, su seguridad provenía de lo escrito, de las leyes y restricciones establecidas por la Orden desde los tiempos en que Vinas Solamnus había puesto la pluma sobre el papel por vez primera.
No comprendía a su amigo Angriff, para quien el Código y la Medida eran más como un juego. A veces, a Boniface le preocupaba que llegara un momento en que tendría que dejar atrás a Angriff, cuando sus estudios y seriedad florecieran en la Rosa de la verdadera caballería, y Angriff fuera el hazmerreír de todos, un ejemplo admonitorio para jóvenes aspirantes que les mostraría que estar dotado, tener buena apariencia y un espíritu generoso no convierten a alguien en caballero. Esperaba que ocurriera, pero Angriff se convirtió también en escudero, y después en un Caballero de la Corona, que sirvió con brillantez en la Cuarta Campaña de Neraka.
A otro que no fuera tan amigo de él le habría indignado ver esa brillantez, ese talento, desperdiciados en juegos, música y poesía, en cualquier cosa excepto deber y honor. Habría indignado a otro menos amigo, pero Boniface fue paciente con Angriff, confiando, contra la creciente evidencia, en que el heredero del noble linaje Brightblade, el hijo de Emelin y nieto de Bayard, se volviera disciplinado y encontrara gozo en realizar cada acto de acuerdo con la estricta ley de la Medida.
Boniface mantuvo la esperanza en contra de toda evidencia. Es decir, hasta que su amigo regresó del este.
Recientemente casado, Angriff desapareció durante un mes en las tierras baldías de Estwilde, y todos, salvo su joven esposa, Ilys, lo dieron por perdido. El propio Boniface se reunió en la Espuela de Caballeros con la encantadora joven, cuyos ojos estaban rojos e hinchados de llorar una semana, y le dijo que contuviera las lágrimas y tomara el manto verde de las viudas solámnicas.
No lo había hecho con mala voluntad, por supuesto. Al fin y al cabo, eran unos tiempos difíciles para la Orden, y fuerzas hostiles se reagrupaban lejos y cerca. Había sopesado las posibilidades, simplemente, y la conclusión no era en absoluto esperanzadora. Ella había asentido con sumisión, y dio orden de tejer el manto. El invierno había dado paso a la primavera cuando la costurera realizó el último bordado, el antiguo símbolo del fénix. Dos noches antes de que Ilys se pusiera el manto ceremonial y se convirtiera en viuda por el Código y la Medida, Angriff Brightblade salió de las Llanuras de Solamnia y avanzó despacio en su caballo por las Alas de Habbakuk, hacia las puertas de la Torre del Sumo Sacerdote, tan mojado y lleno de barro que no se distinguía caballo de jinete, y los primeros centinelas casi dispararon sus arcos contra él, confundiéndolo con un centauro.
Ilys escondió el manto en el fondo de su arcón nupcial —enterrado en cedro para sacarlo y vestirlo quince años más tarde—, y corrió con los demás a las puertas para dar la bienvenida a su esposo. El corazón de Boniface se había sentido tan aliviado como el que más, y su alegría fue igualmente sincera, ilimitada e inesperada…
Hasta que cogió las riendas de su agotado amigo y vio el cambio operado en sus ojos.
Algo había ocurrido en las tierras baldías de Estwilde. Angriff nunca habló de ello, ni de su viaje de regreso, pero la ligereza con que se tomaba Código y Medida horrorizó a Boniface. Ley y vida eran, al parecer, un juego para el frívolo Angriff, quien, a partir de ese día, cumplió sólo sus obligaciones más básicas. Desobedeció a sus superiores cuando consideraba que sus órdenes eran temerarias o despiadadas; disculpó de buena gana la indisciplina de sus soldados de infantería; se opuso al juicio por combate; y evitó toda ceremonia porque «ya no le interesaba».
