Tom se arrodilló y estudió el funcionamiento de la puerta. En el suelo de piedra había una ranura, y en esta, unas ruedecillas de piedra pulida sobre la que descansaba la puerta. Estaban sueltas; Tom cogió una y se la dio a Philip, quien le dio vueltas en la mano.
—Un mecanismo sencillo —observó—. Haces deslizar la puerta y se abre sola. El truco está en cómo hacerla deslizar.
Examinaron todo lo que había alrededor, pero no había ninguna respuesta obvia. Cuando salieron de la tumba Borabay los esperaba con una expresión ansiosa.
—¿Qué descubrís?
—Nada —dijo Philip.
Vernon salió de la tumba con el cilindro de madera que había tenido la momia en la mano.
—¿Qué es esto, Borabay?
—La llave del reino de los muertos.
Vernon sonrió.
—Interesante.
Regresó con él a la tumba de su padre.
—Es curioso que encaje perfectamente en los conductos de ventilación —dijo Vernon, introduciendo el cilindro en varios orificios y casi perdiéndolo en uno—. De estos agujeros sale aire. ¿Lo ven? —Fue de orificio en orificio, comprobando con la mano que salía aire de cada uno. De pronto se detuvo—. Aquí hay un agujero del que no sale aire.
Introdujo el cilindro. Este se deslizó unos treinta y cinco centímetros y se detuvo dejando diez a la vista. Cogió una piedra lisa y pesada, y se la ofreció a Philip.
—Haz los honores. Golpea el extremo del cilindro.
Philip cogió la piedra.
—¿Qué te hace pensar que va a funcionar?
—Una conjetura al azar, eso es todo.
Philip levantó la piedra, se preparó y, moviendo el brazo hacia atrás, golpeó con fuerza el extremo del cilindro que sobresalía. Se oyó un ruido sordo al tiempo que el cilindro desaparecía en el agujero, luego silencio.
No ocurrió nada. Philip examinó el orificio. El cilindro de madera se había introducido hasta el fondo y había quedado atascado.
—Maldita sea —gritó Philip, perdiendo la calma. Corrió hasta la puerta de la tumba y le dio una fuerte patada—. ¡Ábrete, maldita sea!
Un repentino chirrido llenó el aire, el suelo se estremeció y la puerta de piedra empezó a deslizarse. Se abrió unos centímetros que aumentaron a medida que se deslizaba por el riel sobre las ruedecillas de piedra. Al cabo de un momento, con un golpe sordo, se detuvo.
La tumba estaba abierta.
Esperaron, mirando fijamente el rectángulo negro. Sobre las montañas lejanas salía el sol, proyectando su luz dorada por las rocas en un ángulo tan oblicuo que entró en la misma tumba, sumida en la oscuridad total. Se quedaron inmóviles, paralizados, demasiado asustados para hablar o gritar. De la tumba salió una hedionda nube de putrefacción: el olor de la muerte.
Marcus Aurelius Hauser esperaba a la agradable luz del amanecer, acariciando con un dedo el gatillo de su Steyr AUG. Esa arma era tal vez lo que mejor conocía aparte de su cuerpo, y nunca se sentía del todo a gusto sin ella. El cañón metálico, caliente del contacto continuo, casi parecía tener vida, y la culata de plástico, pulida por sus propias manos a lo largo de los años, era lisa como el muslo de una mujer.
Hauser se había instalado en un cómodo hueco del sendero que descendía por el precipicio. Si bien no veía a los Broadbent desde ese lugar estratégico, sabía que estaban abajo y que tenían que regresar por el mismo camino. Habían hecho exactamente lo que esperaba. Lo habían conducido a la tumba de Max. Y no solo a una tumba sino a toda una necrópolis. Increíble. Habría acabado encontrando ese sendero, pero podría haberle llevado mucho tiempo.
