El círculo oscuro (20 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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A Inge no se lo parecía, pero no dijo nada. Fueron al ascensor y subieron cuatro niveles, hasta la cubierta 7.

—Voy a enseñarle algo que seguro que nunca ha visto —dijo su acompañante, precediéndola por el pasillo.

Pasaron al lado del restaurante Hyde Park (muy tranquilo, a aquellas horas de la noche) y llegaron a una gruesa escotilla.

—Podemos salir por aquí.

Lo cierto era que Inge nunca había estado en la cubierta. Hacía bastante frío. El viento gemía al recorrer el barco, mientras el pelo y los hombros de Inge se llenaban de gotas de agua. La escena no podía ser más espectacular. Sobre la luna, amarillenta, corrían nubes de tormenta. El gigantesco buque se abría camino entre olas muy altas. Arriba, y abajo, la luz de infinidad de ventanas y ojos de buey convertía la espuma del mar en oro líquido. Era todo de un romanticismo inverosímil.

— ¿Dónde estamos? —murmuró.

—En la cubierta de paseo. Venga, quiero enseñarle una cosa. —Su acompañante la llevó a la baranda de popa, en la punta del barco—. En noches oscuras, como hoy, se ve brillar el plancton en la estela del barco. Fíjese, es increíble.

Inge se inclinó, asiendo con fuerza la baranda. Tenía el mar a sus pies, formando remolinos en la popa. En efecto: millones de luces titilaban en la cremosa estela. El mar vibraba de fosforescencia, todo un mundo de color de perla, distinto a todo, al que la propulsión del barco infundía una vida pasajera.

—Es precioso —susurró, mientras el aire frío la hacía tintar.

La respuesta fue una mano que se posó suavemente en su hombro, tirando de ella.

Inge solo se resistió un momento. Después se dejó llevar, agradeciendo el calor. Mientras contemplaba el resplandor de la estela, que parecía de otro mundo, también sintió una mano en el otro hombro. La presión se hizo más firme.

Y de pronto, en un solo y brutal estirón, sintió que la levantaban del suelo y la echaban por la borda.

Una larga y confusa ráfaga de aire, seguida bruscamente por un terrible impacto, el de su cuerpo contra el agua gélida.

Se retorció sobre sí misma, desorientada por el agua, y aturdida y dolorida por el impacto. Después, con la ropa y los zapatos como pesos muertos, se impulsó hacia arriba y salió a la superficie escupiendo agua, agitando las manos como si pretendiese escalar hacia el cielo.

Al principio, las ideas se le atropellaron en la mente, sin orden ni concierto, y se preguntó cómo se había caído (si había cedido la baranda, o algo así), pero después recuperó la lucidez.

«No me he caído. Me han tirado.»

Se quedó estupefacta. No podía ser verdad. Miró a su alrededor con desesperación, moviendo instintivamente las piernas. La popa del barco ya se alejaba en la noche, como una gran torre luminosa. Quiso gritar, pero enseguida se le llenó la boca con el remolino de la estela. Tosió y se debatió, intentando mantenerse a flote. El frío del agua la paralizaba.

— ¡Socorro! —gritó, con una voz tan débil y ahogada que casi ni ella misma la oyó por encima del viento, del ruido de los motores y del fuerte silbido de las burbujas que creaba la estela del barco.

Escuchó el lejano griterío de las gaviotas que seguían al barco día y noche.

Era un sueño. Tenía que serlo. Pero el agua estaba tan fría, tanto… Sus brazos y piernas doloridos, que forcejeaban, se volvieron de plomo.

La habían tirado del barco.

Contempló horrorizada el racimo de luces, cada vez más pequeño. Por las ventanas de popa podía verse el enorme salón de baile Jorge II de la cubierta 1, con puntos negros que se movían contra el resplandor de la luz: gente.

— ¡Socorro!

Intentó agitar la mano, pero se hundió, y le costó regresar a la superficie.

«Quítate los zapatos y nada.»

Solo tardó un momento en quitarse los ridículos zapatos de tacón bajo que le hacía ponerse su jefa, pero no sirvió de nada. Ya no sentía los pies. Braceó un par de veces sin fuerzas, pero era inútil intentar nadar. Todas sus fuerzas se consumían en lograr mantener la cabeza por encima del agua.

El
Britannia
empezaba a desaparecer en la niebla nocturna que flotaba sobre el mar. Las luces estaban perdiendo intensidad. Ya no se oían gritos de gaviotas. Lentamente, también se disipó el silbido de las burbujas, y el color verde de la estela. El agua quedó negra, tan negra como profunda.

Las luces se apagaron. Poco después dejó de oírse la lejana pulsación de los motores.

Inge contempló horrorizada el espacio abandonado por las luces y los sonidos. Todo estaba negro. Mantuvo la vista fija, porque le daba demasiado miedo mirar hacia otra parte, como si seguir localizando el punto exacto fuera su última esperanza. A su alrededor, el mar estaba oscuro y lleno de olas. La luna se asomó por detrás de unas nubes que se deslizaban por el cielo, volviendo fugazmente plateada la capa de niebla del mar, que volvió a oscurecerse cuando el astro se escondió otra vez tras una nube. Inge subió y bajó a merced de las olas.

