El club Dante (33 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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Longfellow parecía saber lo que inquietaba a Lowell.

—En tiempos de Washington —dijo— fundieron los tubos de los órganos de las iglesias para fabricar balas, querido Lowell. No tenían elección. Ahora, Lowell, Holmes, ¿quieren acompañarme abajo, a la bodega, mientras Fields va a ver cómo sigue el trabajo en la cocina? —preguntó mientras tomaba una bujía de la mesa.

—¡Ah, los verdaderos cimientos de toda casa! —comentó Lowell levantándose de la butaca de un salto—. ¿Dispone usted de una buena cosecha, Longfellow?

—Ya conoce usted mi método práctico, señor Lowell:

Cuando invites a un amigo a cenar

dale tu mejor vino.

Cuando invites a dos,

bastará el segundo mejor.

Los presentes emitieron un repiqueteo de carcajadas, aumentadas con una sensación de alivio.

—¡Pero tenemos a cuatro sedientos a los que satisfacer! —objetó Holmes.

—Entonces no esperemos mucho, mi querido doctor —le aconsejó Longfellow.

Holmes y Lowell lo siguieron a la bodega, iluminándose con el fulgor plateado de la bujía. Lowell recurrió a las risas y a la conversación para distraerse del punzante dolor que irradiaba en su pierna, golpeándolo y trasladándose hacia arriba desde el disco rojo que le cubría el tobillo.

Phineas Jennison, con chaqueta blanca, chaleco amarillo y un obstinado sombrero blanco de ala ancha, bajó las escaleras de su mansión de Back Bay. Caminaba y silbaba. Daba vueltas a su bastón de paseo, con adornos de oro, y se reía de buena gana, como si acabara de oír un bonito chiste en su cabeza. Phineas Jennison se reía a menudo para sí de esa manera, mientras paseaba todas las noches por Boston, la ciudad que había conquistado. Le quedaba un mundo que conseguir, un mundo donde el dinero tenía graves limitaciones, donde la sangre determinaba gran parte de la posición de uno, y esta conquista debía realizarla, pese a los recientes impedimentos.

Desde el otro lado de la calle era observado, observado paso a paso desde el momento en que dejó atrás su mansión. La siguiente sombra que necesitaba castigo. Mira cómo camina, silba y ríe, como el que no sabe lo que es el error y no ha conocido ninguno. Paso a paso. La vergüenza de una ciudad que ya no podía dirigir el curso de su futuro. Una ciudad que había perdido su alma. El que sacrificó al único que pudo reunificarlos a todos. El observador lo llamó.

Jennison se detuvo, frotándose su famosa barbilla con hoyuelo. Miró de través en la noche.

—¿Alguien dice mi nombre?

Sin respuesta.

Jennison cruzó la calle, miró adelante y reconoció vagamente a la persona que permanecía en pie, inmóvil, junto a la iglesia. Se sintió tranquilo.

—Ah, es usted. Lo recuerdo. ¿Qué deseaba?

Jennison notó que el hombre hacía un quiebro y se le colocaba detrás. Luego, algo perforó la espalda del príncipe de los comerciantes.

—Tome mi dinero, señor, ¡tómelo todo! ¡Por favor! ¡Puede cogerlo y seguir su camino! ¿Cuánto quiere? ¡Dígalo! ¿Qué me dice?

—«A través de mí el camino discurre entre las gentes perdidas. A través de mí».

Lo último que esperaba encontrar J. T. Fields cuando, a la mañana siguiente, se apeó de su carruaje, era un cadáver.

—Aquí mismo —le dijo Fields a su cochero.

Fields y Lowell bajaron y caminaron por la acera en dirección a Wade e Hijo.

—Aquí es donde entró Bachi antes de dirigirse a toda prisa al puerto —dijo Fields mostrándole el lugar a Lowell.

No habían encontrado ninguna mención de la tienda en las guías de la ciudad.

—Que me cuelguen si Bachi no vino aquí por algo turbio —dijo Lowell.

