Se secó la cara. Debía encontrar el códice y salir.
Las cajas tenían rótulos y solo tardó unos minutos en localizar el cajón en el que estaba el códice.
Arrastró el pesado cajón hasta la luz de fuera y descansó, tomando bocanadas de aire puro de la montaña. El cajón solo pesaba tres kilos y en él había otros libros aparte del códice. Tom examinó los cerrojos de sesenta milímetros de grosor y las tuercas de mariposas que sujetaban los precintos de acero sobre los lados de madera revestidos de fibra de vidrio. Las tuercas de mariposa estaban muy firmes. Necesitaría una llave inglesa para desenroscarlas.
Encontró una piedra y dio un fuerte golpe a una de ellas, aflojándola. Repitió el proceso y al cabo de unos minutos había desenroscado todas las tuercas. Arrancó los precintos de acero. Con varios golpes fuertes más resquebrajó la protección de fibra de vidrio y logró abrir el cajón. Salieron media docena de libros valiosísimos, todos envueltos cuidadosamente en papel sin ácido: una Biblia Gutenberg, manuscritos iluminados, un libro de las horas. Los apartó e introdujo la mano, y sacó el códice encuadernado con piel de ciervo.
Se quedó un momento mirándolo. Recordaba claramente haberlo visto en una pequeña vitrina de cristal en el salón. Su padre abría la vitrina más o menos una vez al mes y pasaba una página. Había unos bonitos dibujos diminutos de plantas, flores e insectos rodeados de jeroglíficos. Recordaba haberse quedado mirando esos extraños jeroglíficos mayas, los puntos, las gruesas líneas y las caras sonrientes, todas entrelazadas y enmarañadas unas alrededor de otras. No había caído en la cuenta siquiera de que era una clase de escritura.
Vació una de las mochilas abandonadas y metió en ella el libro. Se la puso al hombro y empezó a subir el sendero. Decidió encaminarse hacia el sur, atento a ver si veía a Hauser.
Entró en la ciudad en ruinas.
Hauser seguía el sendero con más cautela, con todos los sentidos alerta. Sentía un hormigueo de emoción y miedo. El indio había preparado una trampa en menos de quince minutos. Asombroso. Seguía agazapado en alguna parte, sin duda preparándole otra emboscada. A Hauser le intrigaba la lealtad de ese guía indio para con los Broadbent. Nunca subestimaba la habilidad indígena en la selva para tender emboscadas y matar. Los vietcong le habían enseñado a respetarlos. Mientras seguía el rastro de los Broadbent tomó todas las precauciones contra una emboscada, caminando por un lado del sendero y deteniéndose a cada rato para examinar el suelo y la vegetación que tenía ante él, y olfatear el aire por si reconocía el olor humano. No iba a sorprenderlo ningún indio en lo alto de un árbol con otro dardo envenenado.
Vio que los Broadbent se habían dirigido al centro de la meseta, donde la selva era más espesa. Sin duda contaban con esconderse allí hasta que se hiciera de noche. No lo lograrían: Hauser casi nunca había fracasado como rastreador, y menos aún si se trataba de gente asustada y uno de ellos sangraba copiosamente. Y él y sus hombres ya habían explorado minuciosamente toda la meseta.
Más adelante una exuberante confusión de lianas y trepadoras asfixiaba la selva. A primera vista parecía impenetrable. Se acercó con cautela y bajó la vista. Había pequeños senderos hechos por animales que se alejaban en todas direcciones; la mayoría hechos por coatís. De cada hoja, liana y flor colgaban gruesas gotas de agua, esperando la menor sacudida para caer. Nadie podía internarse en semejante campo de minas sin dejar rastro de haber pasado por allí al sacudir el rocío de las hojas. Vio exactamente cuál habían seguido y se adentró entre la densa vegetación del sendero, donde pareció desaparecer.
Examinó el suelo. Allí, en el húmedo lecho de la selva, había dos hendiduras casi invisibles hechas por un par de rodillas humanas. Interesante. Habían gateado a lo largo de los senderos abiertos por los animales hasta adentrarse en el corazón de la colonia de trepadoras. Se acuclilló y escudriñó la verde oscuridad. Olió el aire. Estudió el suelo. ¿Qué sendero habían seguido? Allí, un metro más allá, había un pequeño hongo aplastado, poco más grande que una moneda de diez centavos, y una hoja arrancada. Se habían refugiado en esa masa de vegetación esperando a que se hiciera de noche. Sin duda, pensó Hauser, el indio le había preparado una emboscada allí. Era el lugar perfecto. Volvió a erguirse y examinó las capas de vegetación. Sí, el indio debía de estar escondido en alguna rama por encima de ese nido de senderos, con un dardo envenenado listo, esperando a que él pasara a gatas.
Lo que tenía que hacer era tenderle a su vez una emboscada.
Reflexionó un momento. El indio era listo. Ya habría contado con ello. Habría sabido que él esperaría encontrar una emboscada en ese sendero. Por lo tanto, no se molestaría en tendérsela. No. En lugar de ello, contaría con que diera un rodeo y saliera por el otro lado. El indio esperaría al otro lado de la gigante masa de vegetación para tenderle la emboscada.
