—¿Dónde se habrá metido Houghton? —preguntó Fields cuando partía su carruaje—. Más le vale no olvidarse de nuestro almuerzo.
—Quizá lo hayan retenido en Riverside. Señora…
Longfellow se quitó el sombrero al paso por la acera de una mujer corpulenta, la cual le devolvió una sonrisa tímida. Siempre que Longfellow se dirigía a una mujer, aunque fuera brevemente, era como si le ofreciera un ramo de flores.
—¿Quién era ésa? —preguntó Fields frunciendo el ceño.
—Ésa —respondió Longfellow— es la señora que nos sirvió una cena en Copeland's hace dos inviernos.
—Ah, bien, sí… De todos modos, si lo han retenido en Riverside, mejor sería que la causa fuera el trabajo con las páginas del
Inferno
que hemos de enviar a Florencia.
—Fields —dijo Longfellow apretando los labios.
—Lo siento, Longfellow —se excusó Fields—. La próxima vez que la vea le prometo que me quitaré el sombrero.
Longfellow sacudió la cabeza.
—No, no es eso. Mire allí.
Fields siguió la mirada de Longfellow, que se dirigía a un hombre extrañamente encorvado que llevaba una bolsa de hule brillante, y que caminaba con paso excesivamente vivo por la acera opuesta.
—Es Bachi.
—¿Y ése fue alguna vez profesor de Harvard? —replicó el editor—. Está tan encarnado como una puesta de sol en otoño.
Observaron el paso del profesor italiano, cada vez más rápido hasta convertirse en un trote que concluyó con un salto brusco frente a la fachada de una tienda, en una esquina. La tienda tenía una techumbre baja de tejas y un letrero ostentoso en el escaparate en el que se leía
WADE E HIJO Y CÍA
.
—¿Conoce usted esa tienda? —preguntó Longfellow.
Fields no la conocía.
—Parece tener mucha prisa, ¿verdad?
—Al señor Houghton no le importará aguardar unos momentos —dijo Longfellow tomando a Fields por el brazo—. Venga, podemos enterarnos de algo si lo cogemos por sorpresa.
Cuando echaron a andar hacia la esquina para cruzar la calle, vieron a George Washington Greene que salía con muchas precauciones de la farmacia Metcalf's llevando un cargamento. El hombre de las muchas enfermedades se ofrecía nuevas medicinas como otros se ofrecen helados. Los amigos de Longfellow a menudo se lamentaban de que las pociones de Metcalf's contra la neuralgia, la disentería y demás —vendidas con una imagen de marca que representaba la figura de un sabio con una nariz exagerada— contribuían en gran manera a los accesos de Rip Van Winkle
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durante sus sesiones de traducción.
—¡Santo Dios, si es Greene! —le dijo Longfellow a su editor—. Es imperativo, Fields, que evitemos que hable con Bachi.
—¿Por qué? —preguntó Fields.
Pero la proximidad de Greene impidió seguir hablando.
—¡Mis queridos Fields y Longfellow! ¿Qué los trae hoy por aquí, caballeros?
—Mi querido amigo —dijo Longfellow, mirando ansiosamente la puerta, bajo la sombra de un dosel, de Wade e Hijo, al otro lado de la calle, aguardando a que Bachi diera señales de vida—. Veníamos a almorzar en la casa Revere. Pero ¿no debía usted estar en Greenwich este día de la semana?
Greene asintió y suspiró al mismo tiempo.
—Shelly quiere que permanezca bajo sus cuidados hasta que mi salud mejore. ¡Pero no puedo estar todo el día en cama, aunque el doctor insista! El dolor nunca mata a nadie, pero es el compañero de cama más molesto. —Entró en minuciosos detalles sobre sus síntomas más recientes. Longfellow y Fields fijaban sus ojos en el otro lado de la calle mientras Greene seguía con su cháchara—. Pero yo no debería aburrir a todo el mundo con cantilenas sobre mis males. No me quejaría si no me sintiera frustrado por perderme otra sesión de Dante, ¡y desde hace semanas no me han dicho una palabra al respecto! He empezado a preocuparme por si el proyecto se abandonaba. Por favor, dígame, querido Longfellow, que ése no es el caso.
