El coche de bomberos que desapareció (16 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—¿No sabe usted por qué motivo dejaron de verse? —preguntó Rönn.

—No —contestó ella, volviendo la cara—. En absoluto. Algo ocurrió. Siempre le está ocurriendo algo a Bertil, ¿no es cierto?

Miró fijamente a Rönn, que carraspeó azorado. Quizás había llegado el momento de dar por terminada la conversación.

Rönn se puso en pie y alargó la mano.

—Muchas gracias por su ayuda, señora Lundberg —dijo.

Ella le dio la mano, pero no dijo nada. Rönn sacó su tarjeta y la dejó en la mesa.

—Si sabe usted algo de él, ¿tendrá la amabilidad de llamarme?

Ella continuó silenciosa, pero le acompañó al salir y le abrió la puerta.

—Adiós, entonces —dijo Rönn.

Cuando estuvo a medio camino de la salida, se volvió y la vio de pie, tiesa e inmóvil junto a la puerta, mirándole. Parecía haber envejecido desde que él llegó.

17

La imagen de Bertil Olofsson se había clarificado algo, pero en realidad no lo suficiente. Se sabía que se dedicaba al negocio de coches robados. Los repintaba o bien cambiaba las matrículas antes de venderlos. También se suponía que vendía drogas. Probablemente no era un gran traficante, pero todo hacía pensar que pertenecía a la clase de intermediarios que venden la mercancía para pagarse sus necesidades.

Ninguno de estos descubrimientos era especialmente sensacional. Como Olofsson era un antiguo conocido de la policía, ya se sabía en cierta medida la clase de asuntos en los que estaba metido. Pero lo que Malm hubiera podido revelar debió de ser de una naturaleza mucho más grave, puesto que Olofsson se había visto obligado a correr serios riesgos con el fin de silenciarlo, si en realidad era Olofsson quien había fabricado el ingenioso aparatito que se encontró en el colchón de Malm. Sin embargo, esta sospecha sólo se basaba en una suposición, pero en aquel momento en el cuartel general de la policía nadie dudaba de que la suposición fuera cierta.

Fredrik Melander tuvo mala suerte al principio en sus investigaciones en el mundo del hampa. En primer lugar, ocurrió que uno de sus contactos más seguros, un ex-atracador que se había comportado correctamente durante varios años, había vuelto a las andadas y estaba de nuevo en la cárcel de Härlanda cumpliendo el octavo mes de una sentencia de tres años. Luego descubrió que la cervecería de la zona Sur, frecuentada por el tipo de clientela que podía haber conocido a Malm y a Olofsson, y en la que él tenía buenas relaciones con el dueño, ya no existía porque habían derribado el edificio en el que había estado instalada. El dueño no estaba en Estocolmo y se decía que había abierto una tienda de cigarrillos en Kumla. Después de estos fracasos, Melander estuvo en un café de tercera categoría, también en la zona Sur, a la que solía acudir una pareja de ladrones veteranos que, en sus buenos momentos, quizá pudieran brindarle una información valiosa a cambio de un par de copas. Pero tampoco esta vez la suerte le favoreció. El lugar había cambiado de nombre y un letrero fijado sobre la entrada anunciaba: «Baile esta Noche». En las ventanas habían colocado grandes fotografías en color de la orquesta, un grupo de hombres de pelo negro con instrumentos extraños, casi ocultos por los pliegues de las mangas de sus camisas. Junto a la puerta, en el sitio donde antes solían exponer modestos menús manuscritos, ofreciendo a los clientes verduras y albóndigas y sopa de guisantes, se veía ahora un vistoso menú en español.

Melander entró, se quedó junto a la puerta y miró a su alrededor. El techo era más bajo, las luces más tenues y las mesas, más numerosas, estaban cubiertas con manteles de cuadros. Carteles de corridas de toros y de bailarines de flamenco llenaban las paredes. Era un viernes por la noche y casi la mitad de las mesas estaban ocupadas por gente joven y ruidosa. Nadie se fijó en él y al cabo de un rato vio a una camarera que conocía. Iba vestida como si estuviera en un baile de máscaras y hubiera dudado entre disfrazarse de aldeana de Dalarna o de Carmen.

Melander le hizo señas para que se acercase y le preguntó si sabía dónde solían ir ahora los antiguos clientes. Lo sabía y mencionó el nombre de un lugar un poco más arriba en la misma calle. Melander le dio las gracias y se fue.

Esta vez tuvo más suerte. Sentada en un banco adosado a la pared del fondo, vio una figura conocida, sorbiendo tristemente una bebida. Era una de las personas a las que Melander había confiado encontrar. Este hombre había sido en otros tiempos un hábil falsificador, pero su avanzada edad y el alcohol le habían obligado a abandonar esta intermitente pero provechosa ocupación. Tenía también en su haber una breve carrera, no muy brillante, de ladrón. Ahora apenas podía escamotear un par de medias en Woolworth's sin que le vieran. Le llamaban Curly a causa de su rizada cabellera pelirroja, que solía llevar larga y ondulada mucho antes de que eso estuviera de moda, aunque su aspecto poco corriente facilitaba su identificación y había servido en ocasiones para descubrirle más fácilmente.

