El club Dante (50 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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El aprendiz tiró de las riendas en el patio trasero de una modesta casa colonial. Primero la sobrepasó y luego hizo girar en redondo su montura.

—Es esta casa; aquí es donde traje las pruebas. Las eché por debajo de la puerta de atrás; eso es lo que me dijeron que hiciera.

Lowell detuvo el carruaje.

—¿De quién es esta casa?

—¡Lo demás es cosa vuestra, pájaros! —gruñó Colby, espoleando su yegua, que salió al galope por el terreno helado.

Llevando una linterna, Fields condujo a Lowell y Longfellow a la plazoleta detrás de la casa.

—No hay lámparas encendidas en el interior —dijo Lowell arañando la escarcha de una ventana.

—Demos la vuelta hasta la fachada principal, tomemos nota de la dirección y regresemos con Rey —susurró Fields—. Ese bribón de Colby podría habérnosla jugado. ¡Es un ladrón, Lowell! Podría tener amigos dentro esperándonos para robarnos.

Lowell golpeó repetidas veces la aldaba de latón.

—Tal como nos van las cosas últimamente, si lo dejamos ahora, la casa puede haber desaparecido por la mañana.

—Fields tiene razón. Debemos proceder con cautela, mi querido Lowell —lo urgió Longfellow con voz queda.

—¡Hola! —gritó Lowell, golpeando ahora la puerta con los puños—. Ahí no hay nadie. —Lowell dio un puntapié en la puerta, y quedó sorprendido al advertir que se abría con facilidad—. ¿Lo ven? Esta noche, las estrellas están de nuestra parte.

—Jamey, no podemos irrumpir así! ¿Qué pasa si esta casa pertenece a Lucifer? ¡Vamos a ser nosotros quienes acabemos en la cárcel! —dijo Fields.

—Pues haremos nuestra presentación —replicó Lowell tomando la linterna de las manos de Fields.

Longfellow permaneció en el exterior para vigilar que el carruaje no fuera descubierto. Fields siguió a Lowell al interior. El editor se estremecía cada vez que se oía un crujido o un golpe mientras avanzaban por las oscuras y frías estancias. El viento que penetraba por la puerta trasera abierta agitaba las cortinas en espectrales piruetas. Algunas de las habitaciones estaban profusamente amuebladas; otras, vacías por completo. En la casa reinaba la espesa y tangible oscuridad que se acumula con el abandono.

Lowell entró en una habitación oval bien equipada, con un techo abovedado, como el de una capilla. Entonces oyó que Fields, de repente, escupía y se arañaba la cara y la barba. Lowell describió con la linterna un amplio arco.

—Telarañas. A medio tejer. —Colocó la linterna en la mesa central de la biblioteca—. Hace tiempo que aquí no vive nadie.

—O a la persona que vive aquí no le importa la compañía de los insectos.

Lowell se detuvo a considerar esto último.

—Busquemos algo que pudiera explicarnos por qué ese bribón pagaría para que le trajeran
aquí
las pruebas de Longfellow.

Fields empezó a decir algo como respuesta, pero un grito confuso y unos pasos pesados estremecieron la casa. Lowell y Fields intercambiaron miradas de horror, y se aprestaron a defender sus vidas.

—¡
Ladrones
!

La puerta lateral de la biblioteca se abrió de par en par y entró precipitadamente un hombre rechoncho, vestido con un batín de lana.

—¡Ladrones! ¡Dense a conocer o me pongo a gritar «ladrones»! El hombre adelantó su potente linterna y luego se detuvo, asombrado. Se fijó más en el corte de sus trajes que en sus caras.

—¿Señor Lowell? ¿Es usted? ¿Y el señor Fields?

—¿Randridge? —exclamó Fields—. ¿Randridge, el sastre?

—Pues claro —respondió Randridge, extrañado, arrastrando los pies calzados con zapatillas.

Longfellow había corrido al interior, atraído por las voces procedentes de la habitación.

—¿Señor Longfellow?

Randridge se despojó torpemente de su gorro de dormir.

—¿Vive usted aquí, Randridge? ¿Qué hacía con aquellas pruebas? —preguntó Lowell.

Randridge estaba desconcertado.

—¿Si vivo aquí? Vivo dos casas más abajo, señor Lowell. Pero he oído algún ruido, y pensé echar un vistazo. Temía que estuvieran saqueando. No han embalado ni se han llevado nada. Ya ven que no falta nada de la biblioteca.

—¿Quiénes no se han llevado nada? —preguntó Lowell.

—Los parientes, claro está. ¿Quién si no?

Fields retrocedió y paseó la luz por las estanterías. Sus ojos se abrieron desmesuradamente ante el insólito número de Biblias. Al menos había treinta o cuarenta. Sacó la mayor de todas. Randridge dijo:

—Vinieron de Maryland para inventariar sus pertenencias. Sus pobres sobrinos estaban muy poco preparados para afrontar semejante trance, puedo asegurárselo. ¿Y quién lo hubiera estado? De todos modos, como les iba diciendo, cuando oí ruidos pensé que algunos sujetos podían tratar de llevarse algún recuerdo… Ya saben, por lo sensacional del caso. Desde que los irlandeses empezaron a mudarse a nuestra vecindad… Bueno, las cosas han empeorado.

