—No hay de qué, en absoluto. ¿Están siguiendo mi consejo sobre cómo evitar que vuelvan a ganar?
—Sí, gracias.
— ¿Y funciona?
—De mil maravillas —dijo Hentoff—. Cada vez que entra en el casino un observador, le mandamos a una camarera para que le dé conversación, siempre sobre algo relacionado con números. Se están volviendo locos, pero no pueden evitarlo.
—Magnífico. —Pendergast miró inquisitivamente a Kemper—. ¿Querían algo más?
Kemper se frotó la sien.
—Verá… quedaba pendiente lo del… dinero…
— ¿Se refiere a este?
Pendergast señaló con la cabeza el escritorio, donde hasta entonces Kemper no había visto un montón de sobres muy llenos, atados con gruesas gomas elásticas.
—Si es lo que ganó en el casino, sí.
— ¿Y hay algo «pendiente» al respecto?
—Usted trabajaba para nosotros —dijo Kemper, aunque se dio cuenta de la endeblez del argumento antes de pronunciarlo—. Por derecho, las ganancias pertenecen a su jefe.
—Yo no tengo ningún jefe —dijo Pendergast con una sonrisa glacial—. Salvo el gobierno federal, naturalmente.
Su mirada plateada puso a Kemper angustiosamente incómodo.
—Doy por supuesto, señor Kemper —añadió Pendergast—, que se da cuenta de que fueron ganancias obtenidas legalmente. El conteo de cartas y las otras técnicas que usé son legales. Pregúnteselo al señor Hentoff. Ni siquiera tuve que recurrir al crédito que me ofreció usted.
Kemper miró a Hentoff, que asintió, contrariado.
Otra sonrisa.
— ¿Y bien? ¿Responde eso a su pregunta?
Ante la idea de informar de aquello a Cutter, Kemper sacó fuerzas de flaqueza.
—No, señor Pendergast. Consideramos que es dinero de la casa.
Pendergast fue al escritorio, cogió uno de los sobres, sacó un buen fajo de billetes de una libra y pasó un dedo lentamente por c4 lomo.
—Señor Kemper —dijo, sin volverse—, en circunstancias normales nunca me plantearía ayudar a recuperar dinero a un casino en contra de jugadores que ganan a la banca. Mis simpatías irían del lado opuesto. ¿Sabe por qué les ayudé?
—Para que le ayudáramos nosotros.
—Cierto, pero solo en parte. Fue porque creía que había un asesino peligroso a bordo, y porque, por la segundad del barco, debía identificarle (con la ayuda de ustedes) antes de que volviera a matar. Por desgracia, parece que se me adelanta.
El abatimiento de Kemper aumentó. No conseguiría recuperar el dinero, el crucero era un desastre desde cualquier punto de vista, y toda la culpa se la echarían a él.
Pendergast se volvió y pasó de nuevo el dedo por el fajo de billetes.
— ¡Anímese, señor Kemper! Todavía pueden recuperar el dinero. Es hora de solicitar el pequeño favor que les pedí.
Por alguna razón, sus palabras lograron cualquier cosa menos animar a Kemper.
—Querría registrar el camarote y h caja fuerte de Scott Blackburn, lo cual requiere una tarjeta para la caja fuerte y media hora de margen para trabajar.
Una pausa.
—Creo que podemos conseguirlo.
—Hay un inconveniente. En estos momentos, Blackburn está atrincherado en su habitación y no hay forma de que salga.
— ¿Por qué? ¿Le preocupa el asesino?
Pendergast volvió a sonreír. Fue una sonrisa leve, irónica.
—Lo dudo, señor Kemper. Esconde algo, y yo debo encontrarlo. Por lo tanto, habrá que hallar la manera de sacarle de su camarote.
—No puede pedirme que maltrate a un pasajero.
— ¿Maltratar? ¡Qué ordinariez! Una forma más elegante de lograr su salida sería activar las alarmas antiincendios del lado de proa estribor de la cubierta 9.
Kemper frunció el entrecejo.
— ¿Quiere que dé una falsa alarma de incendio? Ni hablar.
—Es necesario.
Pensó un momento.
—Supongo que podríamos organizar un simulacro.
—No saldría por un mero simulacro. El único modo de desalojarle es una evacuación forzosa.
