Philip trató de decir algo pero no pudo.
—Y ahora Vernon.
Hubo un silencio, luego Vernon dijo:
—Me gustaría el Monet.
—Sabía que lo dirías. Calculo que podrías sacar cincuenta millones o más por él. Espero que lo vendas bien. Pero, Vernon, nada de fundaciones, por favor. No regales el dinero. Cuando por fin encuentres lo que buscas, tal vez seas lo bastante juicioso para dar parte de tu dinero, una
pequeña
parte.
—Gracias, padre.
—También voy a enviarlos de vuelta con una bolsa llena de piedras preciosas y monedas para que puedan pagar al Tío Sam.
—De acuerdo.
—Te toca a ti, Tom. ¿Qué quieres?
Tom miró a Sally.
—Nos gustaría el códice.
Broadbent asintió.
—Una elección interesante. Es todo vuestro. Y ahora Borabay, el último pero no el menos importante. ¿Qué es eso tan misterioso que quieres y no está en la cueva?
Borabay se acercó a la hamaca y susurró algo al oído de Broadbent.
El anciano asintió.
—Estupendo. Eso está hecho. —Hizo una floritura con el bolígrafo. Tenía la cara cubierta de gotas de sudor, y su respiración era rápida y superficial. Tom vio que no le quedaba mucho tiempo de lucidez. Y sabía cómo era la muerte de sepsis.
»Ahora déjenme solo diez minutos para que escriba mi última voluntad, y luego reuniremos a testigos y la ejecutaremos.
Tom se encontraba con sus hermanos y Sally en un bosquecillo semejante a una catedral, observando cómo el gran cortejo fúnebre subía el sendero hacia la tumba, que había sido recientemente excavada en el precipicio de piedra arenisca por encima del pueblo. Era un espectáculo asombroso. El cuerpo de Max Broadbent iba a la
cabeza
del cortejo, transportado en una litera por cuatro guerreros. Había sido embalsamado siguiendo un antiguo procedimiento maya. Durante la ceremonia del funeral el nuevo jefe del pueblo había transformado el cadáver en El Dorado de la leyenda india, tal como los mayas habían enterrado en otro tiempo a sus emperadores. Habían embadurnado el cadáver de miel y habían espolvoreado sobre él oro en polvo hasta cubrirlo totalmente, para transformarlo en la forma inmortal que adoptaría en la otra vida.
Detrás de la litera de su padre había una larga procesión de indios que llevaban objetos funerarios a la tumba: cestas de frutas pasas y verduras, frutos secos, ollas de aceite y agua, y un montón de artefactos mayas tradicionales como estatuas de jade, vasijas pintadas, platos y jarras de oro batido, armas, aljabas llenas de flechas, redes, lanzas, todo lo que Maxwell Broadbent podía necesitar en la otra vida.
A continuación tomó renqueando la curva un indio con un cuadro de Picasso de una mujer desnuda de tres ojos, cabeza cuadrada y cuernos. Lo seguían una enorme escena de la Anunciación de Pontorno llevada por otros dos indios sudorosos, el retrato de Bronzino de Bia de’ Medici, un par de estatuas romanas, unos cuantos Picasso más, un Braque, dos Modigliani, un Cezanne, más estatuas… objetos funerarios del siglo
XX
. El extraño cortejo subía lentamente la serpenteante ladera de la colina y se adentraba en el bosquecillo.
Y por último la banda, si podía llamarse así: un grupo de hombres tocando flautas de calabaza, haciendo sonar trompetas de madera y golpeando palos, con un chico que cerraba la procesión tocando con toda su alma un destartalado bombo estilo occidental.
Tom sintió una profunda mezcla de tristeza y catarsis. Era el fin de una época. Su padre había muerto. Era el último adiós a su niñez. Ante sus ojos desfilaban todas las cosas que conocía y amaba, las cosas con las que había crecido. También las cosas que su padre había amado. A medida que la procesión entraba en la tumba la oscuridad lo engullía todo, hombres y objetos, y acto seguido los hombres salían, parpadeando y con las manos vacías. Allí la colección de su padre permanecería encerrada, segura, protegida y custodiada, hasta el día en que él y sus hermanos pudieran volver para reclamar lo que era suyo. Los tesoros mayas, por supuesto, permanecerían siempre en la tumba, para asegurar que Max Broadbent disfrutaba de una bonita y feliz vida en el más allá. Pero los tesoros occidentales les pertenecían a ellos, y permanecerían bajo la custodia de la tribu tara. Fue un funeral para poner fin a todos los funerales. Solo los emperadores mayas habían sido enterrados así, hacía un millar de años por lo menos.
Tres días después de firmar su testamento, Maxwell había muerto. Había estado lúcido solo un día más antes de sumirse en el delirio, caer en coma y morir. Ninguna muerte era bonita, pensó Tom, pero esa había tenido cierta nobleza, si podía emplearse esa palabra.
