El club Dante (28 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Comprendo que ella es; bueno, digamos… —su interlocutor rebuscó una palabra delicada mientras corría detrás de Bachi— difícil.

—¿Que ella es difícil? —Bachi no se detuvo mientras bajaba las escaleras—. ¡Ja! No se cree que soy italiano. ¡Dice que no tengo aspecto de italiano!

La niña apareció en lo alto de la escalera y observó con expresión arisca a su padre titubeando detrás del pequeño profesor.

—Oh, estoy seguro de que la niña no quiere decir lo que dice —declamaba en el tono más grave posible.

—¡Sí quise decirlo! —gritó la niña desde el rellano del entresuelo, apoyándose en la barandilla de nogal y asomándose tanto, que parecía que iba a caer sobre el sombrero de punto de Pietro Bachi—. No se parece en nada a un italiano. ¡Es demasiado bajo!

—¡Arabella! —exclamó el hombre, y luego se volvió con una sonrisa teñida de amarillo, como si se lavara la boca con oro, hacia el vestíbulo, que refulgía a la luz de las velas—. ¡Le pido que aguarde un momento más, querido señor! Aprovechemos la ocasión para revisar sus honorarios, ¿de acuerdo,
signor
Bachi? —sugirió con la ceja tensa como una temblorosa flecha aguardando en su arco.

Bachi se volvió hacia él un momento, con el rostro encendido, agarrando fuertemente su bolsa, mientras trataba de dominar su mal humor. Las arrugas entrecruzadas se habían multiplicado en su rostro en los últimos años, y cada pequeño contratiempo le hacía dudar de que su existencia valiera la pena.


Amari cani
! —se limitó a decir Bachi.

Arabella miró abajo, confusa. No había aprendido lo bastante como para entender el juego de palabras:
americani
, «americanos», quedaba convertido en «amargos perros».

El tranvía de caballos, que a aquella hora iba en dirección al centro, cargaba al pasaje como ganado al que se lleva al matadero. El servicio de tranvías cubría Boston y sus suburbios, y aquéllos consistían en coches de dos toneladas capaces de transportar alrededor de cincuenta pasajeros. Iban provistos de ruedas de hierro, discurrían sobre raíles planos e iban tirados por un par de caballos. Los que habían conseguido asientos contemplaban con distante interés cómo otras tres docenas de personas, entre ellas, Bachi, pugnaban por doblarse sobre sí mismas, golpeando y siendo golpeadas en sus intentos de alcanzar los agarraderos de cuero que pendían del techo. Cuando el cobrador se abría paso para vender los billetes, el andén ya estaba repleto de gente que aguardaba el siguiente tranvía. En medio del recalentado y mal ventilado coche, dos borrachos desprendían el mismo olor que un montón de ceniza, y luchaban por cantar armónicamente una canción cuya letra desconocían. Bachi se llevó la mano a la boca y, comprobando que nadie lo miraba, alentó sobre ella y momentáneamente dilató las ventanas de la nariz.

Una vez llegado a su calle, Bachi se sumergió, desde la acera, en un sótano sombrío situado en una casa de vecindad llamada Half Moon Place, anhelando la feliz soledad que lo aguardaba. Pero en el último peldaño de la escalera se hallaban sentados, fuera de lugar pues no había sillones, James Russell Lowell y el doctor Oliver Wendell Holmes.

—Me gustaría saber qué está usted pensando,
signore
—dijo Lowell, con una sonrisa encantadora, mientras le estrechaba la mano.

—No merece la pena,
professore
—replicó Bachi, con la mano colgándole floja como un trapo húmedo bajo el apretón de Lowell—. ¿Se ha perdido camino de Cambridge?

Dirigió una mirada desconfiada a Holmes, pero estaba más sorprendido por aquella visita de lo que daba a entender.

—En absoluto —dijo Lowell al tiempo que se quitaba el sombrero, descubriendo su frente alta y blanca—. ¿Conocía usted al doctor Holmes? A los dos nos gustaría charlar un poco con usted, si no tiene inconveniente.

Bachi frunció el ceño y abrió la puerta de su apartamento, recibiendo como bienvenida el estrépito de unos botes colgados con pinzas detrás mismo de la puerta. La habitación era subterránea, con un cuadrado de luz diurna derramándose desde una media ventana que se abría por encima del nivel de la calle. Un olor de moho se desprendía de las ropas colgadas en todos los rincones, nunca totalmente exentos de humedad, con lo que los trajes de Bachi estaban siempre arrugados. Mientras Lowell reordenaba los botes de la puerta para colgar su sombrero, Bachi deslizó descuidadamente un montón de papeles de su escritorio y los introdujo en su bolsa. Holmes se esforzó para hacer cumplidos a tan degradada decoración.

Bachi puso una tetera con agua en la repisa interior de la chimenea y preguntó secamente:

—¿Qué los trae por aquí, caballeros?

—Venimos para rogarle que nos ayude,
signor
Bachi —dijo Lowell.

En el rostro de Bachi se dibujó una mueca divertida, mientras servía el té, y pareció más animado.