—Tan sólo hemos hecho una breve pausa —dijo Longfellow, estirando el cuello para mirar al otro lado de la calle, donde a Bachi se le podía ver a través del escaparate. Estaba gesticulando enérgicamente.
—No tardaremos en reanudar las sesiones. Sin duda —añadió Fields. Un carruaje dobló la esquina de enfrente, privando de la visión del escaparate y de Bachi—. Lo siento, pero debemos irnos, señor Greene —se apresuró a decir Fields, dándole en el codo a Longfellow y tirando de él.
—¡Pero están ustedes confundidos, caballeros! ¡Han sobrepasado la casa Revere, que está en dirección opuesta! —dijo Greene riendo.
—Sí, bien…
Fields buscó una excusa verosímil mientras aguardaban a que un par de coches que se acercaban atravesaran el transitado cruce.
—Greene —interrumpió Longfellow—. Debemos hacer primero una breve parada. Por favor, vaya usted al restaurante y almuerce con nosotros y con el señor Houghton.
—Me temo que mi hija se pondría hecha una furia si no regreso —respondió Greene, preocupado—. ¡Oh, miren quién viene! —Greene dio un paso atrás, se tambaleó y quedó fuera de la estrecha acera—. ¡El señor Houghton!
—Mis más sentidas disculpas, caballeros. —Un hombre desgarbado, vestido de negro como un empresario de pompas fúnebres, apareció junto a ellos y bajó su brazo, insólitamente largo, para estrechar la primera mano, que resultó ser la de George Washington Greene—. Estaba a punto de entrar en la casa Revere cuando los vi a ustedes tres con el rabillo del ojo. Espero que su espera no haya sido prolongada. Mi querido señor Greene, ¿se une usted a nosotros? ¿Y cómo sigue usted, mi buen amigo?
—Muy mal alimentado —respondió Greene, revistiéndose de nuevo de sus padecimientos—. La mía era una vida en la que las reuniones de Dante los miércoles por la noche eran el primer y último sustento.
Longfellow y Fields alternaban su vigilancia con vistazos de quince segundos. La entrada de Wade e Hijo seguía bloqueada por el carruaje intruso, cuyo cochero permanecía sentado pacientemente, como si su misión primordial fuera obstruir la visión de los señores Longfellow y Fields.
—¿Ha dicho usted eran? —le preguntó Houghton a Greene, sorprendido—. Fields, ¿tiene eso algo que ver con el doctor Manning? Pero ¿qué hay de la celebración en Florencia y de la tirada especial del primer volumen? Debo saber si las fechas de publicación se han retrasado, ¡no puedo ir a ciegas!
—Desde luego que no, Houghton —dijo Fields—. Precisamente hemos aflojado las riendas un poco.
—¿Y en qué puede ayudar, pregunto, un hombre habituado al placer de ese trocito semanal de paraíso? —se lamentó dramáticamente Greene.
—No lo sé —respondió Houghton—. Pero me preocupa imprimir ese libro, tal como se han puesto los precios… ¿Puedo preguntar si su Dante superará cualquier obstáculo que Manning y Harvard se propongan interponer en su camino?
Las manos de Greene se agitaron conforme las levantaba en el aire.
—Si fuera posible resumir una idea precisa de Dante en una sola palabra, señor Houghton, esa palabra sería fuerza. El paisaje de su mundo acaba por asentarse en la memoria de uno junto a su mundo real. Incluso los sonidos que se ha demorado en describir al oído del lector como ásperos, fuertes o suaves, al instante vuelven a usted siempre que oye el rumor del mar o el aullido del viento o el canto de los pájaros.