Lowell sabía exactamente dónde vivía Randridge en Cambridge. Galopaba con la mente por el barrio, mirando las casas de dos en dos en cada dirección, con el frenesí de Paul Revere
[13]
. Ordenó a sus ojos que se adaptaran a la oscuridad de la estancia, para buscar, en los no menos oscuros retratos que se alineaban en la pared, alguna cara familiar.

—No hay paz estos días, amigos míos, puedo asegurárselo —continuó lamentándose el sastre—. Ni siquiera para los muertos.

—¿Los muertos? —repitió Lowell.

—Los
muertos
—murmuró Fields, pasándole a Lowell una Biblia con los cierres abiertos.

La primera página estaba cubierta por un texto escrito con tinta. Era la genealogía completa de una familia, caligrafiada por el difunto ocupante de la casa, el reverendo Elisha Talbot.

XVI

Edificio principal de la universidad, 8 de octubre de 1865

Mi querido reverendo Talbot:

Quisiera subrayar una vez más que sigue teniendo en sus competentes manos plena libertad en cuanto a lenguaje y forma de la serie. El señor xxx nos ha dado seguridades de que considera un alto honor imprimirla en cuatro partes en su revista literaria, una de las principales y últimas competidoras de
The Atlantic Monthly
del señor Fields, para el público culto. Recuerde solamente las líneas básicas para alcanzar las humildes metas propuestas por nuestra corporación en las presentes circunstancias.

El primer artículo, al que aportaría su experiencia en estas materias, debería poner al desnudo la poesía de Dante Alighieri en sus aspectos religioso y moral. La continuación debería contener su inatacable exposición de por qué semejante charlatanería literaria, la de Dante y sus iguales (y toda la faramalla extranjera similar, que cada vez nos come más el terreno), no tiene sitio en las bibliotecas de los ciudadanos norteamericanos íntegros, y por qué editoriales con la «influencia internacional» (de la que con frecuencia se enorgullece el señor F.) de T. y F. y Cía deben atenerse a su responsabilidad y han de someterse a las más elevadas exigencias de responsabilidad social. Los dos últimos artículos de su serie, querido reverendo, deberían analizar la traducción de Dante debida a Henry Wadsworth Longfellow y reprobar al otrora poeta «nacional» por intentar introducir literatura inmoral e irreligiosa en las bibliotecas norteamericanas. Con un plan cuidadoso para lograr el mayor impacto, los dos primeros artículos deberían preceder en algunos meses a la aparición de la traducción de Longfellow, a fin de propiciar por anticipado el sentimiento del público a nuestro favor; y el tercero y cuarto artículos deberían publicarse a la vez que la propia traducción, con la finalidad de reducir las ventas entre las personas socialmente conscientes.

Por descontado que no necesito insistir en el celo moral que confiamos y esperamos encontrar en su texto. Sé que es ocioso recordarle su propia experiencia como joven estudioso en nuestra institución; antes bien, sentirá todos los días su peso en su alma, como también nos sucede a nosotros. La corriente bárbara de poesía extranjera contenida en Dante contrasta acusadamente con el bien probado programa clásico defendido por la Universidad de Harvard desde hace unos doscientos años. El derroche de rectitud que saldrá de su pluma, querido reverendo Talbot, aportará medios suficientes para devolver a Italia, y al papa que allí aguarda, el indeseado buque de Dante, vencido en nombre de
Christo et ecclesiae
.

Suyo siempre,

Augustus Manning

Cuando los tres eruditos estuvieron de regreso en la casa Craigie llevaban consigo cuatro cartas del mismo tenor, dirigidas a Elisha Talbot y encabezadas por el blasón de Harvard, así como un fajo de pruebas de Dante, precisamente las que faltaban de la cámara de seguridad de Riverside Press.

—Talbot era la cuña ideal para ellos —dijo Fields—. Un ministro respetado por todos los buenos cristianos, un reputado crítico de los católicos y alguien ajeno a la Universidad de Harvard, de modo que podía contentar a ésta y afilar su pluma contra nosotros con apariencia de objetividad.

—Supongo que no hace falta ser uno de esos adivinos de la calle Ann para saber la cantidad con que fue retribuido Talbot por sus molestias —dijo Holmes.

—Mil dólares —precisó Rey.

Longfellow asintió, mostrándoles la carta dirigida a Talbot en la que esa cantidad se especificaba como pagada:

—Los tuvimos en nuestras manos. Mil dólares por «gastos» diversos relacionados con la redacción e investigación de los cuatro artículos. Ese dinero (ahora podemos decirlo con certeza) le costó la vida a Elisha Talbot.