Los Broadbent habían cumplido su función. No había prisa: el sol no estaba lo bastante alto y quería darles tiempo para que se sintieran cómodos, se relajaran y creyeran que estaban a salvo. Y él, Hauser, quería planear detenidamente esa operación. Una de las grandes lecciones que había aprendido en Vietnam era que había que tener paciencia. Así habían ganado los vietcong la guerra: teniendo más paciencia.
Miró alrededor entusiasmado. La necrópolis era magnífica, un millar de tumbas repletas de objetos funerarios, un árbol cargado de fruta madura, lista para cogerla. Por no hablar de todas las valiosas antigüedades, estelas, estatuas, relieves y demás tesoros de la Ciudad Blanca propiamente dicha. Además estaban los quinientos millones de dólares en arte y antigüedades de la tumba de Broadbent. Se llevaría consigo el códice junto con algunos de los objetos menos pesados, y con lo que sacara financiaría su regreso. Sí, regresaría. Había millones de dólares por hacer en la Ciudad Blanca. Miles de millones.
Buscó a tientas en su mochila, acarició un puro y lo dejó allí con pesar. No le convenía que olieran el humo.
Uno tenía que hacer ciertos sacrificios.
Los cuatro hermanos se quedaron clavados en el suelo, mirando fijamente el rectángulo de oscuridad, incapaces de moverse o hablar. Los segundos se convirtieron en minutos mientras salía de él el aire hediondo. Ninguno hizo ademán de entrar en la tumba. Ninguno quería ver el horror que los aguardaba dentro.
Y entonces se oyó un ruido: una tos. Lo siguió un movimiento de pies.
Se quedaron paralizados, mudos de expectación.
Otro movimiento. Tom entonces lo supo: su padre estaba vivo. Salía de la tumba. Tom seguía sin poder moverse, al igual que los demás. Cuando la tensión se volvió insoportable, en el centro del rectángulo negro empezó a materializarse una cara fantasmal. Otro paso titubeante y esta vez apareció un espectro en la oscuridad. Otro paso y la figura se hizo real.
Era casi más horripilante que un cadáver. Se detuvo tambaleante ante ellos, parpadeando. Estaba desnuda, consumida, encorvada, mugrienta, cadavérica, olía como la misma muerte. De la nariz le caían mocos; estaba boquiabierta como un loco. Parpadeó, sorbió por la nariz, volvió a parpadear a la luz del amanecer, sus ojos incoloros con expresión ausente, mirando sin comprender.
Maxwell Broadbent.
Transcurrieron los segundos y todos siguieron paralizados y sin habla.
Broadbent los miró, entrecerrando un ojo. Volvió a parpadear y se irguió. Clavó sus ojos inexpresivos, hundidos en grandes lagos oscuros, en el rostro de cada uno de ellos. Tomó una larga y ruidosa bocanada de aire.
Por mucho que quisiera, Tom no podía moverse ni hablar. Se quedó mirando cómo su padre se erguía un poco más. Este los escudriñó de nuevo, de forma más penetrante. Tosió, abrió y cerró la boca, pero no salió ningún sonido de ella. Luego levantó una mano temblorosa y por fin brotó de sus labios una voz cascada. Se inclinaron hacia delante, esforzándose por entenderle.
Broadbent carraspeó, comprendió lo que ocurría y dio otro paso. Inhaló de nuevo y por fin habló:
—¿Por qué demonios han tardado tanto? —Salió como un rugido que hizo eco en el precipicio y resonó en el interior de la tumba.
El hechizo se rompió. Era su viejo padre, en carne y hueso. Tom y los demás se precipitaron hacia él y lo abrazaron. Él los asió con fuerza, a todos a la vez y luego a uno tras otro, con unos brazos sorprendentemente fuertes.
Al cabo de un momento retrocedió un paso. Parecía haber aumentado aún más de tamaño.
—Cielo santo —dijo, limpiándose la cara—. Cielo santo.
Todos lo miraron, sin saber qué responder.
El anciano sacudió su gran cabeza gris.
—Dios todopoderoso, me alegro de que estén aquí. Cielos, debo de apestar. Mírenme. Estoy hecho un asco. ¡Desnudo, mugriento, repugnante!