Lo que es más, a Boniface le espantó que Angriff Brightblade no reconociera autoridad ni providencia. El consejo hacía la vista gorda a su mala conducta porque su destreza con la espada había florecido. Era la única palabra para describirlo. Angriff Brightblade hacía cosas con la espada que ningún hombre había soñado hacer antes que él; ni después, para ser sinceros. Los dos, él y Boniface, habían aprendido con el mismo maestro. Los movimientos de sus armas eran esencialmente iguales, pero algo le ocurría a la espada en manos de Angriff Brightblade. Era como si el arma dictara su derrotero y Angriff se limitara a seguirlo. Algo temerario e independiente había entrado en su estilo de manejar la espada, y ninguna de las consagradas reglas o movimientos clásicos conocidos por Boniface podían explicarlo.
Boniface observaba, envidiaba, y esperaba el momento y lugar para enfrentar su destreza con la de su viejo amigo.
* * *
La oportunidad se le presentó en el Torneo del Solsticio Estival del año trescientos veintitrés después del Cataclismo. Doscientos caballeros habían acudido al alcázar de Thelgaard y, por primera vez, Angriff y Boniface se encontraron enfrentados en el Palenque de Espadas, la competición de esgrima que tradicionalmente tenía lugar el segundo día del torneo.
Hasta este año, siempre, sólo uno de los tres grandes espadachines solámnicos tomaba parte en el Palenque de Espadas: Angriff un año, Boniface el siguiente, y Gunthar Uth Wistan el tercero. Era un acuerdo tácito, que daba oportunidad a los otros caballeros y evitaba la rivalidad resentida que puede surgir en la mayoría de las pugnas a alto nivel.
El trescientos veintitrés era el año de Angriff. Aunque muchos caballeros se sorprendieron, y otros se escandalizaron, al ver el nombre de Boniface inscrito en el Palenque de Espadas, la Medida le daba derecho a presentarse a la competición y a ser tan bienvenido como cualquier otro. Por lo tanto, la protesta fue silenciosa, y, aunque Gunthar Uth Wistan rehusó dirigir la palabra a Boniface durante el banquete de la noche anterior, Angriff fue generoso y amable y bromeó sobre la posibilidad de que le enfrentaran en el palenque al siguiente día.
Boniface guardó silencio. Durante la noche durmió de manera interrumpida, y sus sueños estuvieron poblados de destellos de acero y luz del sol. Despertó a la mañana siguiente con los brazos ya cansados de haber luchado en sueños durante toda la noche.
Angriff, al parecer, durmió profunda y reposadamente, como un tronco. Despertó de muy buen humor, cantando una vieja canción referente a espadas y bestias, e invitó de inmediato a Boniface para que desayunara con él en su tienda. Durante todo el rato que duró el desayuno, Boniface fue incapaz de mirar a Angriff. Cualquier movimiento de la mano de su viejo amigo para coger una fruta o un trozo de pan, lo sobresaltaban como el súbito roce de una víbora al deslizarse entre la hojarasca, y aquella mañana sus meditaciones fueron superficiales e infructuosas.
La arena era exactamente como prescribía la tradición. El círculo en el jardín tenía seis metros de diámetro, despejado de obstáculos e impedimentos, si bien el seto estaba demasiado crecido y un enorme olivo extendía sus ramas por encima de la palestra. Era un lugar tranquilo, silencioso, antes de que el choque de espadas rompiera la quietud por la tarde; y, sin embargo, en los oídos de Boniface, el paraje parecía zumbar como un enjambre, rebosante de expectación y una amenaza indefinida.
Los primeros combates fueron rutinarios y amistosos. Espadachines expertos derrotaron en un combate desigual a principiantes, que abandonaron el torneo agradecidos de que las reglas impusieran el uso de «armas de competición», las embotadas y ligeras espadas de los juegos estivales.
El primer adversario de Boniface casi cogió desprevenido al gran caballero, que parecía adormilado, anotándose un punto y después otro, en tanto que su famoso oponente recorría con mirada ansiosa la multitud.
¿Sería por Angriff Brightblade? Eso era lo que se rumoreaba. En la Torre corría la voz de que los dos cruzarían sus espadas por la tarde, y se intercambiaron hipótesis y apuestas. ¿Prevalecerían las dotes de Angriff o el adiestramiento estricto de Boniface? ¿Se impondría la indisciplinada inspiración del místico sobre la exquisita precisión y la depurada técnica del maestro?