Bachi salió de la tienda, y ahora pudieron verlo examinando el contenido de su bolsa, con aspecto de gran emoción.
Greene se detuvo.
—¿Fields? Pero ¿qué ocurre? Parece usted esperar que ocurra algo al otro lado de la calle.
Longfellow hizo una seña a Fields, un golpecito con la muñeca, para que entretuviera a su interlocutor. Como compañeros en una situación crítica que de algún modo consiguen comunicar una compleja estrategia con el mínimo gesto. Fields ejecutó una maniobra de distracción para su amigo, pasando su brazo flojamente sobre sus hombros.
—Ya ve, Greene, ha habido varios cambios en el campo de la edición después de la guerra…
Longfellow empujó a un lado a Houghton y le dijo con un hilo de voz:
—Me temo que tendremos que posponer nuestro almuerzo para otra ocasión. Dentro de diez minutos sale un tranvía hacia Back Bay. Le ruego que acompañe hasta allí al señor Greene. Acomódelo y no se vaya hasta que salga el tranvía. Asegúrese de que no se apea.
Longfellow habló levantando ligeramente las cejas para que el otro comprendiera bien su urgencia.
Houghton respondió con un gesto militar, sin pedir mayores explicaciones. ¿Le había pedido alguna vez Henry Longfellow un favor personal o a alguien a quien él conociera? El dueño de Riverside Press deslizó su brazo bajo el de Greene.
—Señor Greene, ¿me permite que lo acompañe al tranvía? Creo que el próximo está a punto de salir y no le conviene esperar mucho rato con este frío de noviembre.
Con apresuradas despedidas, Longfellow y Fields esperaron a que dos grandes ómnibus pasaran atronando calle abajo, tocando las campanillas para avisar. Los dos poetas cruzaron la calle sólo para darse cuenta a la vez de que el profesor italiano ya no estaba en la esquina. Miraron una manzana por delante y otra por detrás, pero no lo vieron en ninguna parte.
—¿Dónde demonios…? —preguntó Fields.
Longfellow señaló y Fields miró a tiempo para ver a Bachi cómodamente sentado en el asiento trasero del mismo carruaje que había estado obstruyendo su vigilancia. El ruido de los cascos de los caballos se alejaba, al parecer sin compartir la impaciencia del pasajero.
—¡Y no hay un coche de punto a la vista! —se lamentó Longfellow.
—Podemos atraparlo —dijo Fields—. La caballeriza del cochero Pike está a pocas manzanas de aquí. El bribón pide un cuarto de dólar por un asiento en su carruaje, y medio dólar cuando se considera particularmente extorsionado. Nadie en la manzana puede sufrirlo salvo Holmes, y él no soporta a nadie excepto al doctor.
Fields y Longfellow, caminando con rapidez, encontraron a Pike no en su caballeriza, sino tercamente estacionado frente a la mansión de ladrillos del 21 de la calle Charles. El dúo solicitó los servicios de Pike, y Fields sacó dinero a puñados.
—No puedo servirles, caballeros, ni por todo el dinero de esta comunidad —dijo Pike en tono áspero—. Me he comprometido a transportar al doctor Holmes.
—Escúchenos atentamente, Pike —y Fields exageró el tono de mando que de forma natural tenía su voz—. Somos colaboradores muy estrechos del doctor Holmes. Él le diría que nos cogiera.
—¿Son ustedes amigos del doctor? —preguntó Pike.
—¡Sí! —exclamó Fields, aliviado.
—Entonces, como amigos suyos, no es probable que quieran quitarle el coche. Yo estoy comprometido con el doctor Holmes —repitió Pike amablemente, y se sentó de nuevo para sacar punta con los dientes a lo que quedaba de un palillo de marfil.
—¡Bien! —exclamó Oliver Wendell Holmes, contoneándose en el escalón de acceso a su casa, sosteniendo una cartera de mano, vestido con un traje oscuro de estambre, con una bufanda de seda blanca lindamente anudada como una corbata, y con una rosa blanca en el ojal—. ¡Fields, Longfellow, después de todo vienen ustedes a la conferencia sobre alopatía!