—¿Cómo lo tomarán?

Avanzó hasta el aparador, donde había media docena de vasos sucios y tres garrafas. Llevaban etiquetas con las inscripciones
RON, GIN y WHISKY
.

—Té solo, gracias —dijo Holmes, y Lowell estuvo de acuerdo.

—¡Oh, vamos! —insistió Bachi, presentándole a Holmes una de las garrafas. Para contentar a su anfitrión, Holmes vertió en la taza de té la menor cantidad de gotas de whisky que le fue posible, pero Bachi levantó el codo del doctor—. Creo que el amargo clima de Nueva Inglaterra nos acarrearía la muerte a todos, doctor —dijo—, si no fuera por la posibilidad de echarnos al coleto algo caliente de vez en cuando.

Bachi hizo como que iba a servirse té, pero acabó optando por un vaso colmado de ron. Los huéspedes se levantaron de las sillas, dándose cuenta simultáneamente de que ya se habían sentado.

—¡Por la universidad! —exclamó Lowell.

—La universidad me debía algo, ¿no creen ustedes? —preguntó Bachi con torpe afabilidad—. Además, ¿dónde puede uno encontrar un asiento tan singularmente incómodo, eh? Los hombres de Harvard pueden hablar todo lo que quieran como unitaristas, pero siempre serán calvinistas hasta las orejas, que gozan con su propio sufrimiento y con el ajeno. Díganme, ¿cómo es que ustedes, caballeros, me han encontrado aquí, en Half Moon Place? Creo que soy el único que no es dublinés en varias millas a la redonda.

Lowell desenrolló un ejemplar del
Daily Courier
y lo abrió por una página con una hilera de anuncios. En torno a uno de ellos había trazado un círculo.

Caballero italiano, graduado por la Universidad de Padua, altamente calificado por sus numerosos trabajos y con larga práctica como profesor de español e italiano, se ofrece para clases particulares, en colegios masculinos y femeninos, etc. Referencias: honorable John Andrew, Henry Wadsworth Longfellow y James Russell Lowell, professor de la Universidad de Harvard. Dirección: Half Moon Place, 2, calle Broad.

Bachi rió para sí.

—A nosotros, los italianos, nos gusta ocultar nuestros méritos como la lámpara bajo el celemín. En nuestro país, nuestro proverbio es: «El buen paño en el arca se vende». Pero en América debería ser: «
In bocca chiusa non entran mosche
». En boca cerrada no entran moscas. ¿Cómo puedo esperar que la gente venga y compre si ignora que tengo algo que vender? Así que abro la boca y soplo en la trompeta.

Holmes titubeó tras beberse un sorbo de té fuerte, y preguntó:

—¿John Andrews, es una de sus referencias,
signore
?

—Dígame, doctor Holmes, ¿qué alumno en busca de lecciones de italiano acudirá al gobernador para preguntarle por mí? Sospecho, en cualquier caso, que nadie se ha presentado tampoco ante el profesor Lowell.

Lowell lo admitió. Se inclinó para acercarse a los montones de textos de Dante y comentarios que cubrían el escritorio de Bachi, desordenadamente abierto por todos lados. Encima colgaba un pequeño retrato de la fugada esposa de Bachi. El pincel del artista había tenido la consideración de suavizarlo oscureciendo su dura mirada.

—Y ahora, ¿cómo puedo ayudarlos? Por más que una vez yo necesité su ayuda,
professore

Lowell sacó otro periódico de su chaqueta, y éste lo abrió por donde estaba el retrato de Lonza.

—¿Conoce usted a este hombre,
signor
Bachi? ¿O debo decir conoció?

Al observar el rostro cadavérico en aquella página desprovista de color, a Bachi lo invadió la tristeza. Pero cuando levantó la mirada, se había apoderado de él la ira.

—¿Imaginan ustedes que yo he de conocer a todos los palurdos andrajosos?

—El obispo de la catedral de la Santa Cruz pensaba que lo conocía —dijo Lowell en tono de estar bien enterado.

Bachi pareció sobresaltarse y se volvió a Holmes como si estuviera rodeado.

—Según creo,
signore
, usted tomó prestadas allí cantidades de dinero nada insignificantes —dijo Lowell.

Esto abochornó a Bachi hasta dejarlo blanco. Bajó la mirada con un gesto ovejuno.

—Así son los curas norteamericanos… No son como los de Italia. Tienen la bolsa más llena que el mismo papa. Si estuvieran ustedes en mi lugar, ni siquiera el dinero de los curas les ofendería el olfato. —Vació su ron, echó la cabeza atrás y silbó. Miró de nuevo el periódico—. Así que quieren ustedes saber algo sobre Grifone Lonza.

Hizo una pausa y luego señaló con el pulgar un montón de textos de Dante sobre su escritorio.

—Lo mismo que ustedes, caballeros literatos, siempre he encontrado a mis compañeros más agradables entre los muertos antes que entre los vivos. La ventaja consiste en que, cuando un autor se vuelve chato u oscuro o, simplemente, deja de entretenerlo a uno, puede decirle: «Cierra el pico».