No fue tanto la muerte como el último día de lucidez de su padre lo que Tom nunca olvidaría. Los cuatro hijos habían permanecido a su lado. No hablaron mucho, y cuando lo hicieron fue sobre cosas sin importancia: recuerdos insignificantes, anécdotas, lugares olvidados, risas, gente que había muerto hacía tiempo. Y sin embargo la charla trivial de ese día había sido mucho más valiosa que todas las décadas de conversación seria sobre temas importantes, los sermones, las exhortaciones de padre a hijo, los consejos, las elucubraciones filosóficas y las discusiones durante las comidas. Después de toda una vida manteniendo un diálogo de sordos, Maxwell por fin los comprendía y ellos le comprendían a él. Y podían limitarse a charlar por el placer de charlar. Fue tan simple y tan sencillo como eso.
Tom sonrió. A su padre le habría encantado su funeral. Le habría encantado ver ese gran cortejo a través del bosque, las gigantes trompetas de madera bramando, los tambores redoblando, las flautas de calabaza sonando, las mujeres y los hombres tan pronto cantando como aplaudiendo. Habían excavado una tumba en la roca, inaugurando una nueva necrópolis para la tribu tara. La Ciudad Blanca había quedado aislada al arder el puente, dejando atrás a seis de los mercenarios de Hauser. A lo largo de las seis semanas que tardaron en construir la tumba el pueblo fue cada día un hervidero de rumores sobre los soldados atrapados. Estos se habían acercado de vez en cuando a la cabeza del puente y habían disparado sus armas gritando, suplicando, amenazando. A medida que pasaban los días y las semanas, los seis se habían reducido a cuatro, tres, dos. Ahora solo quedaba uno, y ya no gritaba ni hacía señales ni disparaba. Estaba allí, una pequeña figura demacrada, sin decir nada, esperando la muerte. Tom había tratado de convencer a los tara para que lo rescataran, pero se habían mostrado inflexibles: solo los dioses podían reconstruir el puente. Si los dioses querían salvarlos, lo harían.
Pero, por supuesto, no lo hicieron.
El sonido del bombo hizo volver a Tom al espectáculo que tenía ante sí. Todos los objetos funerarios habían sido amontonados en el interior de la tumba y era el momento de cerrarla. Los hombres y las mujeres se quedaron en el bosque, cantando una melodía melancólica y evocadora, mientras un sacerdote agitaba un manojo de hierbas sagradas, envolviéndolos de humo fragante. La ceremonia prosiguió hasta que el sol rozó el horizonte por el oeste, y entonces cesó. El jefe introdujo el extremo de la llave de madera y la gran puerta de piedra de la tumba se cerró con gran estruendo en el preciso momento en que desaparecían los últimos rayos.
Todo quedó en silencio.
Mientras regresaban al pueblo, Tom dijo:
—Ojalá hubiera visto padre la ceremonia.
Vernon lo rodeó con un brazo.
—Lo ha hecho, Tom. No te quepa duda de que lo ha hecho.
Lewis Skiba estaba sentado en la mecedora del torcido porche de su casa de madera, contemplando el lago. Las colinas estaban envueltas en un manto de esplendor otoñal, y el agua era un espejo oscuro en el que se reflejaba la curva del cielo vespertino. Era exactamente tal como lo recordaba. El muelle se extendía torcido hacia el agua, con la canoa atada en un extremo. El tibio olor a pino flotaba en el aire. En la otra orilla chilló un somorgujo, un sonido melancólico que murió entre las colinas y fue respondido por otro somorgujo a gran distancia, con una voz tan débil como la luz de las estrellas.
Bebió un sorbo de agua fresca de manantial y se recostó despacio; la mecedora y el porche gimieron bajo su peso. Lo había perdido todo. Había presidido el hundimiento de la novena compañía farmacéutica mayor del mundo. Había visto caer las acciones a cincuenta centavos antes de suspender definitivamente las operaciones. Se había visto obligado a presentar una declaración de quiebra y veinte mil empleados habían visto esfumarse sus pensiones y los ahorros de toda su vida. La junta directiva lo había despedido, los accionistas y los congresistas lo habían vilipendiado, había sido objeto de las burlas de los programas nocturnos de televisión. Estaba bajo investigación criminal, acusado de fraude, manipulación del precio de las acciones, abuso de información privilegiada y ventas privadas de patrimonio. Había perdido su casa y a su mujer, y los abogados casi habían acabado de engullir su fortuna. Ya nadie lo quería salvo sus hijos.
Sin embargo, era un hombre feliz. Nadie podía comprender esa felicidad. Creían que había perdido la razón o que sufría una especie de crisis nerviosa. No sabían lo que era que te sacaran de las mismas llamas del infierno.