Los caballos de Pike avanzaban a todo correr por la calle Charles, en dirección a las intrincadas calles del centro, rozando las farolas y sobrepasando a los airados conductores de tranvías. El carruaje de Pike era un
rockaway
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destartalado, con un asiento lo bastante ancho para acoger a cuatro pasajeros sin que tuvieran que aplastarse las rodillas unos contra otros. El doctor Holmes había dado instrucciones al cochero para llegar rápidamente a la una menos cuarto al Odeón, pero ahora el destino había cambiado, al parecer en contra de la voluntad del doctor, desde la perspectiva del cochero, y el número de pasajeros se había triplicado. Pike tenía el propósito de conducirlos de todos modos al Odeón.
—¿Y qué hay de mi conferencia? —preguntó Holmes a Fields una vez en la trasera del carruaje—. Están vendidas todas las entradas, ¿sabe?
—Pike puede dejarlo allí en un periquete en cuanto encontremos a Bachi y le hagamos un par de preguntas —respondió Fields—. Y le aseguro que los periódicos no informarán de que llegó usted tarde. ¡Si yo no hubiera despedido mi coche para dejárselo a Annie, no nos habríamos quedado atrás!
—Pero ¿qué cree usted que conseguirá si damos con él? —inquirió Holmes.
Fue Longfellow quien le contestó:
—Está claro que hoy Bachi está nervioso. Si conversamos con él lejos de su casa, y de su bebida, puede mostrarse menos renuente a hablar. De no habernos tropezado con Greene, es probable que hubiéramos atrapado a Ser Bachi sin estas prisas. Yo estaba por explicarle sencillamente al pobre Greene todo lo que ha ocurrido, pero, la verdad, sería un golpe para una constitución tan débil. Padece todas las calamidades y cree que tiene al mundo en contra. Sólo le falta que le caiga un rayo encima.
—¡Ahí va! —exclamó Fields, señalando un vehículo a unas cincuenta varas por delante—. Longfellow, ¿no es el carruaje?
Longfellow alargó el cuello por el costado del coche, sintiendo que el viento le golpeaba la barba, y dio señales de asentimiento.
—¡Cochero, siga recto! —gritó Fields.
Pike aflojó las riendas, y el carruaje recorrió la calle, bamboleándose, a una velocidad muy superior al límite permitido, que la Oficina de Seguridad de Boston había establecido recientemente en «un trote moderado».
—¡Nos estamos alejando mucho hacia el este! —advirtió Pike a gritos por encima del estrépito de los cascos sobre los adoquines—. Muy lejos del Odeón, ¿sabe, doctor Holmes?
Fields preguntó a Longfellow:
—¿Por qué habríamos de esconder a Bachi de Greene? No creo que se conozcan.
—Hace tiempo —dijo Longfellow asintiendo— el señor Greene conoció a Bachi en Roma, antes de que se manifestara lo peor de sus padecimientos. Me temo que, si nos hubiéramos acercado a Bachi estando Greene presente, Greene habría hablado demasiado del proyecto Dante, ¡como acostumbra hacer con todo el que esté dispuesto a aguantarlo!, y eso influiría en las ganas de hablar de Bachi, y le haría sentirse aún más desgraciado.
Pike perdió de vista su objetivo varias veces pero, después de unas rápidas vueltas, galopadas notablemente medidas y pacientes retrasos, recuperó la ventaja. El otro cochero también parecía tener prisa, pero permanecía completamente ajeno a la persecución. Cerca de las calles estrechas de la zona portuaria, su presa se les escapó de nuevo. Luego reapareció, arrancando a Pike una blasfemia, por la que se excusó, y acabó por pararse en seco, haciendo volar a Holmes a través de la cabina para dar en el regazo de Longfellow.