Al día siguiente encontraron el cadáver. Flotaba en el agua, un fardo de rayas rojas y blancas. Chori condujo la barca hacia él. El bulto resultó ser una camisa mojada inflada por los gases de la descomposición. Mientras la canoa se acercaba se elevó de él una nube de moscas furiosas.
Con cuidado, Chori colocó la canoa a lo largo. Alrededor del cadáver flotaban una docena de pirañas muertas, con los ojos vidriosos, las bocas abiertas. Lloviznaba.
Tenía el pelo corto y negro. No era Vernon.
Don Alfonso dijo algo y Chori dio unos golpecitos al cuerpo con la pértiga. El gas escapó de debajo de la camisa mojada con un gorgoteo y se elevó un olor hediondo. Chori colocó la pértiga debajo del cadáver y, haciendo palanca, le dio la vuelta. Las moscas se alzaron furiosas. El agua bullía y se agitaba lanzando destellos plateados a medida que los peces que acababan de atracarse huían de debajo del cuerpo asustados.
Tom se quedó mirando horrorizado el cadáver, si podía describirse así, que ahora flotaba boca arriba en el agua. Las pirañas le habían arrancado la cara junto con todo el lado ventral del cuerpo, dejando solo los huesos. La nariz había quedado reducida a mordiscos a un consumido trozo de cartílago; no tenía labios ni lengua, y la boca era un orificio. Un pececillo atrapado en la cuenca del ojo se sacudía tratando de escapar. El olor a descomposición lo golpeó como un trapo mojado. El agua empezó a arremolinarse a medida que los peces empezaban a atacar el costado intacto. Salieron a la superficie trozos de la camisa.
—Es uno de esos chicos de Puerto Lempira —dijo don Alfonso—. Le mordió una serpiente venenosa cuando se cepillaba los dientes y lo abandonaron aquí.
—¿Cómo sabe que lo mató una serpiente? —preguntó Tom.
—¿Ve las pirañas muertas? Comieron la carne próxima a la mordedura de la serpiente y se envenenaron, y lo mismo les ocurrirá a los animales que los coman a ellos.
Chori alejó el cadáver con la pértiga y siguieron avanzando.
—Este no es buen lugar para morir. Debemos salir de aquí antes de que anochezca. No quiero encontrarme esta noche con el fantasma de ese hombre de Lempira en mis sueños, preguntándome el camino.
Tom no respondió. Le había afectado la visión del cadáver. Trató de combatir un presentimiento. Vernon, nervioso y desorganizado, sería un caso perdido. Podía estar hasta muerto.
—No sé por qué no dan media vuelta y se largan de este lugar. A lo mejor se les ha metido un demonio en la canoa y les está susurrando mentiras al oído.
Siguieron avanzando, pero era un trabajo lento. El pantano no se acababa nunca y la canoa rozaba el fondo lodoso y se encallaba a menudo, obligándolos a bajarse de ella y empujar. A menudo tenían que volver sobre sus pasos, una y otra vez, siguiendo ramales sinuosos. Hacia media tarde don Alfonso alzó una mano; Chori levantó la pértiga y escucharon. Tom alcanzó a oír a lo lejos una voz angustiada: alguien pedía socorro histérico.
Se levantó de un salto y, haciendo bocina con las manos, gritó:
—¡Vernon!
Se produjo un silencio repentino.
—¡Vernon! ¡Soy yo, Tom!
Se oyó una salva de gritos desesperados que resonaron a través de los árboles, distorsionados e ininteligibles.
—Es él —dijo Tom—. Deprisa.
Chori impulsó de nuevo la canoa con la pértiga y Tom no tardó en ver a la luz crepuscular del pantano la vaga silueta de otra canoa. En la popa había una persona gritando y gesticulando. Era Vernon. Estaba histérico, pero al menos se sostenía en pie.
—¡Más deprisa! —gritó Tom.
Chori siguió avanzando. Alcanzaron la canoa y Tom subió a la suya a Vernon, quien se desplomó en sus brazos.