Llamaron con los nudillos tranquilamente, sin que hubiera respuesta. Al cabo de un rato, la puerta osciló, se abrió y salió un hombre con una larga guerrera azul con botones brillantes que no les prestó la menor atención. Llevaba una caja rebosante de objetos diversos.

—Usted perdone —dijo Fields.

Otros dos policías se aproximaban ahora y abrieron de par en par las puertas de Wade e Hijo, empujando dentro a Lowell y Fields. En el interior había un hombre muy anciano, de barbilla afilada, derrumbado sobre el mostrador, todavía con la pluma en la mano, como si se hubiera quedado a mitad de una frase. Las paredes y las estanterías estaban desnudas. Lowell se internó más. El poeta fijó la vista fascinado porque el hombre parecía estar vivo.

Fields corrió a su lado y lo cogió del brazo para conducirlo a la puerta.

—¡Está muerto, Lowell!

—Tan muerto como uno de los cuerpos que Holmes maneja en la facultad de Medicina —precisó Lowell, mostrándose de acuerdo—. Me temo que a nuestro dantista no le corresponde cometer un asesinato tan prosaico.

—¡Venga, Lowell! —A Fields le invadió el pánico ante el creciente número de policías afanándose en estudiar el local, sin percatarse todavía de la presencia de los dos intrusos.

—Fields, hay una maleta junto a él. Estaba preparándose para huir, exactamente igual que Bachi. —Miró de nuevo la pluma en la mano del muerto—. Estaba tratando de dejar listos sus asuntos pendientes, creo.

—¡Por favor, Lowell! —exclamó Fields.

—Muy bien, Fields. —Pero Lowell dio un rodeo en dirección al cadáver, se detuvo ante la bandeja del correo sobre el escritorio y deslizó en su bolsillo el sobre de encima—. Venga aquí.

Lowell echó un vistazo a la puerta. Fields avanzó apresuradamente, pero se detuvo para mirar atrás cuando no advirtió la presencia de Lowell tras él. Lowell se había parado en medio del local con una temerosa y doliente expresión en el rostro.

—¿Qué le pasa, Lowell?

—La herida del tobillo.

Cuando Fields se volvió de nuevo hacia la puerta, un policía estaba aguardando allí con expresión de curiosidad.

—Acabábamos de venir en busca de un amigo nuestro, señor agente, al que vimos entrar en esta tienda ayer.

Después de oír su historia, el policía decidió tomar nota en su libreta.

—¿Cómo dice que se llamaba ese amigo, el italiano?

—Bachi. B–a–c–h–i.

Cuando a Lowell y a Fields se les permitió retirarse, llegaron el detective Henshaw y otros dos hombres de la oficina de detectives con el forense, el señor Barnicoat, y despidieron a la mayor parte de los policías.

—Que lo entierren en el cementerio de los pobres con el resto de la inmundicia —dijo Henshaw cuando vio el cuerpo—. Ichabod Ross. No quiero perder más tiempo; aún no he desayunado.

Fields se demoró hasta que Henshaw se encontró con sus ojos, que echaban fuego.

El periódico de la tarde contenía una breve reseña sobre el asesinato de Ichabod Ross, un pequeño comerciante, durante un robo.

El sobre que Lowell había escamoteado llevaba el membrete
RELOJES VANE
. Se trataba de una casa de empeños situada en una de las calles más indeseables del este de Boston.

Cuando a la mañana siguiente Lowell y Fields entraron en la tienda, desprovista de escaparates, se encontraron frente a un hombre corpulento, que pesaría unos ciento cuarenta kilos, con una cara tan encarnada como el tomate más maduro, y una barba verdosa brotándole de la barbilla. Un enorme surtido de llaves colgaba de una cuerda en torno a su cuello y tintineaba cada vez que se movía.

—¿Señor Vane?

—El mismo —replicó, pero su sonrisa se congeló cuando miró a sus interlocutores de arriba abajo y vio cómo vestían—. ¡Ya les he dicho a esos detectives de Nueva York que yo no pasé aquellos billetes falsos!

