—¡Por ahí viene! —avisó Pike, mientras su colega conducía su coche hacia ellos, alejándose del muelle. Pero el asiento del pasajero estaba vacío.
—¡Ha debido de apearse en el muelle! —dijo Fields.
Pike retuvo el paso una vez más y sus pasajeros bajaron. El trío se abrió paso entre la aglomeración de gente que saludaba, iba de un lado a otro y contemplaba varios barcos desaparecer entre la niebla mientras los despedía agitando pañuelos.
—A esta hora, la mayoría de los barcos está por el Muelle Largo —dijo Longfellow.
Años antes, él paseaba con frecuencia por el puerto para ver los grandes veleros llegar de Alemania o de España, y oír a los hombres y mujeres hablar sus lenguas nativas. En Boston no había una gran Babilonia de idiomas y colores de piel comparable a su puerto.
Fields tenía dificultades para seguir.
—¿Wendell?
—¡Aquí, Fields! —exclamó Holmes, rodeado de una multitud.
Holmes encontró a Longfellow haciendo una descripción de Bachi a un estibador negro que estaba cargando barriles.
Fields decidió preguntar a los pasajeros en la otra dirección, pero al poco se detuvo a descansar al borde de un embarcadero.
—Lleva un traje muy bonito. —Un corpulento jefe de embarque, con una barba grasienta, agarró rudamente a Fields por el brazo y lo empujó fuera—. Apártese de los que suben a bordo si no ha sacado billete.
—Buen señor —dijo Fields—, necesito su ayuda inmediata. ¿Ha visto usted a un hombre de baja estatura, con una levita azul arrugada y ojos inyectados en sangre?
El jefe de embarque lo ignoró, ocupado en organizar la fila de pasajeros por clases y por camarotes. Fields observó al hombre mientras se quitaba la gorra (demasiado pequeña para su cabeza de mamut) y se pasaba una áspera mano por su cabello enredado.
Fields cerró los ojos como si estuviera en trance, escuchando las extrañas y nerviosas órdenes de aquel hombre. A su mente acudió una oscura habitación con una pequeña bujía incansable ardiendo en una repisa de chimenea.
—Hawthorne —dijo suspirando casi involuntariamente.
El jefe de embarque se detuvo y se volvió hacia Fields.
—¿Qué?
—Hawthorne —repitió Fields, sonriendo, sabiendo que estaba en lo cierto—. Usted es un admirador entusiasta de las novelas del señor Hawthorne.
—Bien, yo. —El jefe de embarque rezó o juró para el cuello de su camisa—. ¿Cómo lo ha sabido? ¡Dígamelo en seguida!
Los pasajeros a los que estaba organizando por categorías también se pararon a escuchar.
—No importa. —Fields sintió un impulso gozoso de que conservaba su habilidad para descubrir al público lector que de tanto provecho le había sido muchos años antes, cuando era un joven administrativo en una librería—. Escriba su dirección en esta hoja de papel y le enviaré la nueva colección Azul y Oro, con todas las grandes obras de Hawthorne, autorizada por su viuda. —Fields le tendió el papel y luego lo retiró cerrando la mano—. Si usted me ayuda hoy, señor.
El hombre, súbitamente supersticioso ante los poderes de Fields, rellenó la hoja.
Fields se puso de puntillas e hizo una seña a Longfellow y Holmes, que iban hacia él.
—¡Comprueben ese embarcadero! —les gritó.
Holmes y Longfellow abordaron a un capitán de puerto y le describieron a Bachi.
—¿Y quiénes son ustedes?
—Buenos amigos suyos —respondió Holmes dando voces—. Por favor, díganos si se ha ido.
Fields se reunió ahora con ellos.
—Bien, yo lo he visto venir al puerto —respondió el hombre, con una lentitud sinuosa y desesperante—. Creo que subió a bordo
ahí
y que estaba nervioso a más no poder —añadió, señalando un barquito en el mar que no hubiera podido transportar a más de cinco pasajeros.
—Bueno, ese barquichuelo no puede ir muy lejos. ¿Adónde se dirige? —preguntó Fields.
—¿Ése? Es sólo un transporte entre el muelle y el barco. El
Anonimo
es demasiado grande para atracar en este embarcadero. Así que está esperando fuera del puerto. ¿Lo ve?
Su silueta apenas resultaba visible en medio de la niebla, apareciendo y desapareciendo, pero era el vapor más grande que habían visto.
—Oh, me parece que su amigo se dio mucha prisa en subir a bordo. Ese barquito que tomó está haciendo el último viaje, con los pasajeros que llegaban tarde. Luego zarpará.
—¿Hacia dónde zarpará? —preguntó Fields, dándole un vuelco el corazón.
—Hacia el otro lado del Atlántico, señor. —El capitán de puerto dirigió una mirada a su pizarra—. ¡Una escala en Marsella y, ah, sí, luego a Italia!
