—Espere —le dijo Lowell a Fields cuando el editor se disponía a despedir a Teal—. Mire la cantidad de volúmenes que tenemos delante y que debemos revisar, Fields. Tres serán más eficaces que dos.
Aunque estaba nervioso, Teal también parecía encantado con su aventura.
—Desde luego que puedo ayudar, señor Fields. En lo que sea —se ofreció. Miró, confuso, la masa de libros—. O sea, si usted me explica qué quiere encontrar.
Fields se dispuso a hacerlo, pero, recordando el vacilante intento de escribir que hizo Teal, sospechó que su lectura sería poco mejor.
—Ha hecho usted más de lo que le corresponde y podría echar un sueñecito. Pero le llamaré si necesitamos que nos ayude. Ambos le damos las gracias, señor Teal. No lamentará la fe que nos ha demostrado.
A la incierta luz, Fields y Lowell leyeron todas las páginas de actas de las reuniones bisemanales de la corporación. Llegaron a la improvisada condena del curso de Lowell sobre Dante, entre los asuntos universitarios más tediosos.
—Ninguna mención de ese repulsivo Simon Camp. Manning debe de haberlo contratado por su cuenta —dijo Lowell.
Algunas cosas eran demasiado turbias incluso para la corporación de Harvard.
Después de repasar interminables montones de papel, Fields encontró lo que andaban buscando: en octubre, cuatro de los seis miembros de la corporación habían apoyado con entusiasmo la idea de encargar al reverendo Elisha Talbot la redacción de críticas sobre la próxima traducción de Dante, dejando el asunto de la «apropiada compensación por el tiempo y las energías empleados» a la discreción de la comisión de tesorería, esto es, a Augustus Manning.
Fields empezó a sacar los archivos de la Mesa de Supervisores, el órgano de gobierno compuesto por veinte personas elegidas anualmente por el legislativo del estado, más un puesto sacado de la propia corporación. Revisando a toda prisa los libros de los supervisores, encontraron muchas menciones del juez presidente Healey, miembro leal de la Mesa hasta su muerte.
De vez en cuando, la Mesa de Supervisores de Harvard elegía a los que llamaba abogados, a fin de considerar con más rigor asuntos de particular importancia o controvertidos. Un supervisor que recibiera ese encargo debía hacer una presentación del caso ante la Mesa en pleno, aportando al debate sus dotes de persuasión para «convencer» a los circunstantes, en tanto otro supervisor defendía la postura contraria. El supervisor abogado elegido no debía tener interés personal alguno en el asunto, y presentaba ante la Mesa una valoración inteligible y clara, al margen de toda influencia y prejuicio.
En la campaña de la corporación contra las diversas actividades relacionadas con Dante llevadas a cabo por personas destacadamente vinculadas a la universidad —o sea, el curso sobre Dante de James Russell Lowell, y la traducción de Henry Wadsworth Longfellow, con su supuesto «club Dante»—, los supervisores se mostraron de acuerdo en que los abogados debían ser escogidos para presentar claramente ambos aspectos del asunto. La Mesa seleccionó como abogado de la postura pro Dante al juez presidente Artemus Prescott Healey, un concienzudo investigador y bien dotado analista. Healey nunca se presentó como literato y así podría evaluar el caso desapasionadamente.
Habían transcurrido varios años sin que la Mesa hubiera solicitado a Healey que defendiera una postura. La idea de tomar partido en una jurisdicción ajena al tribunal parecía que colocaba al juez presidente Healey en una posición incómoda, y declinó la petición de la Mesa. Desconcertados por su negativa, los miembros de la Mesa dejaron correr el asunto, y aquel mismo día se desentendieron del destino de Dante Alighieri.
La historia del rechazo de Healey ocupaba apenas dos líneas en los libros de actas de la corporación. Habiendo comprendido sus consecuencias, Lowell fue el primero en hablar.
—Longfellow tenía razón —murmuró—. Healey no era Poncio Pilato.
Fields bizqueó por encima de sus gafas de montura de oro.
—El único tibio al que Dante nombra es el Gran Rechazador —explicó Lowell—. La única sombra que Dante elige para individualizarla mientras cruzan la antecámara del infierno. He leído que se trata de Poncio Pilato, quien se lavó las manos a la hora de decidir el destino de Cristo; del mismo modo que Healey se lavó las manos en el caso de Thomas Sims y de los demás esclavos fugitivos que comparecieron ante su tribunal. Pero Longfellow, mejor dicho, ¡Longfellow y
Greene
!, siempre creyeron que el Gran Rechazador era Celestino, que no rechazó a una persona, sino que eludió una responsabilidad. Celestino renunció al solio pontificio para el que había sido designado, cuando más lo necesitaba la Iglesia católica. Esto condujo a la exaltación de Bonifacio y, en última instancia, al destierro de Dante. Healey renunció a una posición de gran importancia cuando rechazó defender a Dante. Y he aquí a Dante desterrado de nuevo.