—Nosotros no somos detectives —dijo Lowell—. Creemos que esto le pertenece. —Colocó el sobre encima del mostrador—. Es de Ichabod Ross.

Desplegó una enorme sonrisa.

—¡Vaya, el pobre! Aunque al viejo lo han apiolado sin haber arreglado cuentas conmigo.

—Señor Vane, lamentamos la pérdida de su amigo. ¿Por qué cree usted que alguien desearía acabar así con el señor Ross? —preguntó Fields.

—Oh, investigadores curiosos, ¿eh? Bien, no se han equivocado al llamar a mi puerta. ¿Cuánto me van a pagar?

—Lo que le debiera el señor Ross —contestó Fields.

—¡Eso es lo que me corresponde legítimamente! —admitió Vane—. No me lo negarán.

—Todo hay que hacerlo por dinero, ¿verdad? —objetó Lowell.

—Lowell, por favor —murmuró Fields.

La sonrisa de Vane se congeló otra vez mientras miraba de frente. Sus ojos se abrieron hasta duplicar su tamaño.

—¿Lowell? ¡Lowell, el poeta!

—Bueno, sí… —admitió Lowell, un tanto desconcertado.

—¿Y qué hay tan raro como un día de junio? —recitó el hombre, que hizo una pausa para reírse y continuó:

¿Y qué hay tan raro como un día de junio?

Entonces, como siempre, llegan días perfectos;

entonces el cielo tienta la tierra por si está en sazón,

y sobre ella reclina suavemente su cálido oído;

si miramos o escuchamos,

percibimos el murmullo de la vida o lo vemos resplandecer.

—La palabra correcta en el cuarto verso es
blandamente
—le corrigió Lowell con cierta indignación—. Reclina blandamente su cálido oído, ¿sabe?

—¡Que no me digan que no hay un gran poeta norteamericano! ¡Oh, Dios, si hasta tengo su casa! —anunció Vane, sacando de debajo de su mostrador un ejemplar encuadernado en cuero de
Los hogares de nuestros poetas y los lugares que frecuentan
, y lo hojeó hasta llegar al capítulo sobre Elmwood—. Oh, incluso guardo su autógrafo en mi colección. Junto con Longfellow, Emerson y Whittier, usted es mi favorito. También está aquí ese bribón de Oliver Holmes, que sería mejor aún si no se dedicara a tantas cosas distintas.

El hombre, que se había sonrojado, adquiriendo un tono bardolfiano
[6]
a causa de la emoción, abrió un cajón con una de las llaves que llevaba colgando y extrajo una tira de papel en la que figuraba el nombre de James Russell Lowell.

—Pero ¡si ésta no es mi firma, ni mucho menos! —dijo Lowell—. ¡Quienquiera que escribiese esto no sabía poner la pluma en el papel! Le pido, señor, que se deshaga en seguida de los autógrafos fraudulentos de todos los autores que conserve en su poder, o tendrá noticias hoy mismo del señor Hillard, mi abogado.

—¡Lowell! —le reclamó Fields empujándolo para apartarlo del mostrador.

—¡Qué bien dormiré esta noche sabiendo que tan distinguido ciudadano tiene ilustraciones suficientes en ese libro como para localizar mi casa! —exclamó Lowell.

—¡Necesitamos la ayuda de este hombre!

—Sí —admitió Lowell, acomodándose la chaqueta—. En la iglesia, con los santos; en la taberna, con los pecadores.

—Por favor, señor Vane —dijo Fields volviéndose hacia el propietario y abriendo su cartera—. Deseamos saber acerca del señor Ross y luego lo dejaremos tranquilo. ¿Cuánto aceptaría usted por transmitirnos sus conocimientos?

—¡No lo haría ni por un centavo! —replicó Vane riéndose de buena gana, y con unos ojos que parecían retroceder muy lejos en su cerebro—. ¿Es que todo hay que hacerlo por dinero?