—Dime que no estoy muerto —gritó.
—Estás bien, no estás muerto. Estamos aquí.
Vernon se echó a llorar. Tom, sosteniendo a su hermano, tuvo de pronto una sensación de
déjà vu,
el recuerdo de un día que Vernon había llegado a casa del colegio perseguido por un grupo de niños violentos. Se había arrojado de esa misma manera a los brazos de Tom, aferrándolo y llorando histérico, agitando su cuerpo delgaducho. Tom había tenido que salir a enfrentarse con ellos; Tom, el hermano menor, librando las luchas de su hermano mayor.
—Tranquilo —dijo Tom—. Tranquilo. Estamos aquí. Estás a salvo.
—Gracias a Dios. Gracias a Dios. Estaba convencido de que había llegado el fin… —Se interrumpió ahogándose de la emoción.
Tom lo ayudó a sentarse. Se sorprendió al ver su aspecto. Tenía la cara y el cuello hinchados de picaduras y mordeduras, y cubiertos de sangre de tanto rascarse. Llevaba ropa indescriptiblemente mugrienta, y el pelo enmarañado y sucio; estaba aún más delgado que de costumbre.
—¿Estás bien? —preguntó Tom.
Vernon asintió.
—Aparte de que me han devorado vivo, estoy bien. Solo asustado. —Se secó la cara con una manga sucia que dejó más mugre que la que quitó y se atragantó con otro sollozo.
Tom miró a su hermano unos momentos. Su estado mental le preocupaba más que el físico. Tan pronto como regresaran al campamento lo enviaría con Pingo de vuelta a la civilización.
—Don Alfonso —dijo Tom—, demos media vuelta y salgamos de aquí.
—Pero el maestro… —dijo Vernon.
Tom se detuvo.
—¿El maestro?
Vernon señaló con la cabeza la canoa.
—Está enfermo.
Tom se inclinó y bajó la mirada. Por un saco de dormir empapado en el suelo de la canoa, casi oculta entre el caos de provisiones y suministros mojados, asomaba la cara hinchada de un hombre de pelo blanco y barba. Estaba totalmente consciente y le sostuvo la mirada con unos ojos azules siniestros, sin decir nada.
—¿Quién es?
—Mi maestro del ashram.
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Hemos venido juntos.
El hombre miraba fijamente a Tom.
—¿Qué le pasa?
—Cogió una fiebre. Dejó de hablar hace dos días.
Tom sacó el botiquín de entre las provisiones y subió a la otra canoa. El maestro seguía con la mirada cada uno de sus movimientos. Tom se inclinó y le puso una mano en la frente. Ardía; tenía por lo menos cuarenta grados. El pulso era débil y rápido. Lo auscultó con un estetoscopio. Los pulmones parecían despejados y el corazón latía con normalidad, aunque muy deprisa. Le inyectó un antibiótico de amplio espectro y un antipalúdico. Sin acceso a ninguna clase de prueba de diagnóstico, eso era todo lo que podía hacer.
—¿Qué clase de fiebre tiene? —preguntó Vernon.
—Es imposible saberlo sin un análisis de sangre.
—¿Va a morir?
—No lo sé. —Tom se cambió al español—. Don Alfonso, ¿tiene alguna idea de qué enfermedad tiene este hombre?
Don Alfonso se subió al bote y se inclinó sobre el hombre. Le dio unos golpecitos en el pecho, le miró a los ojos, le tomó el pulso y le examinó las manos, luego levantó la vista.
—Sí, conozco bien esta enfermedad.
—¿Cuál es?
—Se llama muerte.
—No —dijo Vernon agitado—. No diga eso. No se está muriendo.
Tom lamentó haber pedido a don Alfonso su opinión.
—Lo llevaremos de vuelta al campamento. Chori puede manejar esta canoa y yo manejaré la nuestra. —Tom se volvió hacia Vernon—. Hemos encontrado a un guía muerto allá atrás. ¿Dónde está el otro?