Hauser empezó a rodear despacio la colonia de trepadoras, avanzando con tanto sigilo y con movimientos tan fluidos como los del indio. Si sus cálculos eran correctos, lo encontraría al otro lado, probablemente en un lugar elevado, esperando a que pasara por debajo. Liquidaría primero al indio —con diferencia, el peligro mayor— y a continuación haría salir a los demás de su escondite y los llevaría hasta el puente, donde sería fácil acorralarlos y matarlos.
Dio la vuelta a cierta distancia, deteniéndose a cada paso para escudriñar la capa intermedia de vegetación. Si el indio había hecho lo que él había previsto, estaría en alguna parte a su derecha. Se movió con mucha cautela. Le llevó tiempo, pero este estaba de su parte. Faltaban siete horas para que anocheciera.
Siguió avanzando, volvió a examinar la vegetación. Había algo en un árbol. Se detuvo, se movió un poco, volvió a mirar. Solo se veía la esquina de la camisa roja del indio, en una rama a unos cincuenta pasos a su derecha, y allá, apenas visible, estaba la punta de una pequeña cerbatana apuntada hacia abajo, esperando a que Hauser cruzara para clavarse en él.
Se movió de lado para ver mejor la camisa del indio. Alzó el rifle, la apuntó con cuidado y disparó una sola bala.
Nada. Y, sin embargo, sabía que había dado en el blanco. Se apoderó de él un pánico repentino. Era otra trampa. Se apartó en el preciso momento en que el indio se dejaba caer como un gato sobre él, con un palo afilado en la mano. Con un movimiento de jiu-jitsu, Hauser lo arrojó hacia delante y hacia un lado, volviendo el impulso del indio contra él y apartándolo limpiamente… y al instante estuvo de pie, abriendo fuego con su arma automática hacia donde había estado el indio.
Pero el indio había desaparecido, se había esfumado en el aire.
Reconoció el terreno. El indio había estado un paso por delante de él. Levantó la vista y vio el árbol con el pequeño trozo de tela roja y la punta de un dardo de cerbatana todavía colocados en el lugar exacto donde los había dejado el indio. Tragó saliva. No era el momento adecuado para asustarse o enfadarse. Tenía una misión que cumplir. No iba a seguir jugando al escondite con el indio, pues sospechaba que tenía todas las de perder. Había llegado el momento de sacar a los Broadbent por la fuerza de su escondite.
Se volvió y bordeó la colonia de trepadoras, plantó los pies en el suelo y apuntó la Steyr AUG. Primero un disparo, luego otro, y siguió andando, abriendo fuego hacia la tupida vegetación. Tuvo exactamente el efecto esperado: obligó a salir a los Broadbent. Los oyó huir asustados y ruidosamente como perdices. Por fin sabía dónde estaban. Corrió a lo largo de la masa de vegetación para cerrarles el paso cuando salieran y los oyó encaminarse hacia el puente.
Detrás de él se oyó un ruido repentino y se volvió hacia el peligro mayor, apretó el gatillo y dirigió una ráfaga de disparos a la densa cobertura de la que había llegado el sonido. De las ramas se desprendieron hojas, lianas y ramas que salieron volando en todas direcciones, y oyó el ruido de las balas golpeando madera por todas partes. Vio cierto movimiento y volvió a barrer con fuego la vegetación…, y entonces oyó un grito y varias sacudidas.
¡Un coatí! ¡Maldita sea, había alcanzando un coatí!
Se volvió para concentrar su atención al frente, bajó el arma y disparó en dirección a los Broadbent que huían. Oyó detrás de él los gemidos de dolor del coatí, crujidos de ramas, y luego se dio cuenta, justo a tiempo, de que no era el coatí herido… sino el indio.
Se tiró al suelo, rodó y disparó, no a matar, porque el indio había desaparecido entre las lianas, sino con la intención de obligarlo a dirigirse a su derecha, hacia la zona al descubierto que había frente al puente. Le haría desplazarse en la misma dirección que los Broadbent. Había hecho huir al indio, lo había obligado a reunirse con los demás. El secreto estaba en hacerlos avanzar sin parar y no dejar de dispararles para impedir que se separaran y lo rodearan por detrás. Corrió, agachado y disparando a izquierda y derecha, eliminando toda posibilidad de que escaparan y se adentraran en la ciudad en ruinas. Al dispararles por la izquierda los hacía acercarse cada vez más al abismo, acorralándolos y empujándolos hacia la zona al descubierto. Vació el cargador y se detuvo para cambiarlo. Cuando echó a correr de nuevo, oyó a través del follaje a los Broadbent que huían exactamente en la dirección que había previsto.
Ya eran suyos.
Tom ya había cruzado la mitad de la meseta cuando oyó el fuego entrecortado del arma de Hauser. Corrió instintivamente hacia el sonido, temiendo lo que podía significar, apartando helechos y lianas, saltando troncos caídos, trepando muros derruidos. Oyó la segunda y la tercera ráfagas de disparos, más cerca y más hacia su derecha. Giró hacia ellas, esperando de algún modo defender a sus hermanos y a su padre. Tenía un machete, con él había matado un jaguar y una anaconda, ¿por qué no a Hauser?
