—Levántate, Philip.
—No.
—Tienes que hacerlo. Ya. —Si algo no tenían era tiempo. La niebla se había disipado y el foco brillaba con intensidad. Todo lo que tenían que hacer los soldados era volverse y mirar. Alargó una mano.
—Dame la mano y te ayudaré.
Philip alargó una mano temblorosa, y Tom la cogió y tiró despacio de ella para levantarlo. El puente se balanceó, y Philip se agarró a las cuerdas verticales. Hubo nuevas ráfagas de viento, y el puente empezó a estremecerse y a columpiarse de forma horrible. Philip gimió de terror. Tom se agarró con todas sus fuerzas, zarandeado de un lado a otro. El puente se estremeció durante cinco minutos, los más largos de su vida. Tenía los brazos doloridos del esfuerzo. Por fin las sacudidas cesaron.
—Vamos.
Philip movió un pie, poniéndolo con cautela más adelante en el cable, luego el otro, y a continuación movió las manos, caminando de lado. En cinco minutos habían llegado al otro extremo. Borabay y Vernon los esperaban en la oscuridad, y juntos se adentraron en la selva corriendo lo más deprisa que pudieron.
Borabay iba delante y los tres hermanos lo seguían, caminando en fila india a través de la selva. El sendero estaba iluminado por esa extraña fosforescencia que Tom había visto antes; cada tocón y cada leño podrido se perfilaban a la débil azul verde, brillando como fantasmas en un bosque. Ya no era hermoso, solo amenazador.
Al cabo de veinte minutos se encontraron con un muro de piedra en ruinas. Borabay se detuvo y se agachó, y de pronto se encendió una llamarada y se levantó sosteniendo en alto un puñado de juncos ardiendo. El muro quedó iluminado: estaba hecho de bloques gigantes de piedra caliza casi ocultos por una gruesa cortina de lianas. Tom vislumbró un bajorrelieve: caras de perfil, una hilera de cráneos con las cuencas vacías, jaguares fantásticos, pájaros con unas garras formidables y ojos enormes.
—Los muros de la ciudad.
Caminaron unos minutos a lo largo del muro y llegaron a una pequeña puerta de la que colgaban lianas como una cortina de cuentas. Apartando las lianas, la cruzaron.
A la débil luz, Borabay alargó una mano, cogió a Philip del brazo y lo atrajo hacia sí.
—Pequeño hermano, tú valiente.
—No, Borabay, soy un gran cobarde y un estorbo.
Borabay le dio una palmada cariñosa en el brazo.
—No es cierto. Yo morido de miedo allí.
—Muerto de miedo.
—Grasias. —Borabay ahuecó la mano alrededor de la antorcha y sopló para avivar la llama. Le iluminó la cara, volviendo dorados sus ojos verdes, y haciendo resaltar su barbilla y sus bien moldeados labios Broadbent—. Nosotros vamos a tumbas ahora. Encontramos a padre.
Entraron en un patio en ruinas. En un extremo había una escalera. Borabay cruzó corriendo el patio y subió las escaleras, y los demás lo siguieron. Torció a la derecha, caminó por lo alto del muro, ahuecando las manos alrededor de la antorcha para tapar la luz, y bajó por la escalera del otro extremo. En las ramas de los árboles sobre sus cabezas se oyó un grito repentino, y hubo una conmoción que hizo crujir y sacudió las copas. Tom se sobresaltó.
—Monos —susurró Borabay, pero se detuvo con expresión preocupada.