El doctor Holmes llegó al Odeón a tiempo para pronunciar una conferencia decididamente bien recibida. Su audiencia consideró que era un conferenciante importantísimo por haberse retrasado. Longfellow y Fields se sentaron en la segunda fila, muy atentos, junto al hijo menor del doctor Holmes, Neddie, las dos Amelias y John, el hermano de Holmes. En la segunda de una serie de tres conferencias de abono, organizadas por Fields, Holmes examinó los procedimientos médicos en relación con la guerra.
—La curación es un proceso vivo —dijo Holmes a su audiencia—, en gran parte bajo la influencia de las condiciones mentales. —Y explicó cómo a menudo la misma herida recibida en combate curaba bien en los soldados vencedores, pero resultaba fatal en los vencidos.
»De este modo emerge esa región media entre ciencia y poesía a la que los hombres considerados sensatos se guardan muy bien de acceder.
Holmes miró la fila ocupada por su familia y amigos y el asiento vacío reservado a Wendell Junior.
—Mi hijo mayor recibió más de una de esas heridas durante la guerra, y fue devuelto a casa por el Tío Sam con algunos ojales nuevos en su chaleco natural. —Risas—. Hubo también en esa guerra muchísimos corazones perforados que no muestran señal alguna de bala.
Tras la conferencia, y con la necesaria cantidad de elogios dirigidos al doctor Holmes, Longfellow y aquél acompañaron a su editor nuevamente a la Sala de Autores, en el Corner, a esperar a Lowell. Allí se decidió que debía organizarse en casa de Longfellow una reunión del club de traducción para el miércoles siguiente.
La sesión planeada serviría a un doble propósito. Primero, apaciguaría todas las inquietudes de Greene sobre el estado de la traducción y sobre la extraña conducta suya y de Houghton de la que había sido testigo, y así se minimizaría el riesgo de nuevas interferencias como la que les había costado perder la información que Bachi hubiera podido poseer. Segundo, y quizá lo más importante, les permitiría progresar en la traducción de Longfellow. Éste trataba de mantener su promesa de tener listo el
Inferno
para enviarlo al Festival Dante en Florencia, el último del año, con motivo del sexto centenario del nacimiento del poeta, en 1265.
Longfellow no quiso admitir que era improbable que terminara antes de concluir el año 1865, a menos que sus investigaciones experimentaran algún milagroso avance. Pero había empezado a trabajar en su traducción por la noche, solo, implorando interiormente a Dante que le aportara sabiduría para ver a través de los confusos finales de Healey y Talbot.
—¿Está el señor Lowell? —dijo una voz baja, acompañada de una llamada con los nudillos a la puerta de la Sala de Autores.
Los poetas estaban exhaustos.
—Me temo que no —respondió Fields con indisimulado fastidio al invisible inquisidor.
—¡Excelente!
El príncipe de los comerciantes de Boston, Phineas Jennison, apuesto como siempre, con traje y sombrero blancos, se deslizó dentro y cerró de golpe la puerta tras él, imperturbable.
—Uno de sus empleados me dijo que podría encontrarlo aquí, señor Fields. Deseo hablar libremente sobre Lowell y es mejor que el muchacho no esté presente. —Colgó su alta chistera en el perchero de hierro de Fields, con lo que su brillante cabello se derramó sobre el lado izquierdo en una soberbia caída—. El señor Lowell pasa por dificultades.
El visitante suspiró al advertir la presencia de los dos poetas. Estuvo a punto de caer sobre una rodilla mientras estrechaba las manos de Holmes y de Longfellow, manejándolas como si fueran botellas de vino de las más raras y delicadas cosechas.
Jennison disfrutaba dedicando sus cuantiosas riquezas al patrocinio de artistas y a su propio perfeccionamiento en materia de apreciación de las bellas letras. Nunca dejaba de sentirse abrumado ante los genios a los que sólo conocía gracias a su dinero. Jennison se acomodó en una butaca.
—Señor Fields, señor Longfellow, doctor Holmes —dijo nombrándolos con exagerada ceremonia—. Todos ustedes son buenos amigos de Lowell, mejores de lo que me es dado serlo a mí, pese a tener el privilegio de conocerlo, porque el verdadero conocimiento sólo se da entre genios.
Holmes lo interrumpió nerviosamente:
—Señor Jennison, ¿le ha sucedido algo a Jamey?
—Estoy enterado, doctor —dijo Jennison suspirando hondamente y buscando las palabras—, estoy enterado de los malhadados hechos relacionados con Dante, y estoy aquí porque deseo ayudarlos en lo que haga falta para contrarrestarlos.
—¿Hechos relacionados con Dante? —repitió Fields con voz rota.
Jennison asintió solemnemente.
—La maldita corporación y sus esperanzas de librarse de ese curso de Lowell sobre Dante. ¡Y su intento de detener su traducción, queridos señores! Lowell me habló de eso, aunque es demasiado orgulloso para solicitar ayuda.
Tres suspiros contenidos escaparon de debajo de los respectivos chalecos tras las palabras de Jennison.