Salió inesperadamente del follaje a la luz del sol: a cincuenta pasos estaba el borde del precipicio, una caída a pico de más de kilómetro y medio que desaparecía en un oscuro remolino de niebla y sombras. Se detuvo al borde del gran abismo. Miró a la derecha y vio la curva catenaria del puente colgante suspendido sobre el cañón, que se balanceaba con suavidad en las corrientes ascendentes de aire.
Oyó más disparos a su espalda y entrevió movimiento. Vernon y Philip salieron de los árboles que había más allá del puente, sosteniendo a su padre y corriendo con toda su alma. Borabay apareció un poco más atrás y los alcanzó. Una ráfaga de fuego pasó junto a ellos, arrancando las cabezas de los helechos que tenían a sus espaldas, y Tom se dio cuenta demasiado tarde de que él también estaba atrapado. Corrió hacia ellos cuando salió otra ráfaga de disparos de los árboles. Vio a Hauser varios cientos de metros más atrás, disparando a la izquierda de ellos para obligarlos a dirigirse al borde del precipicio y al puente. Siguió corriendo y llegó a la cabeza del puente al mismo tiempo que los demás. Se detuvieron y se agacharon. Tom vio que los soldados del otro lado del puente, advertidos por el fuego, ya habían ocupado sus puestos y les impedían huir.
—Hauser está
tratando
de hacernos salir por el puente —gritó Philip.
Otra ráfaga de disparos arrancó varias hojas de una rama sobre sus cabezas.
—¡No nos queda otra elección! —exclamó Tom.
Al cabo de un momento corrían por el oscilante puente, medio llevando medio arrastrando a su padre. Los soldados del otro extremo se arrodillaron y, apuntando sus armas, les bloquearon la salida.
—Seguid andando —gritó Tom.
Habían recorrido una tercera parte del puente cuando los soldados que tenían ante ellos dispararon una cerrada descarga de advertencia sobre sus cabezas. En ese momento sonó una voz a sus espaldas. Tom se volvió. En el otro extremo del puente Hauser y varios soldados les bloqueaban la retirada.
Estaban atrapados entre unos y otros, los cinco.
Los soldados dispararon una segunda ráfaga, esta vez más baja. Tom alcanzó a oír el silbido de las balas sobre sus cabezas. Habían llegado a la mitad del puente, y este empezaba a balancearse y zangolotearse con su movimiento. Tom miró hacia atrás y hacia delante. Se detuvieron. No podían hacer nada más. Estaban acabados.
—No se muevan —gritó Hauser, acercándose por el puente sonriente.
Tom miró a su padre. Miraba a Hauser con miedo y odio. Su expresión le asustó aún más que la situación en la que se encontraban.
Hauser se detuvo a cien pasos de ellos y recuperó el equilibrio en el puente que se balanceaba.
—Vaya, vaya —dijo—. Pero si son el viejo Max y sus tres hijos. Una bonita reunión familiar.
En las doce horas que Sally había permanecido tumbada detrás del tronco, había pensado por alguna razón en su padre. El último verano de su vida le había enseñado a disparar. Después de su muerte, ella había seguido bajando a los riscos para practicar con manzanas y naranjas, y más tarde con monedas de diez centavos y de centavo. Se había convertido en una tiradora excelente, pero era una habilidad inútil: no le interesaban ni los concursos ni la caza. Sencillamente le había divertido. A algunas personas les gustaban los bolos, a otros el ping-pong…, a ella disparar. Por supuesto, en New Haven era una afición de lo más políticamente incorrecta. Julián se quedó horrorizado cuando se enteró. Le hizo prometer que renunciaría a ella y la mantendría en secreto; no porque estuviera en contra de las armas sino porque estaba mal visto. Julián. Lo apartó de la mente.
Movió sus muslos acalambrados y flexionó los dedos de los pies, tratando de hacer entrar en calor los músculos agarrotados. Dio otro puñado de nueces a Mamón Peludo, que seguía sentado malhumoradamente en su jaula hecha de lianas. Se alegraba de haberlo tenido allí para que le hiciera compañía esas pasadas horas, aunque hubiera estado de tan mal humor. El pobrecillo amaba su libertad.
Mamón Peludo soltó un gritito de advertencia y Sally se puso al instante en guardia. Luego los oyó: disparos lejanos en la Ciudad Blanca, una débil ráfaga de un arma automática, luego otra. Con los prismáticos recorrió la selva del otro lado del cañón. Hubo disparos y aún más disparos, cada vez más fuertes. Pasaron unos minutos y luego vio movimiento.
Era Tom. Había aparecido en el borde del precipicio. Philip y Vernon salieron de la selva más adelante, sosteniendo entre ambos a un hombre herido: un anciano harapiento. Broadbent. Borabay fue el último en aparecer, más cerca del puente.