El códice Maya (46 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: El códice Maya
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Poco después Tom y sus hermanos llegaron al final del puente, justo cuando el último cable se partía en una gran nube de chispas. Los dos extremos en llamas cayeron lentamente hacia las paredes del cañón y se estrellaron contra ellas con una sacudida y una cascada de restos ardiendo.

Era el fin. El puente había desaparecido.

Tom miró hacia delante, y vio a Sally levantarse en la maleza y correr hacia ellos. Ellos se acercaron a ella, sosteniendo a su padre con ayuda de los guerreros tara. Al cabo de unos momentos se habían reunido. Tom la estrechó en sus brazos mientras Mamón Peludo, de nuevo a salvo en su bolsillo, gritaba enfadado al verse aplastado entre ambos.

Tom miró atrás. Las dos mitades del puente colgaban sobre el abismo, todavía en llamas. Media docena de hombres había quedado atrapada en la Ciudad Blanca. Estaban de pie en el borde del precipicio, contemplando los restos del puente. Empezó a levantarse la niebla y poco a poco las silenciosas figuras anonadadas se esfumaron.

83

En la cabaña hacía calor y flotaba un débil olor a humo y hierbas medicinales. Tom entró, seguido de Vernon, Philip y Sally. Maxwell Broadbent estaba tumbado en una hamaca con los ojos cerrados. Fuera croaban las ranas en la noche tranquila. Un joven curandero tara molía hierbas en una esquina bajo la mirada vigilante de Borabay.

Tom puso una mano en la frente de su padre. Le estaba subiendo la fiebre. El gesto hizo abrir los ojos a su padre. Tenía el rostro demacrado, y le brillaban los ojos de la fiebre y el resplandor del fuego. Logró sonreír.

—En cuanto me ponga bien, Borabay me va a enseñar a pescar con arpón al estilo tara.

Borabay asintió.

Los ojos inquietos de Broadbent se desplazaron sobre los reunidos, buscando una expresión alentadora.

—¿Eh, Tom? ¿Qué dices?

Tom trató de decir algo pero no brotó ningún sonido de su boca.

El joven curandero se levantó y ofreció a Broadbent una taza de barro llena de un líquido marronáceo.

—Otra no —murmuró Broadbent—. Es peor que el aceite de hígado de bacalao que me obligaba a beber mi madre cada mañana.

—Bebe, padre —dijo Borabay—. Bueno para ti.

—¿Qué es? —preguntó Broadbent.

—Medicina.

—Eso ya lo sé, pero ¿qué clase de medicina? No puedes esperar que trague algo sin saber qué es.

Maxwell Broadbent estaba resultando ser un enfermo difícil.

—Es
uña de gavilán. Uncaria tomentosa
—dijo Sally—. La raíz seca es un antibiótico.

—Supongo que no me hará daño. —Broadbent cogió la taza, bebió un trago—. Parece ser que tenemos demasiados médicos aquí. Sally, Tom, Borabay, y ahora este joven hechicero. Cualquiera diría que estoy grave.

Tom miró a Sally.

—¡La de cosas que vamos a hacer juntos cuando me recobre! —exclamó Broadbent.

Tom tragó saliva. Su padre, al ver su incomodidad —nunca se le escapaba nada—, se volvió hacia él.

—¿Y bien, Tom? Tú eres el único médico de verdad aquí. ¿Cuál es tu pronóstico?

Tom trató de sonreír. Su padre lo miró largo rato, luego se recostó con un suspiro.

—¿A quién estoy engañando?

Siguió un largo silencio.

—¿Tom? Ya me estoy muriendo de cáncer. No puedes decirme nada peor que eso.

—Bueno —empezó Tom—, la bala te perforó la cavidad peritonea. Tienes una infección y por eso tienes fiebre.

—¿Y el pronóstico?

Tom volvió a tragar saliva. Sus tres hermanos y Sally lo miraban con atención. Tom sabía que su padre no se conformaría con nada más que la verdad pura y simple.