Melander se sentó frente a Curly, que al instante se animó ante la perspectiva de una invitación a beber.

—Bueno, Curly, ¿cómo te van las cosas? —preguntó Melander.

Curly removió las últimas gotas de su vaso y se las bebió de un trago.

—No muy bien —contestó—. Apenas puedo comer y no tengo dónde caerme muerto. Estoy pensando en buscar un trabajo.

Melander sabía que Curly no había hecho en su vida un solo trabajo decente y escuchó sus palabras sin inmutarse.

—¡Ah! ¿De modo que no tienes dónde vivir? —le dijo.

—Bue...no. Estuve en Högalid una temporada el invierno pasado, pero es un sitio infernal —una camarera se asomó a la puerta de la cocina y Curly dijo en el acto—: Y mi sed también es infernal.

Melander hizo señas a la camarera.

—Si va a pagar, quizá pueda permitirme el lujo de pedir algo mejor —dijo Curly, y pidió un vaso grande de ginebra con agua tónica.

Melander pidió el menú y, cuando la camarera se fue, preguntó a Curly:

—Entonces, ¿qué acostumbras a beber?

—Un simple aguardiente con azúcar. No es exactamente néctar, pero uno tiene que tener en cuenta su situación financiera.

Melander asintió. En esto estaba totalmente de acuerdo. Pero esta vez pagaba el Estado, aun cuando fuera de un modo algo irregular. Pidió lomo de cerdo y puré de zanahorias para los dos, a pesar de las protestas de Curly. Cuando les trajeron la comida, Curly había acabado ya su bebida y Melander, generosamente, encargó lo mismo otra vez. Y como temía que Curly no tardaría mucho en estar demasiado bebido para comunicarse con él, se apresuró a revelar el verdadero motivo de su visita.

Curly paladeó el nombre y la bebida. Luego dijo:

—Bertil Olofsson. ¿Qué aspecto tiene?

Melander nunca lo había conocido personalmente, pero había visto fotografías de Olofsson y podía describirlo. Curly se pasó la mano, pensativo, por su famosa cabellera.

—Ya, ya —murmuró—. Sí, ya sé. Traficante, ¿eh? Coches y un poco de esto y de lo otro, ¿eh? ¿Qué quiere saber?

Melander apartó el plato y empezó a preparar la pipa.

—Todo lo que sepas de él —dijo—. Por ejemplo, ¿sabes dónde está?

Curly meneó la cabeza.

—No, no lo he visto hace bastante tiempo. Pero claro, no nos movemos exactamente en los mismos círculos. El está a veces en sitios donde yo no voy nunca, ¿sabe? Por ejemplo, hay una especie de club unas calles más abajo, donde creo que él solía ir. La mayoría de los clientes eran gente joven. Ese Olofsson debía de ser mayor que ellos.

—¿A qué otras cosas se dedica, además de drogas y coches?

—No lo sé —confesó Curly—. Sólo a eso, creo. Pero he oído que trabajaba para alguien, aunque no sé para quién. Olofsson no ha sido nunca un tipo importante, pero hace cosa de un año pareció que de pronto la suerte le sonreía. Creo que trabaja para alguien que tiene asuntos gordos, ¿entiende? Eso es lo que se dice, pero nadie sabe nada seguro.

Curly empezaba a farfullar un poco. Melander le preguntó si conocía a Malm.

—Sólo le vi una o dos veces en Uven —dijo Curly—. He oído decir que estaba en esa casa que se incendió. Era sólo un ladronzuelo y a horas perdidas. No valía la pena preocuparse de él. De todas maneras, ya está muerto, el pobre.

Antes de irse, Melander después de un momento de duda, dejó en la mano de Curly dos billetes de diez coronas, y le dijo:

—Si oyes algo más, llámanos. Podrías hacer algunas indagaciones discretas, ¿no crees?

Al llegar a la puerta, se volvió y vio a Curly haciendo señas a la camarera.

Melander encontró el club que Curly había mencionado. Cuando vio a los jóvenes asiduos agruparse junto a la entrada, se dio cuenta de que iba a encajar en aquel ambiente lo mismo que un avestruz en un gallinero, de modo que siguió adelante, camino de su casa.

Tan pronto como llegó, telefoneó a Martin Beck para preguntarle si creía oportuno encargarle a Skacke la inspección del club nocturno.

Benny Skacke estaba encantado. Tan pronto como Martin Beck colgó el aparato, Skacke telefoneó a su novia y le dijo que, a causa de una importante misión, no podría ir a verla por la noche. Le explicó en un lenguaje velado que se trataba de atrapar a un peligroso asesino. Pero la chica no pareció impresionarse demasiado. Por el contrario, le contestó en un tono más bien desabrido.

Skacke dedicó la mayor parte del día a cumplir el programa que se había propuesto realizar todos los viernes. En primer lugar, practicó durante media hora en la barra horizontal, luego se fue a los baños de Akeshov, tomó un baño de vapor y nadó más de cien metros. Cuando llegó a su casa se sentó a su mesa de trabajo y estuvo estudiando leyes durante dos horas.