—De eso nada —dijo Philip—. Toma, ponte esto. —Se quitó la camisa.
—Gracias, Philip. —Maxwell se puso la camisa y se la abrochó con torpeza—. ¿Quién les hace la colada? Esta camisa está hecha un desastre. —Trató de reír pero terminó tosiendo.
Cuando Philip empezó a quitarse los pantalones, Broadbent sostuvo una mano en alto.
—No voy a desnudar a mis propios hijos.
—Padre…
—Me enterraron desnudo. Me he acostumbrado a ello.
Borabay introdujo una mano en la mochila de hojas de palmera y sacó un trozo alargado de tela estampada.
—Tú pones esto.
—Siguiendo las costumbres de aquí, ¿eh? —Broadbent se la enrolló con torpeza alrededor de la cintura—. ¿Cómo se la sujetan?
Borabay le ayudó a sujetársela alrededor de la cintura con una cuerda de cáñamo.
El anciano se la anudó y se quedó allí de pie, sin decir nada. Nadie sabía qué decir a continuación.
—Gracias a Dios que estás vivo —dijo Vernon.
—Al principio no estuve tan seguro —dijo Broadbent—. Por un tiempo pensé que había muerto y me había ido al infierno.
—¿Cómo? ¿El viejo ateo ahora cree en el infierno? —preguntó Philip.
Broadbent levantó la vista hacia Philip, sonrió y sacudió la cabeza.
—Han cambiado muchas cosas.
—No me digas que has encontrado a Dios.
Broadbent sacudió de nuevo la cabeza, puso una mano en el hombro de Philip y le dio un apretón afectuoso.
—Me alegro de verte, hijo.
Se volvió hacia Vernon.
—Y a ti, Vernon. —Miró alrededor, clavando sus ojos azules en cada uno—. Tom, Vernon, Philip, Borabay…, me siento abrumado. —Puso una mano en la cabeza de cada uno por turnos—. Lo han conseguido. Me han encontrado. Ya casi no me quedaba agua ni comida. Solo habría aguantado un par de días más. Me han dado una segunda oportunidad. No la merezco, pero voy a aceptarla. He reflexionado mucho en esa tumba oscura…
Levantó la vista y, contemplando el mar de montañas violáceas y el cielo dorado, se irguió e inhaló aire.
—¿Estás bien? —dijo Vernon.
—Si te refieres al cáncer, estoy seguro de que sigue ahí…, pero todavía no ha golpeado. Todavía me quedan un par de meses. El cabrón se me metió en el cerebro…, nunca se los había dicho. Pero de momento me siento fenomenal. —Miró alrededor—. Larguémonos de aquí.
—Por desgracia, no va a ser tan sencillo —dijo Tom.
—¿Por qué?
Tom miró a sus hermanos.
—Tenemos un problema que se llama Hauser.
—¡Hauser! —Broadbent estaba atónito.
Tom asintió y explicó a su padre los pormenores de sus respectivos viajes.
—¡Hauser! —repitió Broadbent, mirando a Philip—. ¿Te asociaste con ese cabrón?
—Lo siento —dijo Philip—. Pensé…
—Pensaste que él sabría dónde encontrarme. La culpa es mía, debería haber considerado esa posibilidad. El cruel sádico de Hauser casi mató a una chica una vez. El gran error de mi vida fue asociarme con él. —Se sentó en un saliente de piedra y sacudió su cabeza greñuda—. No puedo creer los riesgos que han corrido para llegar hasta aquí. Dios mío, qué gran error he cometido. El último de muchos, de hecho.
—Tú nuestro padre —dijo Borabay.
Broadbent resopló.
—Menudo padre. Ponerles una prueba tan ridícula como esta. En ese momento me pareció una buena idea. No puedo entender cómo se me ocurrió. He sido un maldito estúpido.
—Nosotros no hemos sido exactamente tres hijos modelos —dijo Philip.
—Cuatro hijos —dijo Borabay.
—¿O tal vez hay alguno más? —preguntó Vernon arqueando una ceja.
