El club Dante (34 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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Mabel Lowell, que acababa de cumplir los dieciocho años, aguardó a que su padre saliera hacia la reunión del club Dante y revisó el escritorio de caoba, de estilo francés, cuya función había sido rebajada a almacén de papeles por su padre, quien prefería escribir sobre una vieja escribanía de cartón en su butaca de la esquina.

Echaba de menos los buenos espíritus paternos alrededor de Elmwood. Mabel Lowell no tenía interés en corretear tras los muchachos de Harvard o en reunirse con la pequeña Amelia Holmes en el círculo de costureras y hablar de a quién aceptaban y a quién rechazaban (excepto en el caso de jóvenes extranjeras, cuyo rechazo no requería discusión), como si todo el mundo civilizado estuviera esperando ser admitido en el club de costura. Mabel quería leer y viajar por el mundo para ver en persona aquello sobre lo que había leído en los libros, los de su padre y los de otros autores visionarios.

Los papeles de su padre estaban desordenados como de costumbre, lo cual reducía el riesgo de futuras inspecciones, pero requería especial delicadeza, pues los montones imposibles de manejar podían volcarse en un instante. Encontró plumas de ave gastadas al máximo y muchos poemas a medio completar, con frustrantes borrones de tinta tachando aquello que más hubiera querido leer ella. Su padre a menudo le advertía que nunca escribiera versos, pues la mayoría salían mal y los buenos eran tan imperfectibles como una persona hermosa.

Había un extraño dibujo; un dibujo a lápiz sobre un papel rayado. Estaba hecho con el cuidado rebuscado que uno dedicaba, según imaginaba ella, a trazar un mapa cuando se perdía en el bosque o, como también imaginaba, cuando se dibujaban jeroglíficos; estaba ejecutado con solemnidad, en un intento de descodificar algún significado o guía. Cuando era niña y su padre viajaba, siempre ilustraba los márgenes de las cartas a casa con figuras toscamente dibujadas de los organizadores de sociedades literarias o de dignatarios extranjeros con los que había cenado. Ahora, pensando en cómo aquellas humorísticas ilustraciones la hacían reír, en principio concluyó que el dibujo representaba las piernas de un hombre, con patines de hielo de desmesurado tamaño en sus pies, y una especie de superficie llana allá donde debía empezar el tórax. Insatisfecha con su interpretación, Mabel volvió el papel a los lados y luego lo invirtió. Se dio cuenta de que las líneas desiguales de los pies podrían representar remolinos de llamas en lugar de patines.

Longfellow leyó su traducción del canto vigesimoctavo, donde se habían quedado en la última sesión. Le hubiera gustado entregar las pruebas finales de este canto a Houghton, y eliminarlo de la lista que obraba en poder de Riverside Press. Era la sección físicamente más desagradable de todo el
Inferno
. Aquí Virgilio había guiado a Dante hasta el noveno foso infernal, conocido como Malebolge, el Zurrón del Mal. Aquí estaban los cismáticos, aquellos que dividieron naciones, religiones y familias en vida, y que ahora se encontraban divididos en el infierno —corporalmente—, mutilados y despedazados.

—«Vi uno… —Longfellow leía su versión de las palabras de Dante— roto desde la barbilla hasta el sitio por donde se expele viento».

Longfellow inspiró largamente antes de continuar.

Entre sus piernas pendían las entrañas;

y eran visibles el corazón y el triste saco

que convierte en excrementos lo que se come.

Antes de esto, Dante se había mostrado comedido. Este canto demostraba su sincera creencia en Dios. Sólo alguien que posee una fortísima fe en el alma inmortal podría concebir tan brutal tormento inferido al cuerpo mortal.

—La suciedad de algunos de estos pasajes —dijo Fields— degradaría al chalán más borracho.

Otro, que tenía la garganta agujereada

y cortada la nariz por debajo de las cejas

y sólo tenía una oreja,

se detuvo a mirar, maravillado,

con los demás, y ante los demás abrió el gaznate
[7]
,

que por fuera era rojo por todas partes…

—¡Y ésos eran hombres a los que Dante había conocido! Esta sombra con la nariz y la oreja cortadas, Pier da Medicina, de Bolonia, no había perjudicado a Dante personalmente, aunque había alimentado la disensión entre los ciudadanos de la Florencia de Dante. Éste nunca fue capaz de apartar Florencia de sus pensamientos, mientras escribía su viaje al inframundo. Necesitaba ver a sus héroes redimidos en el purgatorio y recompensados en el paraíso; anhelaba encontrar a los perversos en los círculos más bajos del infierno. El poeta no se limitaba a imaginar ese lugar como una posibilidad; sentía su realidad. Dante llegó a ver a un Alighieri, un pariente, entre los despedazados, señalándolo y pidiéndole venganza por su muerte.

La pequeña Annie Allegra se deslizó en la cocina del sótano de la casa Craigie, procedente del vestíbulo, frotándose los ojos para tratar de ahuyentar de ellos el sueño.