Kemper se pasó una mano por el pelo húmedo. ¡Qué manera de sudar, por Dios!
—Quizá pueda accionar una alarma antiincendios solo en ese pasillo.
Esta vez fue Constance Greene quien habló.
—No, señor Kemper —dijo con un acento extraño, antiguo—. Lo hemos investigado a fondo, y debe disparar una alerta central. Una caja de aviso de incendio con el cristal roto sería demasiado fácil de descubrir. Necesitamos media hora en la suite de Blackburn. También tendrán que desconectar temporalmente el sistema de aspersores, y eso solo puede hacerse desde el sistema central de control de incendios.
Kemper se levantó, inmediatamente seguido por Hentoff.
—Imposible. Me están pidiendo una locura. Lo más grave que puede pasarle a un barco, aparte de hundirse, es un incendio. Que un oficial dispare aposta una falsa alarma… Sería una falta grave por mi parte, tal vez un delito. ¡Vamos, señor Pendergast, usted es del FBI! ¡Ya sabe que no puedo hacerlo! ¡Tiene que haber otra forma!
Esta vez la sonrisa de Pendergast casi fue triste.
—No hay ninguna otra.
—Pues no pienso hacerlo.
Pendergast pasó el dedo por el fajo de billetes. Kemper pudo olerlo. Era como hierro oxidado.
Contempló el dinero.
—Es que no puedo.
Hubo un momento de silencio. Después Pendergast se levantó, fue al escritorio, abrió el primer cajón, dejó en su interior el fajo de billetes y guardó los demás, los que aún estaban encima de la mesa. A continuación, con estudiada lentitud, cerró el cajón, se volvió hacia Hentoff y asintió.
—Nos veremos en el casino, señor Hentoff.
Esta vez el silencio fue más largo.
— ¿Piensa… jugar? —preguntó despacio Hentoff.
— ¿Por qué no? —Pendergast abrió las manos—. Al fin y al cabo estamos de vacaciones. Y ya sabe cuánto me gusta el blackjack. Había pensado enseñar a Constance.
Hentoff miró a Kemper, alarmado.
—Siempre me dicen que aprendo rápido —dijo Constance.
Kemper volvió a pasarse una mano por el pelo húmedo. Notaba cómo las gotas de sudor resbalaban por sus axilas. Cada vez era peor.
El ambiente de la sala se volvió tenso. Al final Kemper expulsó todo el aire que guardaba en los pulmones.
—Los preparativos serán un poco largos.
—Lo entiendo.
—Organizaré una alarma de incendios general en la cubierta 9 mañana por la mañana a las diez. Es lo máximo que puedo hacer.
Pendergast asintió escuetamente.
—Pues habrá que esperar hasta mañana. Confiemos en que para entonces todavía esté todo… controlado.
— ¿Controlado? ¿Qué quiere decir?
Pendergast se limitó a hacerles sendas reverencias antes de sentarse y seguir con la cena.
Maddie Edmondson arrastraba los pies por el pasillo central de la cubierta 3, muerta de aburrimiento. Era medianoche. Sus abuelos le habían regalado el viaje para su decimosexto cumpleaños, y al principio parecía buena idea, pero nadie le había avisado de que aquel barco sería un infierno flotante. En todos los sitios realmente divertidos (las discotecas y los clubes donde iban los veinteañeros, y los casinos) se prohibía la entrada a las chicas de su edad, y en los espectáculos a los que podía asistir parecía que todo el público pasara de los cien años. El espectáculo de magia de Antonio, los mimos del Blue Man Group, Michael Bublé cantando a Frank Sinatra… De chiste. Maddie ya había visto todas las películas, y las piscinas estaban cerradas a causa del mal tiempo; en los restaurantes la comida era demasiado elaborada, y el mareo le impedía disfrutar de las pizzerías y las hamburgueserías. Lo que le quedaba era escuchar las orquestinas de las zonas de descanso, rodeada de octogenarios que se pasaban el día ajustándose los sonotones.
Lo único interesante de todo el viaje, de momento, era el extraño ahorcamiento del teatro Belgravia. ¡Menudo flipe! Todas las viejas gritando apoyadas en bastones, los viejos carraspeando y arrugando sus cejas peludas, los oficiales y los marineros corriendo como gallinas decapitadas. A Maddie le daba igual lo que dijeran. Seguro que era un truco, un montaje publicitario para la nueva película. En la vida real nadie moría, así. Solo en las películas.