Vane propuso cuarenta autógrafos de Lowell como pago. Fields levantó una ceja en señal de advertencia dirigida a Lowell, que accedió de mala gana. Lowell se puso a firmar en las dos columnas de una libreta.

—Un artículo de primera calidad —declaró Vane con gesto de aprobación, viendo lo escrito por Lowell.

Vane le dijo a Fields que Ross, antiguo impresor de un periódico, cambió esa actividad por la de imprimir moneda falsa. Ross cometió la equivocación de pasar ese dinero a un círculo de jugadores que utilizaba los billetes falsos para engañar en los garitos de la ciudad, y que recurrió a algunas casas de empeños como involuntarios peristas de artículos adquiridos con el dinero conseguido en esa operación (la palabra
involuntarios
fue pronunciada con un acentuado movimiento de la boca del caballero, con la lengua tocándole los labios superior e inferior, alcanzando casi la nariz). Sólo era cuestión de tiempo que estos planes lo alcanzaran a él.

De nuevo en el Corner, Fields y Lowell repitieron todo eso a Longfellow y Holmes.

—Supongo que podemos adivinar lo que Bachi llevaba en la bolsa cuando abandonó la tienda de Ross —dijo Fields—. Una bolsa con billetes falsos como una especie de arreglo a la desesperada. Pero ¿cómo se mezclaría él en un asunto de falsificación?

—Si no puedes ganar dinero, supongo que puedes
hacerlo
—dijo Holmes.

—Fuese lo que fuese lo que llevara —concluyó Longfellow—, parece que el
signor
Bachi pudo marcharse a tiempo.

El miércoles por la noche, Longfellow dio la bienvenida a sus huéspedes en la puerta de la casa Craigie, a la vieja usanza. A medida que entraban, recibían una segunda bienvenida en forma de gañido de
Trap
. George Washington Greene confesó lo mucho que había mejorado su salud después de recibir el aviso de la reunión, y que esperaba que ahora se reanudara la regularidad prevista. Estaba tan diligentemente preparado como siempre para los cantos que se le habían asignado.

Longfellow dio por comenzada la reunión y los eruditos ocuparon sus asientos. El anfitrión hizo circular el canto de Dante en italiano y las correspondientes pruebas de su traducción al inglés.
Trap
observaba cómo se desarrollaba la sesión con agudo interés. Satisfecho por el orden en la acostumbrada distribución de los asientos y por la comodidad de su dueño, el centinela canino se instaló en el hueco bajo el aparatoso sillón de Greene.
Trap
sabía que el anciano sentía especial afecto por él, que se manifestaba en forma de comida de la cena, y además el sillón de terciopelo de Greene estaba en el lugar más próximo al intenso calor que difundía la chimenea del estudio.

«Ahí detrás hay un diablo que nos engalana».

Después de despedirse de la comisaría central, Nicholas Rey se esforzó para no quedarse dormido en el tranvía. Sólo ahora sintió lo poco que había descansado todas las noches, aunque prácticamente había estado encadenado a su escritorio por orden del alcalde Lincoln, con poco quehacer para llenar el día. Kurtz había encontrado un nuevo conductor, un agente novato de Watertown. En el breve sueño de Rey en medio de los bruscos movimientos del coche, se le aproximó un hombre de aspecto bestial y le susurró: «No puedo morir mientras esté aquí», pero, aun soñando, Rey sabía que
aquí
no era una pieza del rompecabezas que le quedó por resolver en el asunto de la muerte de Elisha Talbot. «
No puedo morir mientras esté
…» Lo despertaron dos hombres, colgados de los agarraderos, que discutían sobre las ventajas del sufragio femenino, y luego, aún soñoliento, llegó a una conclusión; alcanzó a comprender que la figura bestial de su sueño tenía el rostro del mendigo, aunque amplificado tres o cuatro veces su tamaño. La campanilla no tardó en tintinear, y el cobrador gritó: «¡Monte Auburn! ¡Monte Auburn!».

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