—No es alentador.

—Continúa.

Tom no se atrevía a hablar.

—¿Tan malo es? —dijo su padre.

Tom asintió.

—Pero ¿qué hay de los antibióticos que me está dando este curandero? ¿Y qué hay de todos esos remedios maravillosos que aparecen en ese código que acabas de rescatar?

—Padre, la clase de infección que tienes, sepsis, no puede tratarse con antibióticos. Solo la cirugía puede eliminarla, y ahora es probablemente demasiado tarde para eso. Las medicinas no pueden hacerlo todo.

Se produjo un silencio. Broadbent se volvió y miró hacia el techo.

—Maldita sea —dijo por fin.

—Impediste que nos alcanzara esa bala —dijo Philip—. Nos salvaste la vida.

—Es lo mejor que he hecho nunca.

Tom puso una mano en el brazo de su padre. Era como un palo ardiendo.

—Lo siento.

—¿Cuánto tiempo me queda?

—Dos o tres días.

—Dios. ¿Tan poco?

Tom asintió.

Se recostó suspirando.

—El cáncer habría acabado conmigo dentro de unos meses de todos modos. Aunque habría sido bonito pasar esos meses con mis hijos. O incluso una semana.

Borabay se acercó y puso una mano en el pecho de su padre.

—Lo siento, padre.

Broadbent se la cubrió con la suya.

—Yo también lo siento. —Se volvió y miró a sus hijos—. Y ni siquiera puedo contemplar por última vez la Madonna de Lippi. Cuando estaba en esa tumba no paraba de pensar que si pudiera contemplar de nuevo esa Madonna, todo se arreglaría.

Pasaron toda la noche en la cabaña cuidando de su padre moribundo. Estaba agitado, pero los antibióticos, al menos de momento, mantenían a raya la infección. Cuando amaneció el anciano seguía lúcido.

—Quiero agua —dijo con voz ronca.

Tom salió de la cabaña con una jarra y se dirigió al arroyo más próximo. El pueblo tara despertaba. Encendían los fuegos, y no tardaron en aparecer las bonitas cazuelas, sartenes y soperas francesas de cobre y níquel. El humo se elevaba en volutas hacia el cielo de la mañana. Los pollos picoteaban por la plaza de tierra apisonada y muchos perros deambulaban en busca de sobras de comida. De una cabaña salió un niño con una camiseta de Harry Potter e hizo pipí. Incluso a una tribu tan remota como esa llegaba el mundo, pensó Tom. ¿Cuánto tiempo tardaría la Ciudad Blanca en revelar sus tesoros y secretos al mundo?

Regresaba con el agua cuando oyó una voz áspera. La vieja arpía, la esposa de Cah, había salido de su cabaña y le hacía gestos con el puño cerrado.


Wakha!
—gritó gesticulando.

Tom se detuvo cansinamente.

—Wakha!

Se acercó un paso a ella, medio esperando que le tirara del pelo o le palpara los testículos.

En lugar de ello la mujer le cogió la mano y le hizo entrar en su cabaña.

—Wakha!

Él siguió de mala gana la figura encorvada hasta el interior de la cabaña llena de humo.

Y allí, a la tenue luz, apoyada contra un poste, estaba la
Madonna de las uvas
de Fra Filippo Lippi. Se quedó mirando la obra maestra del Renacimiento y dio un paso vacilante hacia ella petrificado, sin poder creer que fuera de verdad. El contraste entre la cabaña destartalada y el cuadro era demasiado grande. Aun en la oscuridad casi brillaba con una luz interior, la Madonna de pelo dorado, apenas una adolescente, sosteniendo en brazo a su bebé que se llevaba una uva a la boca con dos dedos rosados. Por encima de sus cabezas había una paloma de la que irradiaba pan de oro.

Se volvió hacia la anciana atónito. Ella lo miraba con una gran sonrisa en su cara arrugada, dejando ver sus encías rosas brillantes. Se acercó al cuadro, lo cogió y se lo puso en los brazos.