Peter echaba un cubo de carbón en la estufa de la cocina.

—Señorita Annie, ¿el señor Longfellow no la mandó ya a dormir?

Ella se esforzó por mantener los ojos abiertos.

—Quisiera un vaso de leche, Peter.

—Se lo traigo enseguida, señorita Annie —dijo uno de los cocineros, con una voz cantarina, mientras ella picoteaba en la cocción del pan—. Encantado, querida, encantado.

Un leve golpe llegó desde la puerta principal. Annie, emocionada, reclamó el privilegio de ir a abrir, empeñada, como siempre, en realizar tareas de ayuda, en especial recibir a las visitas. La niña trepó al vestíbulo principal y abrió la pesada puerta.

—¡Shhhhhh! —susurró Annie Allegra Longfellow antes, incluso, de poder ver el hermoso rostro del visitante. Éste se inclinó—. Hoy es
miércoles
—explicó ella en tono confidencial, juntando las manos—. Si viene usted a ver a papá, deberá esperar hasta que salga con el señor Lowell y los demás. Ésas son las reglas, ¿sabe? Puede usted aguardar aquí o en la salita, si lo desea —añadió, señalándole sus opciones.

—Pido excusas por la intrusión, señorita Longfellow —dijo Nicholas Rey.

Annie Allegra asintió graciosamente y, luchando para contrarrestar el peso que volvía a sentir en sus párpados, subió con paso indolente la angulosa escalera, olvidando para qué había hecho el largo viaje hasta abajo.

Nicholas Rey permaneció de pie en el vestíbulo principal de la casa Craigie, entre los retratos de Washington. Sacó los fragmentos de papel del bolsillo. Les pediría ayuda una vez más, en esta ocasión mostrándoles los trozos que había recogido del suelo alrededor del lugar donde murió Talbot, con la esperanza de que hubiera alguna relación que ellos fueran capaces de descubrir y que a él no le era posible. Había encontrado a varios extranjeros alrededor de los muelles que reconocieron el retrato del mendigo, lo cual reforzó la convicción de Rey de que aquél era extranjero, y que lo que susurró en su oído era otro idioma. Y esta convicción no podía dejar de recordar a Rey que el doctor Holmes y los demás sabían algo más de lo que le dijeron.

Rey se dirigió a la salita, pero se detuvo antes de abandonar el vestíbulo principal. Se volvió, sorprendido. Algo lo indujo a pararse. ¿Qué acababa de oír? Regresó sobre sus pasos y se acercó más a la puerta del estudio.

—«
Che le ferite son richiuse prima ch'altri dinanzi li rivada
…».

Rey se estremeció. Se acercó otros tres silenciosos pasos hasta la puerta del estudio. «
Dinanzi li rivada
». Sacó un papel del bolsillo del chaleco y encontró la palabra:
Deenanzee
. La palabra había sido para él como un reto desde que el mendigo se precipitó por la ventana de la comisaría. La oía en sueños y con el bombeo de su corazón. Rey se inclinó y apoyó la oreja caliente contra la fría madera blanca.

—Aquí Bertrand de Born, que cortó los vínculos de un hijo con su padre instigando la guerra entre ellos, sostiene en alto su propia cabeza cortada como si fuera una linterna, y con la boca de esa cabeza separada del cuerpo conversa con el peregrino florentino. —Era Longfellow hablando en voz alta.

—Como el jinete sin cabeza de Irving. —La inequívoca risa de barítono de Lowell.

Rey dio un golpecito sobre el papel y escribió lo que había oído.

Porque separé a personas tan unidas,

separado llevo mi cerebro, ¡ay de mí!,

de su principio que está en este tronco.

Así se observa en mí el
contrapasso
.

¿
Contrapasso
? Una pronunciación monótona y nasal. Como un ronquido. Rey se sintió cohibido y contuvo su propia respiración. Oyó una chirriante sinfonía de plumas garabateando.

—El más perfecto castigo de Dante —dijo Lowell.

—El propio Dante podría estar de acuerdo —corroboró otro.

A Rey lo abrumaban demasiado sus pensamientos como para continuar tratando de distinguir a quienes conversaban, y el diálogo acabó por transformarse en un coro.

—…Es la única vez que Dante presta tan explícita atención a la idea de
contrapasso
, una palabra para la que no hay traducción exacta, no hay definición precisa en inglés porque la palabra en sí misma es su propia definición… Bien, mi querido Longfellow, yo diría
contrasufrimiento
… La noción de que cada pecador debe ser castigado con una prolongación, contra él mismo, del mal causado por su pecado…, como esos cismáticos que eran despedazados…

Rey retrocedió hasta el vestíbulo principal.

—La clase ha terminado, caballeros.

Se cerraron los libros, los papeles crujieron y
Trap
empezó a ladrar a la ventana sin que nadie le prestara atención.

—Y nos hemos ganado una cena por nuestras tareas…

—¡Pero esto es como un faisán gordo!