Ya avanzada la tarde, empezó a pensar cómo debería vestirse para que su aspecto fuera lo más distinto posible al de un policía. Quería parecer un playboy. Habitualmente vestía de manera convencional y no podía, por ejemplo, imaginarse ir al trabajo sin corbata. Como no solía frecuentar los bares y muy raramente iba a un restaurante o a un club nocturno, no estaba muy seguro de cómo vestía la gente que frecuentaba estos sitios. Sin embargo, intuía vagamente que los trajes normales prêt-à-porter que guardaba en su guardarropa no eran los más apropiados para un playboy. Por último, decidió ir a casa de sus padres en Kungsholm y cogió un traje de su hermano menor. Su madre había preparado hamburguesas y aprovechó la ocasión para comer allí también. En la mesa, como ejemplos de su peligrosa vida de detective, explicó varias historias completamente falsas a sus asombrados y orgullosos padres, y para redondearlo acabó atribuyéndose algunas de las cosas que había oído acerca de Gunvald Larsson.

Cuando regresó a Abrahamsberg, se puso en seguida él traje. Se sentía raro, pero cuando se miró al espejo, quedó muy satisfecho. Estaba convencido de que en todo el cuerpo de policía nadie poseía un modelo como el suyo.

La chaqueta era larga y extremadamente ceñida en la cintura, con bolsillos sesgados y un cuello alto que le subía muy arriba por la nuca. Los pantalones, muy apretados, se abrochaban justo debajo del ombligo y se ceñían en los muslos para ensancharse en forma de cono por debajo de las rodillas, lo que hacía que al andar le golpeasen las espinillas de modo bastante desagradable. El traje era de pana azul brillante y combinaba con una camisa de color naranja de cuello alto.

Benny Skacke se sintió disfrazado e irreconocible, cuando poco después de las diez hizo su entrada en el club. Este estaba instalado en el sótano y, antes de que le empujaran escaleras abajo, tuvo que pagar las treinta y cinco coronas como socio del club.

El club consistía en dos grandes habitaciones y otra más pequeña. El aire, allá abajo, era denso, a causa del humo del tabaco y del olor a sudor humano.

En una de las habitaciones más grandes, la gente bailaba al compás desenfrenado de un conjunto pop, mientras otros estaban sentados bebiendo cerveza y hablando a voz en grito. En la habitación más pequeña reinaba un relativo silencio. Parecía reservada a los que preferían sentarse a una mesa, comer algo, beber vino y cogerse de las manos a la romántica luz de unas velas temblorosas. Skacke pensó que aquellas personas estaban silenciosas a causa probablemente de las velas, pues, debido a la falta de oxígeno, debían de estar a punto de asfixiarse. Se abrió camino hacia el bar y por fin pudo conseguir una jarra de cerveza; mientras la sostenía en la mano, dio una vuelta por la sala, observando a la clientela. Muchas de las chicas no parecían tener más de catorce años; había también por lo menos cinco caballeros que con toda seguridad sobrepasaban la cincuentena, pero la edad predominante parecía ser la de veinticinco a treinta años.

Skacke decidió escuchar lo que la gente decía antes de entablar una conversación por su cuenta. Se acercó discretamente a un grupo de cuatro hombres, de unos treinta años, que estaban reunidos en un rincón. Por la expresión de sus caras, el tema de conversación parecía ser serio. Fruncían el ceño, sorbían pensativamente la cerveza y se escuchaban con atención, interrumpiéndose unos a otros con ademanes impacientes. Skacke no pudo oír nada de lo que decían hasta que se acercó más a ellos.

—No estoy seguro de que esa chica posea la suficiente libido —decía uno de ellos—. Y por lo tanto yo pensaría en Rita.

—Creo que es mejor la Bebban —dijo otro—, porque en el número que tiene que hacer actúa ella sola.

Los otros dos asintieron con un murmullo.

—De acuerdo —dijo el primero—. Nos decidimos por la Bebban y así tendremos tres. Vamos a ver si la encontramos.

Los cuatro caballeros desaparecieron entre los bailarines.

Skacke se quedó donde estaba y se preguntó qué sería la libido. Tendría que averiguarlo cuando llegara a su casa.

El gentío alrededor del bar había disminuido y Skacke consiguió aproximarse al mostrador. Cuando el barman se acercó, pidió una cerveza y dijo de paso:

—¿Ha visto a Berra Olofsson en algún sitio?

El hombre se limpió las manos en su delantal rayado y meneó la cabeza.

—No, hace ya varias semanas que no le veo —contestó.

—¿No está aquí alguno de sus amigos?

—No lo sé. Sí, he visto a Olle hace un momento.

—¿Dónde está ahora?

El barman recorrió con los ojos todo aquel gentío. Señaló hacia un punto, situado en diagonal detrás de Skacke.

—Ahí está.

Skacke se volvió y vio por lo menos a quince personas que podían ser Olle.

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