Mientras se esforzaba por ver algo en la oscuridad llena de niebla, se le echó encima la cresta de una ola, que la empujó hacia abajo. Inge agitó los brazos. A su alrededor no había nada, absolutamente nada, solo negrura, y un frío terrible e implacable.

Sin embargo, mientras se resistía, tuvo la sensación de que el tremendo frío se convertía lentamente en un calor inexplicable. Sus brazos y sus piernas desaparecieron. A medida que pasaban los segundos, sus movimientos se volvieron más lentos, hasta que el simple hecho de moverse requirió de toda su fuerza de voluntad. Luchó encarnizadamente por seguir a flote, pero todo su cuerpo se había convertido en un pesado saco inútil. Empezó a darse cuenta de que no estaba en el mar, sino en su cama, durmiendo. Todo había sido una pesadilla. Se sintió abrumada de alivio y gratitud. Al cambiar de postura, sintió la cama caliente y blanda, un calor oscuro en el que se hundió. Suspiró. En ese momento sintió algo sólido y pesado en el pecho, un peso descomunal, y una chispa de comprensión se abrió camino con dificultad por su conciencia: no, no estaba en la cama, ni era un sueño; se hundía de verdad en las profundidades negras e infinitas del norte del Atlántico, y sus pulmones no daban más de sí.

«Me han asesinado», fue el último pensamiento que pasó por su cerebro en el momento en el que se hundía. Respiró una vez más, expulsando por la boca el último suspiro que le quedaba, en una erupción de horror silencioso más intensa que el más salvaje de los gritos.

Capítulo 26

Cuando Kemper llegó a la central de seguridad, eran las once y cuarto. La puerta estaba entreabierta. Oyó conversaciones animadas, y lo que parecían discretos aplausos en el puesto de seguimiento. Con una mano empujó la puerta.

Las paredes de la sala circular estaban tapizadas por cientos de pantallas de vídeo, cada una de las cuales mostraba imágenes por circuito cerrado de algún lugar del barco. Todos los empleados de guardia estaban reunidos frente a una sola pantalla, hablando y riéndose, tan enfrascados en lo que velan que no se dieron cuenta de la llegada de Kemper. El parpadeo azulado de los monitores iluminaba al grupo. Olía a los restos de pizza olvidados en varias cajas manchadas de aceite que se amontonaban en un rincón.

— ¡Eso, abuela, bien adentro! —exclamó alguien.

— ¡Hasta la empuñadura!

— ¡Qué marcha tiene, la vieja!

Se oyeron gritos, silbidos y risas. Un empleado se contoneó lascivamente.

— ¡Así me gusta, chaval! ¡Cabalga, vaquero, cabalga!

Kemper se acercó.

— ¿Se puede saber qué ocurre?

Se apartaron inmediatamente de la pantalla de circuito cerrado, dejando a la vista a dos pasajeros con sobrepeso que mantenían vigorosas relaciones sexuales en un pasillo apartado y poco iluminado.

— ¡Será posible! —Kemper se volvió—. Señor Wadle, ¿no se supone que es usted el supervisor del turno?

Miró uno a uno a los empleados, que se cuadraron ridículamente.

—Sí, señor.

— ¿Desaparece una pasajera, se suicida una empleada, estamos perdiendo una fortuna en el casino y no se les ocurre nada mejor que mirar el Viagra Show? ¿Les parece gracioso?

—No, señor.

Kemper sacudió la cabeza.

Wadle señaló el interruptor con el que se apagaba el monitor.

— ¿Quiere que…?

—No. Cada vez que se apaga la pantalla, queda registrado, y podría levantar sospechas. Limítense a… apartar la vista.

Alguien se aguantó la risa. Kemper no pudo evitar que se le contagiara.

—Bueno, bueno, ya se han divertido. Ahora, todos a sus puestos.

Cruzó el puesto de seguimiento y entró en su pequeño despacho del fondo. Poco después sonó el interfono.

«Un tal Pendergast quiere verle.»

Kemper sintió que se le agriaba el humor. Al cabo de un rato entró el investigador privado.

— ¿También ha venido para ver el espectáculo? —preguntó Kemper.

—El caballero en cuestión ha estudiado el Kama Sutra. La postura, si no me equivoco, se llama «batiendo nata».

—No tenemos mucho tiempo —contestó Kemper—. De momento esta noche llevamos perdidos otros doscientos mil en el Covent Garden. Creía que iba a ayudarnos.

Pendergast se sentó y cruzó una pierna encima de la otra.

—A eso venía. ¿Puede darme fotos de los ganadores de esta noche?

Kemper le tendió un fajo de fotos borrosas, que Pendergast hojeó.

—Interesante. No es el mismo grupo que la noche pasada. Tal como suponía.

— ¿O sea?

—Se trata ciertamente de un grupo numeroso y organizado. Los jugadores cambian cada noche. La clave está en los observadores.