—Entonces, el asesino sabía la cantidad precisa que debía sacar de la caja de Talbot —concluyó Rey—. Conocía los detalles de ese acuerdo, de esa carta.

—«Guarda tu mal ganada moneda» —recitó Lowell, y añadió—: Mil dólares fue el pago por la cabeza de Dante.

—La primera de las cuatro cartas de Manning invitaba a Talbot a acudir al edificio principal de la universidad para tratar de la propuesta de la corporación. La segunda carta manifestaba el contenido esperado en cada entrega y adelantaba la totalidad del pago, previamente negociado en persona. Entre la segunda y la tercera carta parecía que Talbot se lamentaba a su destinatario de que no podía encontrarse ninguna traducción al inglés de la
Divina Commedia
en las librerías de Boston. Al parecer, el ministro trataba de localizar una versión británica del difunto reverendo H. F. Cary, con el propósito de escribir su crítica. Por eso la tercera carta de Manning, que realmente era más que una nota, prometía a Talbot procurarle una muestra por anticipado de la traducción de Longfellow.

Augustus Manning sabía, cuando hizo esta promesa, que el club Dante nunca le facilitaría prueba alguna, después de la campaña que ya había emprendido para hacerlo descarrilar. Así pues, en vista de la sospecha de los eruditos, el tesorero o uno de sus agentes encontraron a un turbio aprendiz de imprenta en la persona de Colby, y lo sobornaron para sustraer unas páginas del trabajo de Longfellow.

La razón les decía dónde encontrar respuestas a las nuevas preguntas relativas al plan de Manning: en el edificio principal de la universidad. Pero Lowell no podía examinar los archivos de la corporación de Harvard durante el día, cuando sus integrantes se movían por su territorio, y carecía de medios para hacerlo de noche. Una oleada de travesuras y manipulaciones había inducido a instalar un complejo sistema de cerraduras y de combinaciones para sellar los archivos.

Penetrar en la fortaleza parecía un propósito inalcanzable, hasta que Fields recordó a alguien que podría hacerlo por ellos.

—¡Teal!

—¿Quién, Fields? —preguntó Holmes.

—Mi mozo del turno de noche. Durante aquel feo episodio que tuvimos con Sam Ticknor, fue el único que salvó a la pobre señorita Emory. Mencionó que, además de sus noches a la semana en el Corner, tiene un empleo diurno en la universidad.

Lowell preguntó si Fields creía que el mozo estaría dispuesto a ayudar.

—Es un hombre leal a Ticknor y Fields, ¿no es así? —respondió Fields.

Cuando el hombre leal a Ticknor y Fields salió del Corner alrededor de las once de la noche, se encontró, para su gran sorpresa, con J. T. Fields esperándolo frente a la entrada principal. Al cabo de unos minutos, el mozo estaba sentado en el carruaje del editor, donde fue presentado al otro pasajero, ¡el profesor James Russell Lowell! ¡Cuán a menudo se había imaginado en compañía de hombres tan ilustres! Teal no pareció saber muy bien cómo reaccionar a un trato tan extraño. Escuchó, acercándose mucho, sus peticiones.

Una vez en Cambridge, los guió a través del campus de Harvard, dejando atrás el desaprobador zumbido de los globos de gas. Aminoró el paso para mirar por encima del hombro varias veces, como si le preocupara que su pelotón literario pudiera desvanecerse con tanta rapidez como se había formado.

—Vamos. Continúe, hombre. ¡Lo seguimos pegados a usted! —le aseguró Lowell.

Lowell se retorció las puntas del bigote. Estaba menos nervioso ante la perspectiva de que alguien de la universidad se los encontrara en el campus, que por lo que podían hallar en los archivos de la corporación. Razonó que como profesor hallaría un pretexto sensato si lo sorprendía a aquellas horas tardías un empleado residente en el centro: podría explicar que había olvidado algunas notas de clase. La presencia de Fields podía parecer menos natural, pero no cabía prescindir de él, pues era necesario para asegurar la participación del mohíno muchacho, que no parecía contar mucho más de veinte años. Dan Teal tenía mejillas imberbes, de niño, ojos grandes y una hermosa boca, casi femenina, una boca que continuamente se mantenía en movimiento, como la de un roedor.

—No se preocupe en absoluto, querido señor Teal —le dijo Fields, y lo tomó del brazo, cuando emprendían el ascenso por la imponente escalera de piedra que llevaba a las oficinas y aulas del edificio principal de la universidad—. Sólo necesitamos echar un vistazo rápido a unos papeles y luego seguiremos nuestro camino, sin que nada cambie para peor. Está usted haciendo algo bueno.

—Eso es todo lo que deseo —dijo Teal sinceramente.

—Buen chico —lo animó Fields sonriendo.

Teal tuvo que utilizar el llavero que le habían confiado, para abrir la serie de cerrojos y cerraduras. Luego, una vez franqueada la entrada, Lowell y Fields prendieron unas bujías que llevaban en una caja para la ocasión, sacaron los libros de la corporación de una vitrina y los dispusieron sobre la larga mesa.

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