—Lo siento, Lowell, pero no alcanzo a comparar una renuncia al papado con negarse a una defensa de Dante ante la reunión de un consejo —replicó Fields, en tono de rechazo.
—¿Es que no se da cuenta, Fields? Nosotros no establecemos esa comparación, pero nuestro asesino sí.
Hasta ellos llegaron crujidos en la gruesa capa de hielo del exterior del edificio principal de la universidad. Los ruidos se acercaban. Lowell corrió hacia la ventana.
—¡Maldita sea! ¡Un tutor!
—¿Está usted seguro?
—Bueno, no; no puedo identificar de quién se trata… Van dos…
—¿Han visto nuestra luz, Jamey?
—No podría decirlo… No podría decirlo… ¡Apáguela!
La potente y melodiosa voz de Horatio Jennison se elevó por encima de los sonidos del piano.
¡Deja de temer la hostilidad de los grandes!
¡Has sufrido el golpe del tirano!
¡No cuides más de vestirte y alimentarte!
¡Para ti, tu junco es como el roble!
Era una de las más hermosas interpretaciones de la canción de Shakespeare, pero entonces sonó la campanilla: una más que inesperada interrupción, pues sus cuatro invitados, sentados en torno a la sala, disfrutaban de su actuación con tal intensidad que parecían hallarse al borde del trance más completo. Horatio Jennison había enviado una nota a James Russell Lowell dos días antes, pidiéndole que considerase la posibilidad de editar los diarios y cartas de Phineas Jennison, in memoriam, pues Horatio había sido nombrado albacea literario y quería desempeñar esta función lo mejor posible. Lowell era redactor fundador de
The Atlantic Monthly
y ahora redactor jefe de
The North American Review
, y además de eso había sido amigo íntimo de su tío. Pero Horatio no esperaba que Lowell se presentara sencillamente ante su puerta, sin ceremonia alguna, y a una hora tan tardía de la noche.
Horatio Jennison supo inmediatamente que la idea expuesta en su nota había impresionado a Lowell, pues el poeta solicitó con urgencia, o más bien exigió, los volúmenes más recientes del diario de Jennison, e incluso logró que James T. Fields sugiriese que se planteaba seriamente la publicación.
—Señor Lowell, señor Fields. —Horatio Jennison acudió a la entrada principal cuando ambos visitantes se llevaban los diarios, sin más conversación. Éstos traspusieron la puerta y los cargaron en el carruaje que los esperaba—. Espero que resolvamos adecuadamente el asunto de los derechos de autor que resulten de la publicación.
Durante aquellas horas, el tiempo se tornó inmaterial. De regreso en la casa Craigie, los eruditos se sumergieron en los casi indescifrables garabatos de los volúmenes más recientes del diario de Phineas Jennison. Tras las revelaciones relativas a Healey y Talbot, no sorprendió a los dantistas, desde el punto de vista intelectual, que los «pecados» de Jennison castigados por Lucifer guardaran relación con Dante. Pero James Russell Lowell no podía creerlo —no podía creer algo así de un amigo de tantos años— hasta que la evidencia disipó sus dudas.
A lo largo de los muchos volúmenes de su diario, Phineas Jennison expresaba su ardiente deseo de conseguir un puesto en la Mesa de la corporación de Harvard. Allí, pensaba el hombre de negocios, alcanzaría finalmente el respeto al que no era acreedor por no haber estudiado en Harvard, por no proceder de una familia de Boston. Ser miembro de la corporación significaba la bienvenida a un mundo que había permanecido cerrado para él toda su vida. ¡Y qué sensación inefable de poder parecía hallar Jennison en dominar las mentes más cultivadas de Boston, como ya hiciera con su comercio!
Algunas amistades serían forzadas… o sacrificadas.
En los últimos meses, durante sus repetidas visitas al edificio principal de la universidad —pues era un considerable patrocinador financiero del centro y con frecuencia hizo negocios allí—, Jennison mantuvo contactos privados con los miembros de la corporación para evitar que se enseñara basura como la propagada por el profesor James Russell Lowell y la que pronto extendería entre las masas Henry Wadsworth Longfellow. Jennison prometía a los miembros clave de la Mesa de Supervisores pleno apoyo financiero para una campaña encaminada a reorganizar el departamento de Lenguas Vivas. Al mismo tiempo, Lowell recordó amargamente, mientras leía los diarios, que Jennison lo había estado empujando a luchar contra los crecientes esfuerzos de la corporación por limitar sus actividades.
Los diarios de Jennison revelaron que, desde hacía más de un año, estaba maniobrando para vaciar un sillón en uno de los órganos de gobierno de la universidad. Si atizaba una controversia entre los administradores, habría bajas y dimisiones que deberían ser cubiertas. Tras la muerte del juez Healey, se puso furioso hasta el paroxismo porque un hombre de negocios con la mitad de sus merecimientos y la cuarta parte de su sentido común fue elegido para cubrir el puesto vacante de supervisor, sólo porque era un brahmán, aristócrata por herencia y un insignificante Choate
[14]
. ¡Qué desastre!, Phineas Jennison sabía que una persona, por encima de todas las demás, había impulsado aquella designación: el doctor Augustus Manning.