James Russell Lowell, con agitado celo, tocaba un extraño esqueleto rematado por una cabeza descomunal y plana.

—No hay animal cuyas interioridades no haya sacado y luego las haya recompuesto —señaló el doctor Holmes jocosamente y, según creyó Lowell, con algo de sarcasmo.

Era la mañana siguiente, temprano, a la de su reunión del club Dante, y Lowell y Holmes estaban en el laboratorio del profesor Louis Agassiz, en el Museo de Zoología Comparada de Harvard. Agassiz los saludó y echó un vistazo a la herida de Lowell antes de regresar a su despacho privado para terminar cierto asunto.

—La nota de Agassiz daba a entender al menos que estaba interesado en las muestras de insectos.

Lowell trató de aparentar indiferencia. Ahora estaba seguro de que, en efecto, el insecto del estudio de Healey lo había picado, y le preocupaba lo que Agassiz pudiera decir acerca de sus terribles efectos: «Ah, no hay esperanza, pobre Lowell, qué pena». Lowell no confiaba en la opinión de Holmes de que esa clase de insecto no podía picar. ¿Qué tipo de insecto que se precie mínimamente no pica? Lowell aguardaba el fatal pronóstico. Al menos hubiera sido un alivio escucharlo. No le había dicho a Holmes lo mucho que la herida había crecido en los últimos días, lo a menudo que la sentía latir dentro de la pierna, y cómo podía seguir el rastro del dolor hora tras hora permear todos sus nervios. No quería mostrarse tan débil ante Holmes.

—Ah, ¿le gusta eso, Lowell?

Louis Agassiz entró con las muestras de los insectos en sus manos carnosas, que siempre olían a aceite, pescado y alcohol, incluso tras un concienzudo lavado. Lowell había olvidado que se hallaba de pie junto al esqueleto, que semejaba una hiperbólica gallina. Agassiz dijo orgullosamente:

—¡El cónsul de Mauricio me trajo dos esqueletos de dodo mientras yo estaba de viaje! ¿No es un tesoro?

—¿Cree usted que era bueno para comer, Agassiz? —preguntó Holmes.

—Oh, sí. ¡Lástima que no pudiéramos tener dodo en nuestro club del Sábado! Una buena comida ha sido siempre la mayor bendición para la humanidad. Qué lástima. Bueno, ¿estamos listos?

Lowell y Holmes lo siguieron hasta una mesa y tomaron asiento. Agassiz extrajo cuidadosamente los insectos de los tubos de solución alcohólica.

—Ante todo dígame dónde encontraron estos bichitos tan especiales, doctor Holmes.

—En realidad los encontró Lowell —respondió Holmes con cautela—. Cerca de Beacon Hill.

—Beacon Hill —repitió Agassiz, aunque el nombre sonó completamente distinto, pronunciado con su espeso acento suizo alemán—. Dígame, doctor Holmes, ¿qué opina usted de ellos?

A Holmes no le gustaba la costumbre de formular preguntas tendentes a provocar respuestas erróneas.

—No es mi especialidad. Pero son moscas azules, ¿verdad, Agassiz?

—Ah, sí. ¿Género? —preguntó Agassiz.


Cochliomyia
—respondió Holmes.

—¿Especie?


Macellaria
.

—¡Ja, ja! —rió Agassiz—. En efecto, parecen eso si nos atenemos a los libros. ¿No es así, querido Holmes?

—Entonces, ¿no son… eso? —preguntó Lowell.

Parecía como si toda la sangre se le hubiera ido del rostro. Si Holmes estaba equivocado, las moscas podían no ser inofensivas.

—Las dos moscas son casi idénticas físicamente —dijo Agassiz, y suspiró de un modo que cortaba toda respuesta—. Casi.

Agassiz se dirigió a su estantería de libros. Sus facciones anchas y su figura corpulenta lo hacían parecer más un político de éxito que un biólogo y botánico. El nuevo Museo de Zoología Comparada era la culminación de toda su carrera, pues finalmente podía contar con recursos para completar su clasificación de la miríada de especies innominadas de animales y plantas.

—Permítanme que les muestre algo. Podemos nombrar unas dos mil quinientas especies de moscas norteamericanas. Pero, según mis estimaciones, ahora mismo hay diez mil especies de moscas viviendo entre nosotros.

Mostró algunos dibujos. Eran toscas, más bien grotescas representaciones de rostros humanos, con las narices reemplazadas por orificios extraños, como borrones oscuros. Agassiz explicó:

—Hace unos pocos años, el doctor Coquerel, cirujano de la Armada Imperial francesa, fue llamado a la colonia de la isla del Diablo, en la Guayana francesa, al norte de Brasil. Cinco colonos estaban ingresados en el hospital con síntomas graves e inidentificables. Uno de los hombres murió poco después de la llegada del doctor Coquerel. Cuando perfundió agua en los senos del cráneo del cadáver, se encontraron dentro trescientas larvas de mosca azul.

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