Llegó a la conclusión de que sí, de que cabía. Entonces cerró la puerta del armario y sacó un trapo del bolsillo del delantal, para frotar los bordes que había tocado. Un objetivo cumplido. Miró por segunda vez a su alrededor, tomando nota mentalmente de todas las piezas de la colección de Blackburn, nutrida y muy ecléctica.
Al volver hacia el carrito, se detuvo al pie de la escalera. Había oído algo en el piso de arriba. Se quedó a la escucha sin mover un solo músculo. Otra vez. Era un ronquido apagado que salía de la puerta abierta de un dormitorio, en el primer rellano.
De modo que quedaba alguien en la suite… Probablemente la criada personal de Blackburn. Las cosas se complicaban.
Empujó el carrito por el vestíbulo, con el cuidado necesario para que la escoba y la mopa no hicieran ruido en sus soportes. Tras aparcarlo en medio de la sala de estar, procedió rápidamente a vaciar las papeleras y los ceniceros en la bolsa vacía de basura que había colgado en el carrito. Después entró en la cocina y en el comedor para repetir la operación, dejando el carro donde estaba. Prácticamente no había nada que tirar. Se notaba que la criada de Blackburn había hecho una limpieza a fondo.
Volvió a la sala de estar y se quedó pensando. No se atrevía a subir al piso de arriba para el resto de la basura. Despertaría a la criada, y probablemente tendría lugar una escena desagradable. De hecho ya había conseguido la información más importante: la situación y dimensiones de la caja fuerte de Blackburn y un rápido inventario de su colección. Quizá fuera mejor irse.
Mientras se decidía, observó algo curioso: frente a la pulcritud absoluta y reluciente de las mesas y los objetos de arte, y lo vacías que estaban las papeleras y las basuras, sorprendía la cantidad de polvo que había en el suelo, sobre todo alrededor de las molduras. Al parecer la habilidad de la criada de Blackburn no incluía el uso de la aspiradora. Se puso de rodillas y pasó un dedo por la base de la moldura de caoba. No era polvo, sino serrín.
Alzó la vista hacia la aspiradora que colgaba del carrito de la limpieza. Si la encendía, seguro que despertaría a la criada. Pero, qué remedio… Se acercó al carrito, descolgó la aspiradora del gancho, sacó la bolsa vieja y la cambió por una nueva. Después se aproximó a la pared más cercana de la sala de estar, se puso de rodillas, encendió la aspiradora e hizo varias pasadas rápidas por el borde del suelo, aspirando todo el polvo que le fue posible.
Casi enseguida se oyó un golpe sordo en el piso de arriba.
— ¿Hola? —dijo una mujer con voz de sueño—. ¿Quién es?
Constance fingió no oír nada a causa del ruido. Fue al centro de la sala y se puso de rodillas para pasar la aspiradora varías veces por la parte superior de las molduras. Siguió por las alfombras del vestíbulo, buscando pelos y fibras.
Al cabo de un minuto se oyó otra vez la voz, mucho más fuerte.
— ¡Eh! ¿Qué hace?
Constance se levantó, apagó la aspiradora y se volvió. En el primer escalón había una mujer baja y con forma de melón, de unos treinta años, roja de cara, envuelta en una toalla enorme que sujetaba con un antebrazo fofo.
— ¿Qué está haciendo aquí? —preguntó de nuevo.
Constance hizo una reverencia.
—Perdone que la despierte, señora —dijo, adoptando su acento alemán—. Es que la criada que suele limpiar la suite ha tenido un accidente, y la estoy sustituyendo.
— ¡Pero si es más de medianoche! —dijo con voz chillona la mujer.
—Lo siento, señora, pero es que me dijeron que limpiase la suite en cuanto se quedara vacía.
— ¡El señor Blackburn dio órdenes concretas de que en esta suite ya no hubiera servicio de limpieza!
En aquel momento se oyó algo fuera: el sonido de una tarjeta introducida en una ranura, seguido por el clic de una cerradura al abrirse. La criada, sonrojada y boquiabierta, subió corriendo hacia su cuarto. Poco después se abrió la puerta principal, y entró Blackburn con varios periódicos enrollados debajo del brazo.
Constance le miró sin moverse, con la aspiradora portátil en una mano.
Él se paró a observarla fijamente, entrecerrando los ojos. Después, con calma, se volvió hacia la puerta, dio dos vueltas al pestillo, cruzó el recibidor y dejó los periódicos sobre una mesita.
— ¿Quién es usted? —preguntó, dándole la espalda.
—Con permiso, señor, soy su camarera —dijo ella.
— ¿Camarera?
—La nueva —prosiguió—. Juanita, la chica que limpiaba esta suite, ha tenido un accidente, y ahora me han encargado…
Blackburn se volvió y se quedó mirándola. Constance no terminó la frase. Había algo en la expresión de Blackburn, en sus ojos, que la impresionó: una determinación tan dura y limpia como el acero pulido, teñida de algo parecido al miedo, o incluso a la desesperación.
Lo intentó otra vez.