—Ahora, como seguramente saben ustedes, Lowell ha cancelado temporalmente sus clases —dijo Jennison, mostrando su contrariedad al advertir la aparente indiferencia de sus interlocutores ante algo que los concernía—. Bien, pues yo digo que eso no puede ser. Eso no beneficia a un genio de la categoría de James Russell Lowell y no debe consentirse sin luchar. Temo que sea inminente la posibilidad de que a Lowell lo hagan pedazos si emprende una vía de conciliación. Y en la universidad oigo que Manning está exultante.
Esto último lo dijo con el ceño fruncido a causa de la preocupación.
—¿Qué quiere usted que hagamos nosotros, mi querido señor Jennison? —preguntó Fields con un movimiento deferente.
—Anímenlo a que se muestre más audaz. —Jennison subrayó su afirmación con un puñetazo en la palma de la mano—. Sálvenlo de su propia cobardía o nuestra ciudad perderá uno de sus corazones más vigorosos. Pero he tenido otra idea. Creen una organización permanente dedicada al estudio de Dante, ¡yo mismo aprendería italiano para ayudarlos! —Jennison desplegó una sonrisa, a la vez que su cinturón monedero de piel, del que sacó y contó unos billetes grandes—. Una asociación dantista de algún tipo, dedicada a proteger esa literatura tan querida para ustedes, caballeros. ¿Qué me dicen? Nadie tiene por qué saber que yo intervengo, y ustedes les ganarán la mano a los miembros de la corporación.
Antes de que alguien pudiera replicar, la puerta de la Sala de Autores se abrió de repente. Lowell se quedó parado ante ellos, pálido el rostro.
—¿Qué pasa Lowell? ¿Algo va mal? —preguntó Fields.
Lowell empezó a hablar pero luego reparó en Jennison.
—¿Phinny? ¿Qué está usted haciendo aquí?
Jennison dirigió una mirada a Fields, en demanda de ayuda.
—El señor Jennison y yo teníamos algunos asuntos pendientes —dijo Fields, poniéndole al hombre de negocios el cinturón monedero en las manos y empujándolo hacia la puerta—. Pero ya se iba.
—Espero que todo vaya bien, Lowell. ¡Pronto me pondré en contacto con usted, amigo mío!
Fields encontró en el vestíbulo a Teal, el dependiente del turno de tarde, y le pidió que acompañara abajo a Jennison. Luego cerró con pestillo la puerta de la Sala de Autores.
Lowell se sirvió una bebida en el mueble bar.
—Oh, no van a creer la mala suerte que he tenido, amigos míos. Casi me rompo la cabeza a fuerza de retorcerla buscando a Bachi en Half Moon Place, y acabé igual que empecé. No estaba en ninguna parte y nadie de los alrededores sabía dónde podría encontrarlo. No creo que los dublineses de la zona le dirigieran la palabra a un italiano aunque estuvieran hundiéndose allí mismo en una balsa y el italiano tuviera un corcho. Quizá haya ido a divertirse por ahí, como han hecho ustedes esta tarde.
Fields, Holmes y Longfellow guardaron silencio.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó Lowell.
Longfellow sugirió que cenaran en la casa Craigie, y por el camino le explicaron a Lowell lo sucedido con Bachi. Después de la cena, Fields le dijo que había vuelto a hablar con el capitán de puerto y lo había convencido, con la ayuda de una moneda de oro del águila norteamericana, para que comprobara el registro y le informara sobre el viaje de Bachi. La entrada correspondiente indicaba que había adquirido un billete de ida y vuelta con descuento, que no le permitiría regresar antes de enero de 1867.
De nuevo en el salón de Longfellow, Lowell se dejó caer en una butaca, anonadado.
—Sabía que lo habíamos encontrado. Bien, le dimos a conocer que sabíamos lo de Lonza. ¡Nuestro Lucifer se nos ha escurrido entre los dedos, como si fuera arena!
—¡Pues deberíamos celebrarlo! —replicó Holmes riéndose—. ¿No comprende lo que eso significa, si
estuviera
usted en lo cierto? Vaya, que es un pobre final para sus gemelos de teatro enfocados a todo lo que parece estimulante.
—Jamey, si Bachi fuera el asesino… —dijo Fields inclinándose hacia Lowell.
Holmes completó el pensamiento con una sonrisa brillante:
—Entonces, estaríamos a salvo. Y la ciudad estaría a salvo. ¡Y Dante! Si gracias a nuestro conocimiento lo hemos ahuyentado, lo hemos derrotado, Lowell.
Fields se puso de pie, radiante.
—Oh, señores, voy a organizar una cena Dante que hará palidecer el club del Sábado. ¿Cómo va a ser la carne de cordero tan tierna como el verso de Longfellow? ¿Y puede chispear el Moét como el ingenio de Holmes, y los cuchillos de trinchar, rivalizar con la agudeza de la sátira de Lowell?
Se dedicaron tres brindis a Fields.
Todo esto alivió un tanto a Lowell, como también la noticia de una sesión de traducción de Dante, lo que equivalía a reanudar la normalidad, el regreso al puro disfrute de su erudición. Esperaba que ellos no hubieran perdido ese placer al aplicar su conocimiento sobre Dante a tan repugnantes asuntos.