—Wakha!
—Le indicó por señas que lo llevara a la cabaña de su padre y lo siguió, empujándolo ligeramente con las manos—.
Teh! Teh!

Tom se adentró en el húmedo claro con el cuadro en los brazos. Cah debía de habérselo quedado. Era un milagro. Entró en la cabaña y lo sostuvo en alto. Philip lo miró, saltó y retrocedió. Broadbent se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos. Al principio no dijo nada, luego se recostó en la hamaca con una expresión asustada.

—¡Maldita sea, Tom! ¡Empiezan las alucinaciones!

—No, padre. —Tom acercó el cuadro—. Es de verdad. Tócalo.

—¡No, no lo toques! —gritó Philip.

Broadbent alargó una mano temblorosa y tocó la superficie del cuadro de todos modos.

—Hola —murmuró. Se volvió hacia Tom—. No estoy soñando.

—No, no estás soñando.

—¿De dónde demonios lo has sacado?

—Lo tenía ella. —Tom se volvió hacia la anciana, que estaba de pie en el umbral con una sonrisa desdentada.

Borabay empezó a hacerle preguntas y ella habló largo y tendido. Borabay la escuchó, asintiendo. Luego se volvió hacia su padre.

—Dice: su marido codicioso guarda muchas cosas de tumba. Las esconde en cueva detrás de pueblo.

—¿Qué cosas? —preguntó Broadbent con brusquedad.

Hablaron un poco más.

—Ella no sabe. Dice: Cah roba casi todo el tesoro de tumba.

Llena cajas de piedras. Dice no quiere poner tesoro de hombre blanco en tumba tara.

—¿Pueden creerlo? —dijo Broadbent—. Cuando estaba en la tumba, me pareció que algunas de las cajas estaban más huecas, casi vacías. No pude abrirlas en la oscuridad. Eso es lo que estaba haciendo en la tumba justo antes de que apareciera Hauser, echarles un vistazo para ver si podía resolver el misterio. Ese maldito Cah tramposo. Debería habérmelo imaginado. Lo había planeado todo de antemano. ¡Cielos, era tan avaricioso como yo!

Se volvió de nuevo hacia el cuadro. En él se reflejaba la luz del fuego y el parpadeante resplandor jugueteaba sobre la joven cara de la Virgen. Se produjo un largo silencio mientras lo miraba. Luego cerró los ojos y dijo:

—Tráiganme papel y un bolígrafo. Ahora que tengo algo que dejarles voy a hacer un nuevo testamento.

84

Llevaron un bolígrafo y un rollo de papel amate a Maxwell Broadbent.

—¿Te dejamos solo? —preguntó Vernon.

—No. Los necesito aquí. A ti también, Sally. Vengan. Acérquense.

Se acercaron y rodearon la hamaca. Entonces él se aclaró la voz.

—Bueno, hijos míos. Y… —miró a Sally— futura nuera. Estamos aquí reunidos. —Hizo una pausa—. Y qué hijos más maravillosos tengo. Lástima que haya tardado tanto en darme cuenta. —Carraspeó—. No me queda mucho aliento y siento la cabeza como una calabaza, de modo que abreviaré.

Recorrió con la mirada, todavía lúcida, la habitación.

—Felicidades. Lo han conseguido. Se han ganado la herencia y me han salvado la vida. Me han hecho ver qué padre más estúpido he sido…

—Padre…

—¡No me interrumpáis! Tengo varios consejos de despedida que darles. —Resolló—. Estoy en mi lecho de muerte, ¿cómo voy a resistirme? —Respiró hondo—. Philip, de todos mis hijos tú siempre has sido el más parecido a mí. He visto, en estos pasados años, cómo la expectativa de una gran herencia ha afectado tu vida. No eres avaricioso por naturaleza, pero cuando esperas quinientos millones de dólares, eso tiene un efecto corrosivo. Te he visto vivir por encima de tus posibilidades, tratando de pasar por un rico y refinado entendido en tu círculo de Nueva York. Tienes la misma enfermedad que tuve yo: la necesidad de poseer objetos bellos. Olvídalo. Para eso están los museos. Lleva una vida más sencilla. Sabes apreciar profundamente el arte y eso debería ser un premio en sí mismo, y no el reconocimiento y la fama. Y he oído decir que eres un profesor nefasto.