Broadbent sacudió la cabeza.
—Que yo sepa no. Cuatro hijos estupendos si hubiera sido lo bastante inteligente para darme cuenta de ello. —Clavó sus ojos azules en Vernon—. Si no fuera por esa barba, Vernon. Cielos, ¿cuándo vas a cortarte ese apéndice peludo? Pareces un
mullah.
—Tú no estás muy pulcro que digamos —dijo Vernon.
Broadbent lo rechazó con un ademán y se rió.
—Olvida lo que he dicho. Las viejas costumbres tardan en morir. Déjate esa maldita barba.
Se produjo un silencio incómodo. El sol se elevaba sobre las montañas y la luz pasaba de dorada a blanca. Una bandada de pájaros parlanchines pasó volando, bajando en picado, elevándose y girando al unísono.
Tom se volvió hacia Borabay.
—Necesitamos pensar en un plan de huida.
—Sí, hermano. Ya tengo plan. Esperamos aquí hasta la noche. Luego volvemos. —Levantó la vista hacia el cielo despejado—. Esta noche llover, eso cubrirnos.
—¿Qué hay de Hauser? —preguntó Broadbent.
—Él busca tumba en Ciudad Blanca. No piensa aún en precipicio. Creo que lo esquivaremos. No sabe nosotros estamos aquí.
Broadbent miró alrededor.
—¿No habrán traído comida, por casualidad? Lo que me dejaron en la tumba no era apropiado ni como comida de avión.
Borabay sacó comida de su mochila y empezó a prepararla. Broadbent se acercó con paso algo inseguro.
—Fruta fresca, Dios mío. —Cogió un mango y le dio un mordisco, y el jugo le cayó por la boca y le goteó la camisa—. Qué maravilla. —Se metió el resto del mango en la boca, se comió otro y luego se zampó un par de
curwas
y unos filetes de lagarto ahumado.
—Borabay, podrías abrir un restaurante.
Tom observó a su padre comer. No podía creer que el anciano siguiera vivo. Había algo irreal en ello. Todo y nada había cambiado.
Broadbent terminó de comer y se recostó contra la pared de piedra, mirando las montañas.
—Padre —preguntó Philip—, si no te importa que te lo preguntemos, ¿qué te ha pasado en esa tumba?
—Te diré cómo fue, Philip. Celebramos un gran funeral…, Borabay debe de haberles hablado de él. Bebí el brebaje infernal de Cah. Lo siguiente que supe es que estaba despierto. Estaba oscuro como boca de lobo. Siendo un ateo convencido, siempre había creído que la muerte era el fin de la conciencia. Allí se acababa todo. Pero allí estaba yo, todavía consciente, aunque estaba seguro de que había muerto. Nunca he estado más asustado en toda mi vida. Y entonces, mientras me movía con torpeza en la oscuridad presa de pánico, me asaltó un pensamiento. «No solo estoy muerto, ¡me he ido al infierno!»
—No lo creíste realmente —dijo Philip.
Él sacudió la cabeza.
—Ya lo creo que lo hice. No tienes ni idea de lo aterrorizado que estaba. Lloré y grité como un alma perdida. Supliqué a Dios, recé de rodillas. Me sentí como uno de esos pobres diablos de
El Juicio Final
de Miguel Ángel que piden perdón a gritos mientras son arrastrados por demonios a un lago de fuego.
»Y entonces, cuando me cansé de llorar y de autocompadecerme, empecé a recobrar un poco la cordura. Fue entonces cuando gateé por allí y me di cuenta de que estaba en la tumba…, y comprendí que no estaba muerto, que Cah me había enterrado vivo. Nunca me había perdonado lo que le había hecho a su padre. Debería haberlo sabido; Cah siempre me pareció un viejo zorro sospechoso. Cuando encontré la comida y el agua comprendí que me esperaba un largo suplicio. Había planeado todo para que fuera un pequeño desafío para vosotros. Y de pronto mi vida dependía de vuestro éxito.