—Lamento haber venido tan tarde, pero además de los camarotes de Juanita sigo limpiando los míos, y se me acumula el trabajo. Creía que no había nadie. Si no, no…
De repente, una mano salió disparada, y la agarró por la muñeca. Blackburn la estrujó cruelmente y arrastró a Constance, cortándole el aliento de dolor.
—Y una mierda —dijo en una alarmante voz baja, a pocos centímetros de su cara—. Esta misma tarde he dado órdenes muy claras de que mi suite solo la limpie mi asistente personal.
Apretó más.
Constance reprimió un gemido.
—Por favor, señor… No me lo había dicho nadie. Si no quiere que le limpien las habitaciones, me iré.
Blackburn la miró fijamente. Ella apartó la vista. La presión se volvió todavía más fuerte; Constance pensó que le destrozaría la muñeca. De pronto, Blackburn la empujó brutalmente, y ella cayó al suelo, mientras la aspiradora rebotaba varias veces por la alfombra.
—Vete de una puta vez —rugió Blackburn.
Constance se levantó, cogiendo la aspiradora y alisándose el uniforme, y pasó al lado de Blackburn para colgar la aspiradora en su gancho y llevarse el carrito hacia la entrada de la suite. Abrió el pestillo, salió con el carrito por delante y, tras una sola y disimulada mirada a Blackburn, que ya subía por la escalera gritando a su criada por haber dejado que entrase en la suite una desconocida, se fue por el pasillo.
La mesa de cerezo pulido del comedor de la suite Tudor estaba cubierta de algo tan inverosímil como una bolsa grande de basura de plástico claro, de la que salían diversos desperdicios: papeles arrugados, bolas de pañuelos de papel, ceniza de cigarrillo… Pendergast daba vueltas a su alrededor como un gato inquieto, con las manos en la espalda; de vez en cuando se inclinaba para examinar algo, pero en ningún momento acercaba la mano para tocar o palpar. Constance estaba sentada cerca, en un sofá, mirándole. Llevaba uno de los vestidos elegantes que se había comprado en el barco.
— ¿Dices que te ha echado? —murmuró Pendergast por encima del hombro.
—Sí.
—Es un maleducado. —Dio otra vuelta a la mesa y se paró a mirar a Constance—. ¿No hay nada más?
—No he tenido tiempo de ir a la parte de arriba de la suite. Como estaba la criada… Lo siento, Aloysius.
—No lo sientas. Lo he dicho por decir. Lo importante es que sabemos las dimensiones y la situación de la caja fuerte, y además me has hecho un resumen excelente de su colección. Lástima que no parezca contener el Agoyzen.
Metió una mano en el bolsillo, sacó unos guantes de látex, se los puso y empezó a examinar la basura. Primero cogió de la mesa una botella vacía de agua con gas, la inspeccionó y la dejó. Siguieron varias etiquetas de tintorería, una colilla y ceniza, una tarjeta de visita arrugada, una pequeña servilleta de papel sucia, un tapón de champán, una caja rota de CD, un folleto del barco rasgado por la mitad, un agitador para cóctel, una caja vacía de cerillas Swan Vesta y media docena de cerillas de madera usadas. Lo revisó todo con gran cuidado. Tras soltar el último artículo, dio otra vuelta a la mesa con las manos en la espalda, se paró a examinar diversas piezas con la lupa y se irguió con un suspiro.
—Lo guardaremos donde no lo vea la mujer de la limpieza —dijo—. Por si quisiéramos volver a examinar algo.
Se quitó los guantes y los dejó sobre la mesa.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Constance.
—Ahora, debemos buscar la forma de ver qué hay dentro de la caja fuerte. Preferiblemente cuando Blackburn no esté.
—Quizá sea difícil. Es como si tuviera miedo de algo, porque parece que se resiste a ausentarse mucho rato de la suite, y no deja entrar a nadie.
—De cualquier otra persona diría que le han asustado las dos desapariciones de las que me has informado, pero no del señor Blackburn. Lástima que no haya reducido más deprisa mi lista. Ayer me habría sido relativamente fácil examinar sus habitaciones. —Pendergast miró a Constance—. Por otro lado, no podemos olvidar que, aunque Blackburn sea el principal sospechoso, también debemos examinar las habitaciones de Calderón y Strage, como mínimo para descartarles.
Se acercó al aparador para servirse una copa de Calvados. Sentado en el sofá, hizo girar con suavidad el aguardiente, se lo acercó a la nariz, bebió un poco y suspiró, entre satisfecho y apenado.
—Bueno, querida, muchas gracias —dijo—. Lamento que te hayan agredido. Me aseguraré a su debido tiempo de que Blackburn lo pague.
—Yo lo único que lamento es que…
Constance se calló de golpe.
— ¿Qué pasa?
—Casi lo olvido. He traído algo más de su suite. He usado la aspiradora para recoger unas extrañas muestras de polvo.
— ¿Por qué extrañas?
—Teniendo en cuenta que hay una criada fija, y que salta a la vista que Blackburn es un tirano de tres al cuarto, me ha parecido raro que hubiera tanto polvo en la sala.