— ¿Observadores?

—Señor Kemper, me sorprende su ingenuidad. Aunque el sistema sea complejo, los principios son simples. Los observadores se mezclan con la gente y vigilan el juego en las mesas donde más se apuesta.

— ¿Quiénes narices son esos observadores?

—Podría ser cualquiera: una anciana en una máquina tragaperras estratégicamente situada, un empresario achispado que habla muy alto por el teléfono móvil… Hasta un adolescente con acné que lo mira todo boquiabierto. Los observadores están muy bien entrenados, y en muchos casos incluso crean un personaje como tapadera de sus actividades. Cuentan las cartas, pero no juegan.

— ¿Y los jugadores?

—Un observador puede tener entre dos y cuatro jugadores a su cargo. Los observadores hacen un seguimiento de todas las cartas que se juegan en una mesa, y las «cuentan», lo cual suele consistir en asignar números negativos a las cartas bajas y números positivos a los dieces y a los ases. Lo único que deben recordar es un solo número, la suma en cada momento. Cuando la relación entre cartas altas y bajas que quedan en la baraja pasa de cierto punto, las probabilidades benefician temporalmente a los jugadores. En el blackjack, las cartas altas perjudican al crupier. Cuando un observador detecta este cambio en alguna mesa, hace una señal acordada a uno de los jugadores, que se sienta en la mesa y empieza a apostar fuerte; o, si el jugador ya está en la mesa, sube de golpe las apuestas. Cuando la proporción vuelve a la normalidad, o queda por debajo, otra señal del observador indica al jugador que es hora de irse, o de volver a las apuestas bajas.

Kemper cambió de postura, inquieto.

— ¿Cómo podemos pararlo?

—La única contramedida de eficacia comprobada es identificar a los observadores y ponerlos… de patitas en la calle.

—Eso no podemos hacerlo.

—Será por eso que están aquí, y no en Las Vegas.

— ¿Qué más?

—Combinar las cartas en sabots de ocho barajas y repartir solo un tercio del sabot antes de volver a barajar.

—Nosotros usamos sabots de cuatro barajas.

—Otro motivo por el que atraen a los contadores. Podría pararles los pies dando instrucciones a sus crupieres de que barajen cada vez que se siente un nuevo jugador o suba de golpe las apuestas.

—Ni hablar. Se jugaría más despacio y bajarían los beneficios; además, los jugadores con más experiencia se quejarían.

—No cabe duda. —Pendergast se encogió de hombros—. Naturalmente, ninguna de estas contramedidas resuelve el problema de recuperar el dinero.

Kemper le miró con ojos sorprendidos.

—Ah, pero ¿hay alguna manera de recuperarlo?

—Es posible.

—Pero no podemos hacer trampas.

—Ustedes no.

—Tampoco podemos permitir que las haga usted, señor Pendergast.

— ¡Pero señor Kemper! —contestó Pendergast en tono falsamente ofendido—. ¿He dicho yo algo de hacer trampas?

Kemper no respondió.

—Una característica de los contadores de cartas es que siempre siguen el mismo sistema. Cuando un jugador normal pierde mucho dinero suele abandonar la partida. Los contadores de cartas profesionales no. Lo cual nos beneficia. —Pendergast miró su reloj—. Las once y media. Quedan tres horas de juego intenso por delante. Señor Kemper, tenga la amabilidad de extenderme una línea de crédito de medio millón.

— ¿Ha dicho medio millón?

—No me gustaría nada quedarme corto justo en el momento más interesante.

Kemper reflexionó unos instantes.

— ¿Nos devolverá el dinero?

Pendergast sonrió.

—Lo intentaré.

Kemper tragó saliva.

—De acuerdo.

—Tendrá que pedirle al señor Hentoff que avise a los supervisores y a los crupieres de que quizá me vean jugar de manera excéntrica, por no decir sospechosa, aunque siempre me mantendré dentro de los límites de la legalidad. Me sentaré a la izquierda del crupier y no apostaré en el cincuenta por ciento de las manos, aproximadamente; por lo tanto, le ruego que avise a sus hombres de que no me cambien de mesa si no juego. Hentoff debería dar instrucciones a sus crupieres de que me dejen cortar siempre que resulte normal, sobre todo al principio, cuando me siente. Parecerá que bebo mucho; asegúrese, por tanto, de que solo me traigan tónica cada vez que pida un gin-tonic.

—De acuerdo.

— ¿Sería posible levantar el tope de apuestas en una de las mesas donde se juega fuerte?

— ¿Qué quiere decir? ¿Que no haya un máximo?

—Exacto. Así nos aseguraremos de que los contadores se fijen en la mesa, y será mucho más eficaz para la devolución del dinero.

Kemper sintió que le caía una gota de sudor por la frente.

—Por último, le ruego que pida al señor Hentoff que asigne un crupier con las manos pequeñas y los dedos finos a la mesa elegida. Cuanta menos experiencia tenga, mejor. Que ponga la carta de corte muy alta en el sabot.

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