Luego sacudió la cabeza y siguió andando, abriéndose paso a través de un laberinto de columnas decapitadas hasta un patio interior. El patio estaba lleno de bloques de piedra caídos, algunos de tres metros de longitud, que en otro tiempo habían formado una cabeza gigante. Tom vio una nariz aquí, un ojo abierto allí, una oreja más allá, asomando por entre la confusión de vegetación y raíces de árboles que parecían serpientes. Treparon los bloques y cruzaron un umbral enmarcado por jaguares de piedra que conducía a un pasadizo subterráneo. La antorcha parpadeó. La llama iluminó un túnel de piedra con las paredes cubiertas de cal y el techo lleno de estalactitas. Los insectos zumbaron dando vueltas entre las paredes húmedas, buscando dónde cobijarse de la luz. Una gruesa víbora se enroscó rápidamente y alzó la cabeza en posición de ataque. Siseó balanceándose ligeramente, y la llama naranja se reflejó en sus ojos rasgados. Esquivaron la serpiente y siguieron andando. A través de unos boquetes abiertos en el techo de piedra Tom vio unas cuantas estrellas entre las copas de los árboles que se balanceaban, azotadas por el viento. Pasaron junto a un viejo altar de piedra cubierto de huesos, salieron al otro lado del túnel y cruzaron una plataforma en la que había varias estatuas rotas desperdigadas, cuyas cabezas, brazos y piernas sobresalían de la maraña como una multitud de monstruos que se ahogan en un mar de lianas.
Llegaron de pronto al borde de un gran precipicio: el otro extremo de la meseta. Más allá se extendía un mar de cumbres negras e irregulares, iluminado débilmente por detrás por la luz de las estrellas. Borabay se detuvo para encender otra tea. Arrojó al precipicio la vieja, que parpadeó hasta desaparecer en la negrura. Los condujo a lo largo de un sendero que bordeaba el precipicio, y a continuación a través de un espacio hábilmente escondido en la roca que parecía terminar en el precipicio escarpado. Pero al cruzar el espacio encontraron otro sendero, tallado en el precipicio, que se convertía en una empinada escalera excavada en la misma roca de la montaña. Descendía en zigzag y terminaba en una terraza, una especie de balcón pavimentado con piedras bien encajadas y que se adentraba de tal modo en la pared de roca que no se veía desde arriba. Por un lado se alzaba la irregular pared de roca de la meseta de la Ciudad Blanca. Por el otro había una caída a pico de treinta mil metros hacia la negrura. En la parte superior de la pared de roca se abrían cientos de puertas negras, con senderos escarpados y escaleras que los comunicaban entre sí.
—Lugar de tumbas —dijo Borabay.
El viento sopló alrededor de ellos, trayéndoles el olor dulzón de las flores que se abrían de noche. Allí no llegaban los sonidos de la selva: solo el viento que se elevaba y descendía. Era un lugar inquietante, espeluznante.
«Dios mío —se dijo Tom—, pensar que padre está en alguna parte de este precipicio.»
Borabay les hizo franquear una puerta oscura y subieron por una escalera de caracol excavada en la roca. La pared rocosa estaba llena de tumbas, y la escalera pasaba junto a nichos abiertos en cuyo interior se veían huesos, un cráneo con un poco de pelo, huesos de manos con anillos destellantes, cuerpos momificados plagados de insectos, ratones y pequeñas serpientes que, importunados por la luz, se escabullían en la oscuridad. En varios de los nichos que dejaron atrás había cadáveres recientes de los que emanaba un olor a descomposición; allí se oían aún más fuerte los sonidos de animales e insectos. Pasaron junto a un cadáver sobre el que había grandes ratas comiendo.
—¿Cuántas de estas tumbas robó padre? —preguntó Philip.
—Solo una —respondió Borabay—. Pero la más con cosas.
Algunas de las puertas de las tumbas estaban destrozadas, como si las hubieran tirado abajo unos ladrones de tumbas o las hubieran sacudido antiguos terremotos. En cierto momento Borabay se detuvo y recogió algo del suelo. Se lo dio a Tom sin decir nada. Era una tuerca de mariposa brillante.