No quedaba claro hasta qué punto exacto Jennison supo de la implacable decisión del doctor Manning de cortar toda relación de la universidad con los proyectos relativos a Dante, pero en aquel momento encontró su oportunidad para asegurarse por fin un asiento en el edificio principal.
—Jamás hubo una diferencia entre nosotros —dijo Lowell tristemente.
—Jennison lo animó a usted para que se enfrentara a la corporación y espoleó a ésta en contra de usted. Una batalla que hubiera desgastado a Manning. Cualquiera que hubiese sido el final, se habrían vaciado algunas poltronas, y Jennison habría aparecido como un héroe al prestar su apoyo a la causa de la universidad. Ése fue su objetivo en todo momento —comentó Longfellow, tratando de asegurar a Lowell que no había hecho nada para perder la amistad con Jennison.
—No me cabe en la cabeza, Longfellow.
—Contribuyó a cortar la relación de usted con la universidad, Lowell, y en contrapartida lo cortaron a él —intervino Holmes—. Ése fue su
contrapasso
.
Holmes había hecho suya la preocupación de Nicholas Rey por los fragmentos de papel encontrados junto a los restos de Talbot y Jennison, y ambos se sentaban juntos durante horas, compartiendo posibles combinaciones. Holmes estaba componiendo ahora palabras o partes de palabras con copias manuscritas de las letras de Rey. Sin duda se habían dejado otras junto al cuerpo del juez presidente Healey pero, en los días comprendidos entre el asesinato y el descubrimiento del cadáver, la brisa procedente del río se llevó los papeles. Esas letras perdidas hubieran completado el mensaje que el asesino quería que ellos leyeran. Holmes estaba en lo cierto. Sin ellas, aquello era como un mosaico roto. No podemos morir sin esto como im… sobre…
Longfellow fijó su atención en una nueva página del diario en el que consignaba las investigaciones. Mojó la pluma en tinta pero permaneció mirando hacia delante tanto tiempo que la punta se secó. No podía escribir la necesaria conclusión de todo aquello: Lucifer había impuesto sus castigos en beneficio
de ellos
, en beneficio del club Dante.
La portada de la cámara legislativa del estado, en Boston, se abría en lo alto de Beacon Hill. Más arriba aún se alzaba la cúpula de cobre que remataba el edificio, con su breve y afilada torrecilla vigilando la ciudad como un faro. Corpulentos olmos, desnudos y blanqueados por la escarcha de diciembre, montaban guardia en el recinto.
El gobernador John Andrew, con sus negros rizos sobresaliéndole de la chistera negra, permanecía en pie con toda la dignidad que su forma de pera le permitía, mientras saludaba a políticos, dignatarios locales y militares de uniforme, con la misma distraída sonrisas propia del político. Las pequeñas gafas, de sólida montura de oro, del gobernador eran su único signo de contemporización con lo material.
—Gobernador. —El alcalde Lincoln se inclinó ligeramente mientras escoltaba a la señora Lincoln por las escaleras de acceso—. Parece que ha reunido a los soldados más apuestos.
—Gracias, alcalde Lincoln. Bienvenida, señora Lincoln. Por favor. —El gobernador Andrew los condujo al interior—. La concurrencia es más prestigiosa que nunca.
—Al parecer, incluso Longfellow se ha sumado a la lista de invitados —dijo el alcalde Lincoln, y le dio al gobernador Andrew una palmadita lisonjera en el hombro—. Es algo hermoso lo que hace usted por esos hombres, gobernador, y nosotros, la ciudad, quiero decir, lo aplaudimos.
La señora Lincoln se sujetó el vestido, que produjo un ligero crujido, y penetró con paso regio en el Soller. Una vez en él, un espejo colgado en posición baja le procuró a ella, y a las demás señoras, una vista de los menores detalles de sus vestidos, para el caso de que sus galas hubieran tomado una caída inadecuada durante el camino a la recepción: un marido resultaba totalmente inútil para tales propósitos.
Mezclados en el vasto salón de la mansión con veinte o treinta invitados, había de setenta a ochenta militares de cinco compañías diferentes, espléndidamente ataviados con sus uniformes y capas de gala. Muchos de los más activos regimientos a los que se honraba habían tenido un reducido número de supervivientes. Aunque los consejeros del gobernador Andrew lo presionaron para incluir en la reunión sólo a los más destacados entre el núcleo escogido de los militares —pues algunos soldados, señalaron, estaban
perturbados
a raíz de la guerra—, Andrew insistió en que se les festejara por su hoja de servicios, no por su nivel social.