—Un jaguar cayó sobre él de noche y se lo llevó consigo a un árbol. —Vernon se estremeció—. Oímos los gritos y el crujir de huesos. Fue… —Terminó la frase atragantándose—. Tom, sácame de aquí.
—Lo haré —dijo Tom—. Te enviaremos a ti y al maestro de vuelta a Brus con Pingo.
Llegaron de nuevo al campamento poco después de que se hiciera de noche. Vernon montó una de sus tiendas, y trasladaron al maestro de la canoa a ella. Este se negó a probar bocado y permaneció callado, mirándolos fijamente de la forma más inquietante. Tom se preguntó si seguía cuerdo.
Vernon insistió en pasar la noche con él en la tienda. A la mañana siguiente, cuando el sol alcanzaba las copas de los árboles, Vernon los despertó pidiendo a gritos socorro. Tom fue el primero en llegar. El maestro estaba sentado en su saco de dormir, muy agitado. Tenía la cara pálida y seca, y los ojos le brillaban como esquirlas de porcelana azul que se movían frenéticas de acá para allá, sin detenerse en nada. Trataba de asir el aire con las manos.
De pronto habló.
—¡Vernon! —gritó, buscando a tientas—. Oh, Dios mío, ¿dónde estás, Vernon? ¿Dónde estoy?
Con horror Tom comprendió que debía de haberse quedado ciego.
Vernon le cogió la mano y se arrodilló.
—Estoy aquí, maestro. Estamos en la tienda. Vamos a llevarle de nuevo a Estados Unidos. Se va a poner bien.
—¡Qué necio he sido! —exclamó el maestro, torciendo la boca con el esfuerzo de hablar y haciendo salir la saliva disparada.
—Por favor, maestro. No se excite, por favor. Estamos yendo a casa, de nuevo a Big Sur, al ashram…
—¡Lo tenía todo! —bramó el maestro—. Tenía dinero. Tenía adolescentes con las que follar. Tenía una casa junto al mar. Estaba rodeado de gente que me veneraba. Lo tenía todo. —Se le marcaban las venas de la frente. De la boca le caía saliva que le colgaba de la barbilla. Le temblaba todo el cuerpo con tal violencia que Tom creyó oír vibrar los huesos. Los ojos ciegos daban vueltas frenéticos como bolas de una máquina del millón.
—Vamos a llevarle a un hospital, maestro. No hable, todo va a salir bien, ya lo verá…
—¿Y qué hice? ¡Ja! ¡No me bastó! ¡Como un estúpido quise más! ¡Quise cien millones de dólares más! ¡Y mira qué ha sido de mí! —Bramó esas últimas palabras y, una vez las hubo pronunciado, se recostó pesadamente, y el cuerpo al alcanzar el suelo sonó como un pez muerto. Yació allí, con los ojos desmesuradamente abiertos, pero el brillo en ellos desapareció.
Había muerto.
Vernon se quedó mirándolo horrorizado, incapaz de hablar. Tom le rodeó los hombros con el brazo y se dio cuenta de que temblaba. Había sido una muerte desagradable.
Don Alfonso también temblaba con violencia.
—Debemos irnos —dijo—. Ha venido un espíritu maligno para llevarse a ese hombre y él no quería irse.
—Prepare una de las canoas para regresar —dijo Tom a don Alfonso—. Pingo llevará a Vernon de nuevo a Brus mientras nosotros continuamos…, si no tiene usted inconveniente.
Don Alfonso asintió.
—Es mejor así. El pantano no es un lugar para su hermano. —Empezó a gritar órdenes a Chori y a Pingo, que se movieron deprisa, igual de aterrados e impacientes por marcharse.
—No lo entiendo —dijo Vernon—. Era un hombre tan bueno… ¿Cómo ha podido morir así?
A Vernon siempre lo embaucaban los estafadores, pensó Tom tanto financieros como emocionales o espirituales. Pero ese no era el momento para señalárselo.