La escalera se curvaba y terminaba en una plataforma en mitad de la pared de roca, de unos tres metros de ancho. En ella había una enorme puerta de piedra, la más grande que habían visto, desde la que se dominaba el oscuro mar de montañas y el cielo estrellado. Borabay sostuvo en alto la tea junto a la puerta y la examinaron. Ninguna de las demás puertas había estado ornamentada; en esta, sin embargo, había un pequeño relieve, un jeroglífico maya. Borabay se detuvo y retrocedió un paso diciendo algo en su idioma, como una oración. Luego se volvió y susurró:
—Tumba de padre.
Los grises ancianos se hallaban sentados como momias alrededor de la mesa de la sala de juntas, desde la que se dominaba la ciudad de Ginebra. Julián Clyve los miraba desde el otro extremo de la vasta extensión de madera pulida, más allá de la cual, a través de la pared de cristal, se extendía el lago Leman con su fuente gigante, como una pequeña flor blanca muy por debajo de ellos.
—Esperamos que recibiera el adelanto —dijo el director.
Clyve asintió. Un millón de dólares. Hoy día no era mucho dinero, pero era más de lo que ganaba en Yale. Esos hombres estaban comprando una ganga y lo sabían. No importaba. Los dos millones eran por el manuscrito. Todavía tenían que pagarle por la traducción. Sin duda había otras personas que sabían traducir el maya antiguo a esas alturas, pero solo él podía desentrañar el difícil dialecto arcaico en el que estaba escrito el manuscrito. Mejor dicho, él y Sally. Aún no habían hablado de la tarifa de traducción. Cada cosa a su tiempo.
—Le hemos llamado —continuó el hombre— porque nos ha llegado un rumor.
Habían estado hablando en inglés, pero Clyve decidió responder en alemán, que hablaba con fluidez, para desconcertarlos.
—Haré todo lo posible por ayudarles.
Hubo un movimiento de incomodidad en la barrera de hombres grises, y el director siguió hablando en inglés:
—Hay una compañía farmacéutica en Estados Unidos llamada Lampe-Denison. ¿La conoce?
Clyve respondió en alemán.
—Creo que sí. Es una de las grandes.
El hombre asintió.
—Corre el rumor de que van a comprar un códice medicinal maya del siglo nueve que contiene dos mil páginas de recetas médicas indígenas.
—No puede haber dos. Es imposible.
—Así es. No puede haber dos. Y sin embargo existe el rumor. Como consecuencia, el precio de las acciones de Lampe ha subido más del veinte por ciento en la pasada semana.
Los siete hombres grises siguieron mirando fijamente a Clyve, esperando que respondiera. Clyve cambió de postura, cruzó las piernas, las descruzó. Tuvo un momentáneo escalofrío de miedo. ¿Y si los Broadbent tenían otros planes para el códice? Pero era imposible. Antes de irse Sally le había informado con detalle acerca de la situación, y desde entonces los Broadbent habían estado incomunicados en la selva, donde era imposible hacer tratos. El códice estaba disponible. Y él tenía plena confianza en que Sally cumpliría sus órdenes. Era lista y competente, y estaba dominada por él. Se encogió de hombros.
—Ese rumor es falso. Yo controlo el códice. De Honduras vendrá directamente a mis manos.
Otro silencio.
—Nos hemos contenido deliberadamente de indagar sus asuntos, profesor Clyve —continuó el hombre—. Pero ahora tiene un millón de dólares nuestro. Lo que significa que estamos preocupados. Tal vez el rumor no sea cierto. Muy bien. Pero me gustaría una explicación sobre la
existencia
de esta información.
—Si está insinuando que he sido negligente, puedo asegurarle que no he hablado con nadie.
—¿Con nadie?
—Solo con mi colega, Sally Colorado…, naturalmente.
—¿Y ella?
—Está en el corazón de la selva hondureña. No puede ni ponerse en contacto conmigo. ¿Cómo iba a hacerlo con otra persona? Además, es la discreción personificada.