— ¿Polvo? —repitió Pendergast.
Constance asintió con la cabeza.
—La mayoría cerca de las paredes, debajo de la boiserie. De hecho parecía serrín.
Pendergast se había levantado.
— ¿Dónde está la bolsa de la aspiradora, Constance?
Lo dijo con calma, pero sus ojos plateados brillaban de entusiasmo.
—Allí, al lado de la puerta…
Antes de que las palabras acabaran de salir de la boca de Constance, Pendergast ya estaba en la puerta principal. Cogió la bolsa, sacó un plato limpio de un armario de la cocina y volvió a la mesa. Sus movimientos eran extremadamente minuciosos. Sacó del bolsillo una navaja, cortó con cuidado la bolsa de la aspiradora y la vació despacio en el plato. Después se ajustó una lupa de joyero en un ojo y empezó a separar los residuos con la cuchilla de la navaja, trocito a trocito, como si examinase cada mota por separado.
— ¿Sabes, Constance? —murmuró al inclinarse hacia la mesa hasta que su cara estuvo a pocos centímetros del tablero—. Creo que tienes razón. Es serrín.
— ¿Restos de la construcción?
—No, serrín fresco; y si es lo que creo… —Cogió algo con unas pinzas y se irguió—. Entonces no tendremos que perder el tiempo con Calderón ni con Strage.
Constance miró la cara de Pendergast, pálida y ansiosa. Ella no tenía la menor idea de qué podía ser aquel serrín.
Mientras ella se levantaba y se acercaba, Pendergast buscó un cenicero y una cerilla. Después le hizo señas de que se colocara más cerca. Al ver las pinzas encima del cenicero, Constance distinguió fugazmente el brillo de un minúsculo cristal marrón.
—Atenta —dijo él en voz baja—, porque no durará mucho.
Encendió la cerilla, y esperó a que se apagara el fogonazo inicial para aplicar la llama al cristal.
Mientras miraban, la llama creció y desprendió humo. A continuación, Constance percibió un olor tenue que se esparció fugazmente por el camarote: un aroma exótico y complejo, como de almizcle y mirra, peculiar y un poco embriagador. Inconfundible, también.
—Conozco este olor —musitó.
Pendergast asintió con la cabeza.
—El olor del monasterio interior de Gsalrig Chongg. Un tipo especial de incienso que solo fabrican ellos, y que se usa para luchar contra una especie de carcoma de una voracidad única en el mundo.
— ¿Carcoma? —repitió Constance.
—Sí.
Se volvió hacia el montoncito de la mesa.
— ¿Quieres decir que este serrín…?
—Exacto. Algunas carcomas de esa especie deben de haber subido a bordo dentro de la caja donde estaba guardado el Agoyzen. Blackburn no le ha hecho ningún favor a la línea North Star introduciéndolas en el
Britannia
. —Se volvió hacia Constance, sin que sus ojos hubieran perdido el brillo de entusiasmo—. Ya tenemos al culpable. Ahora lo único que falta es sacarle de su guarida y abrir su caja fuerte.
Scott Blackburn se acercó a la puerta de su suite, y tras colgar el cartelito de «NO MOLESTEN» en el exterior, cerró por dentro. Cuando llegó a su vestidor, dos pisos más arriba, se arrancó la corbata; también se quitó el traje y la camisa, y lo tiró todo a un rincón para que lo recogiese su criada. Lo último que se quitó fueron los pantalones. Se quedó un momento frente al espejo de cuerpo entero, flexionando los músculos y mirando su torso sin excesiva atención. Después sacó una túnica Toray color azafrán de un cajón cerrado con llave y se la puso despacio: primero la túnica interior, y después la exterior. Era una seda tan fina, que resbalaba por su piel como el mercurio. Distribuyó los pliegues, dejando al descubierto un hombro y un brazo musculosos.
Entró en su salón privado, cerró la puerta y se quedó en el centro, absorto, rodeado por su colección de arte asiático. Sabía que debía calmar su mente, muy agitada por lo que había oído durante la cena: por lo visto, el día anterior una camarera había entrado en su habitación, después se había vuelto loca y se había suicidado. Más tarde el interrogatorio del jefe de seguridad, supuestamente de rutina… Y ahora pillaba en su suite a otra camarera del barco, pese a haber dado órdenes estrictas al director y a la jefa del servicio de limpieza. ¿Coincidencia?
¿O lo estaban investigando? ¿Habrían seguido sus movimientos, sus actividades, sus… adquisiciones?
Hacía tiempo, durante su ardua escalada hasta la cima de la jerarquía de Silicon Valley, Blackburn había aprendido a fiarse de su paranoia; había aprendido que si su intuición le decía que alguien iba a por él, solía ser así. Y en aquel barco del que no podía salir, donde no podía recurrir a sus habituales medidas de seguridad, se hallaba en una insólita situación de vulnerabilidad. Corrían rumores de que había una especie de investigador privado a bordo, un pasajero excéntrico, llamado Pendergast, que buscaba a un ladrón y asesino.