—A veces creemos conocer a alguien cuando en realidad no lo hacemos —dijo.
—He pasado tres años con él. Le conocía. Debe de haber sido la fiebre. Deliraba, estaba fuera de sí. No sabía lo que decía.
—Enterrémoslo y sigamos.
Vernon se puso a cavar una tumba, y Tom y Sally se unieron a él. Despejaron una pequeña extensión detrás del campamento, cortaron las raíces con el hacha de Chori y cavaron un hoyo. En veinte minutos habían cavado una tumba poco profunda en el barro duro. Arrastraron el cuerpo sin vida del maestro hasta el hoyo, lo tendieron en él y lo cubrieron con una capa de tierra, luego llenaron la tumba de rocas grandes y lisas de la orilla del río. Don Alfonso, Chori y Pingo ya estaban en las canoas, inquietos, esperando para marcharse.
—¿Estás bien? —preguntó Tom, rodeando a su hermano con el brazo.
—He tomado una decisión —dijo Vernon—. No quiero volver. Voy a continuar contigo.
—Todo está arreglado, Vernon.
—¿Qué me espera? Estoy sin blanca y ni siquiera tengo coche. Y volver al ashram está descartado.
—Ya se te ocurrirá algo.
—Ya se me ha ocurrido. Voy con vosotros.
—No estás en condiciones de acompañarnos. Has estado a punto de morir.
—Es algo que debo hacer —dijo Vernon—. Ya estoy bien.
Tom vaciló, preguntándose si Vernon estaba realmente bien.
—Por favor, Tom.
Había tal intensidad en la voz suplicante de Vernon que Tom se sorprendió, y a pesar de sí mismo, se alegró. Sujetó a Vernon por el hombro.
—Está bien, lo haremos juntos, como quería padre.
Don Alfonso aplaudió.
—¿Ya han hablado bastante? ¿Nos vamos?
Tom asintió y don Alfonso dio la orden de ponerse en marcha.
—Ahora que tenemos dos botes —dijo Sally— yo también manejaré la pértiga.
—¿La pértiga? Eso es trabajo de hombre.
—Don Alfonso, es usted un cerdo sexista.
Don Alfonso arrugó la frente.
—¿Cerdo sexista? ¿Qué clase de animal es ese? ¿Acaba de insultarme?
—Ya lo creo —dijo Sally.
Don Alfonso dio un buen impulso a su bote con la pértiga y este se deslizó hacia delante. Sonrió.
—Pues me alegro. Siempre es un honor que te insulte una mujer guapa.
Marcus Aurelius Hauser se examinó la pechera de su camisa blanca y, al ver trepar un pequeño escarabajo por ella, lo arrancó, lo aplastó entre sus oblongos y planos pulgar e índice con un gratificante chasquido y lo arrojó lejos. Se volvió hacia Philip Broadbent. Todo ese aire de superioridad, esa delicada afectación, habían desaparecido. Philip estaba acuclillado, con las manos y los pies sujetos con grilletes, mugriento, cubierto de picaduras y sin afeitar. Era vergonzoso ver cómo ciertas personas eran incapaces de mantener la higiene personal en la selva.
Lanzó un vistazo hacia donde tres de sus soldados sujetaban al guía, Orlando Ocotal. Ocotal le había causado considerables problemas. No habían logrado escapar por los pelos, y Hauser solo lo había impedido con una persecución de lo más tenaz. Habían perdido todo un día. El error fatal de Ocotal había sido suponer que un gringo, un
yanqui,
no sabría seguir su rastro por el pantano. Era evidente que no había oído hablar de un lugar llamado Vietnam.
Mucho mejor. Ahora había salido a la luz. De todos modos ya casi habían cruzado el pantano y Ocotal ya no les era útil. El escarmiento que iba a dar a Ocotal también serviría a Philip.
Hauser inhaló el denso aire de la selva.
—¿Te acuerdas, Philip, de cuando cargamos las barcas? Quisiste saber para qué eran todas esas esposas y cadenas.