El silencio alrededor de la mesa se prolongó un minuto. ¿Para eso le habían hecho ir a Ginebra? A Clyve no le gustó. No le gustó nada. Él no era su cabeza de turco. Se levantó.
—Me ofende la acusación —dijo—. Voy a cumplir mi parte del trato y eso es todo lo que necesitan saber, caballeros. Obtendrán el códice y me pagarán el segundo millón…, y entonces hablaremos de mis honorarios por traducirlo.
Esas palabras fueron recibidas con más silencio.
—¿Honorarios por traducirlo?
—A no ser que quieran hacerlo ustedes personalmente. —Parecía como si acabaran de sorber un limón. Menuda pandilla de mamones. Clyve despreciaba a los hombres de negocios como ellos: incultos, ignorantes, su codicia de explotadores oculta tras la delicada fachada de sus caros trajes hechos a medida.
—Esperamos por su bien, profesor, que cumpla con lo prometido.
—No me amenace.
—Es una promesa, no una amenaza.
Clyve inclinó la cabeza.
—Que pasen un buen día, caballeros.
Habían transcurrido siete semanas desde que Tom y sus hermanos se habían reunido en las puertas de la finca de su padre…, pero parecía una eternidad. Por fin lo habían logrado. Habían llegado a la tumba.
—¿Sabes cómo se abre? —preguntó Philip.
—No.
—Padre debió de deducirlo, ya que la robó una vez —dijo Vernon.
Borabay colocó varias antorchas encendidas en los huecos de las paredes de roca y todos juntos inspeccionaron detenidamente la puerta de la tumba. Era de roca sólida, encajada en una entrada de piedra arenisca blanca. No había cerradura ni botones, paneles o palancas escondidas. La roca que rodeaba la tumba había sido dejada en su estado natural, salvo unos cuantos orificios a cada lado de la puerta. Tom introdujo una mano en uno de ellos y sintió una corriente de aire frío: sin duda eran los conductos de ventilación de la tumba.
El este empezó a clarear con la luz previa al amanecer mientras exploraban los alrededores de la tumba. Dieron golpes a la puerta, la aporrearon y empujaron, lo intentaron todo para abrirla. Nada dio resultado. Pasó una hora y seguían sin poder moverla.
—Esto no está funcionando. Necesitamos darle otro enfoque —dijo Tom por fin.
Retrocedieron hasta un saliente cercano. Las estrellas habían desaparecido y clareaba detrás de las montañas. Tenían una magnífica vista de una extensión fantástica de picos blancos e irregulares, semejantes a dientes que se alzaban del suave paladar verde de la selva.
—Si echamos un vistazo a una de las puertas abiertas —dijo Tom— tal vez podamos deducir el mecanismo.
Volvieron sobre sus pasos y, cuatro o cinco tumbas más atrás, llegaron a una puerta resquebrajada. Se había partido por la mitad y una parte había caído hacia fuera. Borabay encendió otra antorcha y se detuvo indeciso en el umbral.
Se volvió hacia Philip.
—Yo cobarde —dijo, pasándole la antorcha—. Tú más valiente que yo. Tú entras.
Philip le dio un apretón en el hombro, cogió la antorcha y entró en la tumba. Tom y Vernon lo siguieron.
No era un espacio muy grande, tal vez dos metros y medio por tres. En el centro había una plataforma elevada de piedra, y sobre ella, una figura momificada, todavía erguida, con las piernas dobladas, los brazos cruzados en el regazo. El pelo largo y negro le caía en una trenza por la espalda y los labios secos se habían retirado de los dientes. De la boca abierta había caído un objeto. Cuando Tom lo examinó más de cerca, vio que era una pieza de jade tallada en forma de crisálida. Una mano de la momia sostenía un cilindro de madera pulida de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud, decorado con jeroglíficos. Alrededor había una pequeña colección de objetos funerarios: figurillas de terracota, vasijas rotas, algunas tablillas de piedra tallada.