Estas últimas palabras las pronunció como si se recreara en ellas. Bachi se puso en pie y se sirvió ginebra. Bebió un buen trago, y dijo entre borborigmos:

—En Estados Unidos, ésa es una tarea en solitario. La mayoría de mis hermanos que se han visto forzados a venir aquí apenas pueden leer un periódico, y mucho menos la
Commedia di Dante
, que penetra en el alma misma del hombre, tanto en su mayor desesperación como en su mayor dicha. Éramos unos pocos en Boston, hace unos años; hombres de letras, hombres de intelecto: Antonio Gallenga, Grifone Lonza, Pietro d'Alessandro. —No pudo contener una sonrisa nostálgica, como si sus visitantes hubieran estado entre ellos—. Nos sentábamos en nuestras habitaciones y leíamos juntos a Dante en voz alta, primero uno y después otro, y de esta manera avanzábamos en el conjunto del poema, que contiene todos los secretos. Lonza y yo éramos los últimos del grupo que no se han marchado o han muerto. Ahora sólo quedo yo.

—Vamos, no menosprecie Boston —dijo Holmes.

—Pocos merecen pasar su vida entera en Boston —replicó Bachi con irónica sinceridad.

—¿Sabía usted,
signor
Bachi, que Lonza murió en la comisaría de policía? —preguntó amablemente Holmes.

Bachi asintió.

—Me han llegado vagas noticias al respecto.

Al tiempo que dirigía una mirada a los libros de Dante en el escritorio, Lowell dijo:


Signor
Bachi, ¿cómo reaccionaría usted si yo le dijera que Lonza recitó un verso del tercer canto del
Inferno
a un agente de policía antes de precipitarse al vacío y morir?

Bachi no pareció sorprendido en absoluto. En lugar de eso, se echó a reír sin contenerse. La mayor parte de los exiliados políticos de Italia se volvían más extremistas en su rectitud e incluso transformaban sus propios pecados en signos de santidad. En sus mentes, por otra parte, el papa era un perro miserable. Pero Grifone Lonza se había convencido a sí mismo de que de algún modo había traicionado su fe y tenía que encontrar la manera de arrepentirse de sus faltas a los ojos de Dios. Una vez establecido en Boston, Lonza contribuyó a extender una misión católica relacionada con el convento de las ursulinas, seguro de que su fe llegaría a oídos del papa y conseguiría su retorno. Entonces las turbas quemaron el convento hasta arrasarlo.

—En lugar de indignarse, Lonza, en una reacción típica de él, se vino abajo, convencido de que había cometido alguna gravísima equivocación en su vida para merecer el peor castigo de Dios. Su lugar aquí, en el exilio, se tornó confuso para él. Casi dejó de hablar inglés. Creo que una parte de él olvidó hablar y sólo conocía la verdadera lengua italiana.

—Pero ¿por qué el señor Lonza quiso recitar un verso de Dante antes de saltar por la ventana,
signore
? —preguntó Holmes.

—Un amigo mío regresó a la patria, doctor Holmes; un tipo jovial que regentaba un restaurante y que respondía a todas las preguntas sobre su comida con citas de Dante. Bien; resultaba divertido. Lonza se volvió loco. Dante se convirtió para él en una manera de librarse de los pecados que imaginaba haber cometido. Al final se sentía culpable por todo cuanto se le propusiera. En sus últimos años nunca leyó realmente a Dante; no tenía necesidad. Cada línea y cada palabra estaban fijadas permanentemente en su cerebro y para su terror. Nunca las había aprendido de memoria de forma intencionada, pero acudían a su mente como las advertencias de Dios acudían a las de los profetas. La más ligera imagen o palabra podía hacer que se deslizara al poema de Dante… En ocasiones podían pasar días sin que se le oyera decir otra cosa.

—No le sorprende a usted que se suicidara —señaló Lowell.

—A mí no me consta que fuera eso lo que sucedió,
professore
—atajó Bachi—. Pero no importa cómo lo llame usted. Toda su vida fue un suicidio. Renunció a su alma por miedo, poco a poco, hasta que en el universo no quedó ningún lugar para él salvo el infierno. Mentalmente, estaba en el precipicio del tormento eterno. No me sorprende que se cayera. —Hizo una pausa—. ¿Es ese caso tan diferente del de su amigo Longfellow?

—¿Qué puede usted saber de un hombre como Henry Longfellow, Bachi? —inquirió Lowell—. A juzgar por su escritorio, Dante parece haberle consumido también a usted no hace mucho,
signore
. ¿Qué es exactamente lo que está buscando? En sus escritos, Dante buscaba la paz. ¡Me atrevería a decir que ustedes andan detrás de algo menos noble! —concluyó, revolviendo las páginas descuidadamente.

Bachi apartó de un manotazo el libro, dejándolo fuera del alcance de Lowell.

—¡Deje en paz a mi Dante! ¡Puedo estar en una casa de vecindad, pero no tengo que justificar mis lecturas ante nadie, rico o pobre,
professore
!

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