¿Qué era lo que le había contenido hacía tres meses en esa oscura oficina? ¿O los tres meses que habían seguido? Esos tres meses sin saber nada de Hauser habían sido los más siniestros de toda su vida. Cuando creía que la pesadilla nunca se acabaría, de pronto leyó una noticia. El
New York Times
había publicado un breve artículo, escondido en la sección B, en el que se anunciaba la creación de la Fundación Alfonso Boswas, una organización no lucrativa consagrada a la traducción y publicación de cierto códice maya del siglo
IX
procedente de las colecciones del difunto Maxwell Broadbent. Según la presidenta de la fundación, la doctora Sally Colorado, el códice era un libro de medicina maya que tendría una enorme utilidad en la investigación de nuevos fármacos. La fundación había sido creada y financiada por los cuatro hijos del difunto Maxwell Broadbent. El artículo señalaba que este había muerto inesperadamente en el curso de unas vacaciones familiares por Centroamérica.
Eso era todo. No mencionaban a Hauser, ni la Ciudad Blanca, ni la tumba perdida, ni el padre loco que se había enterrado con su dinero…, nada.
Skiba se había sentido como si le hubieran quitado de encima un enorme peso. Los Broadbent estaban vivos. No los habían asesinado. Hauser no había conseguido el códice, y, aún más importante, no había logrado matarlos. Skiba nunca sabría lo que había ocurrido, y era demasiado peligroso indagar. Lo único que sabía era que no era culpable de asesinato. Sí, era culpable de delitos terribles que tendría que expiar, pero entre ellos no estaba el haber quitado irrevocablemente la vida a un ser humano (ni siquiera a sí mismo).
Había algo más. Al verse despojado de todo —dinero, bienes, reputación— podía volver a ver por fin. Se le había caído la venda de los ojos. Veía con tanta claridad como si volviera a ser niño: todas las malas acciones que había hecho, los delitos que había cometido, el egoísmo y la avaricia. Podía seguir con total nitidez el descenso en espiral de la ética en su triunfante carrera profesional. Era muy fácil enredarse y confundir prestigio con honestidad, poder con responsabilidad, adulación con lealtad, provecho con mérito. Tenía que poseerse una clarividencia excepcional para conservar la integridad en semejante sistema.
Sonrió mientras contemplaba la superficie reflectante del lago, observando cómo desaparecía a la luz crepuscular todo, todo por lo que había trabajado, todo lo que había sido importante hasta entonces para él. Al final le arrebatarían hasta la cabaña de madera y nunca volvería a ver ese lago.
No importaba. Había muerto y resucitado. Ahora podría empezar una nueva vida.
El agente Jimmy Martínez del Departamento de Policía de Santa Fe se recostó en su silla. Acababa de colgar el teléfono. Las hojas del álamo de Virginia del otro lado de la ventana habían adquirido un intenso color dorado y soplaba un viento frío procedente de las montañas. Miró a su compañero, Willson.
—¿Otra vez la casa Broadbent? —preguntó Willson.
Martínez asintió.
—Sí. Uno hubiera pensado que a estas alturas los vecinos ya se habrían acostumbrado.
—Esa gente rica…, quién la entiende.
Martínez resopló dándole la razón.
—¿Quién crees que es realmente ese tipo? ¿Has visto cosa igual? ¿Un indio tatuado de Centroamérica, paseándose con la ropa del viejo, fumando su pipa, montando sus caballos por ese rancho de cuarenta hectáreas, dando órdenes a los criados, dándoselas de hacendado e insistiendo en que todos le llamen señor?
—Es el propietario de la casa —dijo Martínez—. Lo comprobamos y todo es legal.
—¡Desde luego que lo es! Lo que me gustaría saber es cómo demonios ha caído en sus manos. Esa finca vale veinte o treinta millones. Y solo mantenerla, mierda, debe de costar un par de millones al año. ¿Crees realmente que un tipo así tiene tanto dinero?
Martínez sonrió.
—Sí.
—¿Qué quieres decir, eh? Jimmy, ese tipo tiene los dientes afilados. Es un salvaje de mierda.
—No, no lo es. Es un Broadbent.
—¿Estás loco? ¿Crees que ese indio que arrastra los lóbulos de la oreja por el suelo es un Broadbent? Vamos, Jimmy, ¿qué has estado fumando?
—Se parece a ellos físicamente.
—¿Los conoces?
—He visto a dos de los hijos. Te lo digo, es uno de los hijos del viejo.
Willson se quedó mirándolo, estupefacto.
—El hombre tenía cierta reputación en ese sentido —continuó Martínez—. Los otros hijos se quedaron con las obras de arte, y él heredó la casa y un montón de pasta. Así de sencillo.
—¿Un
indio
hijo de Broadbent?
—Sí. Apuesto a que el viejo dejó preñada a una mujer de Centroamérica en una de sus expediciones.
Willson se recostó en su silla, profundamente impresionado.
—Algún día llegarás a teniente detective, lo sabes, ¿verdad?
Martínez asintió con modestia.
—Lo sé.
[1]
Las palabras en cursiva aparecen en castellano en el original.
(N de la T.)
[2]
Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego.
(N. de la T.)