Philip asintió bruscamente, nada satisfecho.

Broadbent tomó dos bocanadas desiguales de aire. Luego se volvió hacia Vernon.

—Vernon, tú eres un buscador, y ahora veo por fin lo importante que es para ti la elección que has tomado. Tu problema es que te dejas embaucar. Eres ingenuo. Hay una regla general: si quieren dinero, la religión son pamplinas. Rezar en una iglesia no cuesta nada.

Vernon asintió.

—Y ahora Tom. De todos mis hijos eres el más distinto a mí. Nunca te he entendido realmente. Eres el menos materialista de mis hijos. Me rechazaste hace mucho, tal vez por motivos justificados…

—Padre…

—¡Silencio! A diferencia de mí, eres disciplinado en tu forma de vivir la vida. Sé que lo que realmente querías era ser paleontólogo y buscar fósiles de dinosaurios. Como un estúpido, te empujé hacia la medicina. Me consta que eres un buen veterinario, aunque nunca he comprendido por qué pierdes tu enorme talento curando caballos cruzados en la reserva de los indios navajos. Lo que por fin he comprendido es que debo respetar y aceptar lo que has escogido en la vida. Dinosaurios, caballos, lo que sea. Haz lo que quieras, tienes mi bendición. Lo que también he llegado a ver es tu
integridad.
Eso es algo que yo nunca he tenido, y me conmueve encontrarlo con tanta solidez en uno de mis hijos. No sé qué habrías hecho con una gran herencia y espero que tú tampoco lo sepas. No necesitas el dinero y no lo quieres en realidad.

—Sí, padre.

—Y ahora, Borabay…, tú eres mi hijo mayor y el más reciente. Solo te he conocido brevemente, pero por extraño que parezca tengo la sensación de que te conozco mejor que a ninguno. Te he observado y me he dado cuenta de que eres un poco avaricioso como yo. Estás impaciente por marcharte de aquí e ir a Estados Unidos para darte la buena vida. No encajas realmente con los tara. Bueno, eso está bien. Aprenderás deprisa. Tienes ventaja, porque te crió una buena madre y no me has tenido a mí como padre para estropearte.

Borabay estaba a punto de decir algo, pero Broadbent levantó una mano.

—¿No puede un hombre pronunciar un discurso en su lecho de muerte sin que lo interrumpan? Borabay, tus hermanos te ayudarán a ir a Estados Unidos y conseguir la nacionalidad. Una vez allí te volverás más americano que los nativos, estoy seguro.

—Sí, padre.

Broadbent suspiró y miró a Sally.

—Tom, esta es la mujer que nunca he conocido pero me habría gustado conocer. Serás estúpido si la dejas escapar.

—No soy un pez —dijo Sally cortante.

—¡Ja! ¡A eso me refiero! Un poco irritable tal vez, pero una mujer asombrosa.

—Tienes razón, padre.

Broadbent hizo una pausa, respirando pesadamente. Empezaba a costarle hablar: tenía la frente cubierta de sudor.

—Estoy a punto de poner por escrito mi última voluntad. Quiero que cada uno escoja una sola cosa de la colección de la cueva. El resto pueden sacarlo del país. Me gustaría donarlo al museo o museos que ustedes escojan. Iremos del mayor al menor. Borabay, empiezas tú.

—Yo el último. Lo que yo quiero no está en cueva —dijo Borabay.

Broadbent asintió.

—De acuerdo. ¿Philip? Como si no lo supiera. —Vio que tenía la mirada clavada en la Madonna—. El Lippi es tuyo.

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