Pasó junto a la entrada de Jamé dorado y cristal verde del Trafalgar's, el club más marchoso del barco. El interior, oscuro, escupía un monótono latido de música house a todo volumen. Se paró a mirar. En medio de unas miasmas de humo y luz parpadeante, evolucionaban figuras esbeltas de universitarios y profesionales jóvenes. En la entrada estaba el portero de rigor, delgado, guapo y con esmoquin, aunque no dejaba de ser un portero, y como tal, ansioso por impedir que los menores como Maddie entraran a divertirse.
Se alejó por el pasillo, taciturna. Los clubes y los casinos estaban a reventar. Lo que se echaba de menos, en cambio, era una parte de la multitud teñida de azul que solía invadir las zonas de paseo y las tiendas. Seguro que estaban en sus camarotes, escondidos debajo de la cama. ¡Vaya chiste! Maddie esperó que no se hicieran realidad los rumores sobre un toque de queda. Eso sí que sería el acabóse. Total, por un truco… Porque había, sido un truco, ¿no?
Bajó en ascensor a la siguiente cubierta y se paseó por las tiendas de Regent Street, el centro comercial de lujo. Después subió por una escalera. Sus abuelos ya estaban en la cama. En cambio ella no tenía nada de sueño. Ya llevaba una hora paseando sin rumbo por el barco, arrastrando los pies por la moqueta. Suspirando, se sacó unos auriculares del bolsillo, se los metió en las orejas y puso a Justin Timberlake en el iPod.
Llegó a un ascensor, subió y pulsó un botón al azar, con los ojos cerrados. El ascensor bajó un poco y se paró. Salió a otro de los interminables pasillos del barco, algo más estrecho que los demás. Subió el volumen del reproductor de música y empezó a caminar. Tras doblar una esquina, abrió de una patada una puerta con un letrero que no se molestó en leer. Bajó unos escalones de dos en dos y siguió caminando. El pasillo volvía a cambiar de dirección. De repente, justo en la esquina, tuvo la sensación de que la seguían.
Se detuvo y se volvió para ver quién era, pero el pasillo estaba completamente vacío. Retrocedió unos pasos y se asomó a la esquina. Nada.
Debía de haber sido algún ruido del barco, que a esas profundidades repiqueteaba y vibraba como una cinta de correr gigante.
Reanudó su paseo, pegada a la pared. De vez en cuando se empujaba con un hombro y se deslizaba por el lado opuesto. Faltaban cuatro días para llegar a Nueva York. Se moría de ganas de volver a casa y ver a sus amigos.
Otra vez tuvo la sensación de que la seguían.
Paró de golpe. Esta vez se quitó los auriculares, pero tampoco vio nada al mirar a su alrededor. Por cierto, ¿dónde estaba? Solo era otro de tantos pasillos con moqueta, rodeada de lo que parecían salas privadas de reuniones… Lo más curioso de todo era la ausencia de gente.
Se echó el pelo hacia atrás con impaciencia. ¡A ver si resultaría que estaba empezando a asustarse, como los carcamales! Al mirar por el cristal de una puerta, vio una mesa larga llena de ordenadores. Una sala de Internet. Se le ocurrió entrar y navegar un poco, pero no acabó de decidirse. Seguro que todas las webs que valían la pena estaban bloqueadas.
Justo cuando se apartaba de la ventana, vio con el rabillo del ojo que algo se movía; alguien se había escondido en la esquina que acababa de cruzar. Ya no había ninguna duda.
— ¡Eh! —exclamó—. ¿Quién es?
No hubo respuesta.
Sería alguna criada. Estaban por todo el barco. Maddy siguió caminando, pero más deprisa que antes, con los auriculares en la mano. De todos modos aquella zona del barco era deprimente. Más valía subir otra vez a las tiendas. Caminó, buscando uno de los planos de situación. Habría jurado que oía el roce de unos pies en la moqueta, superpuesto al rumor del barco.
Tonterías. Aceleró un poco más. Dos recodos después seguía sin encontrar ni un triste plano, ni una zona que reconociese, lodo eran pasillos sin final. La diferencia, se fijó, era que la moqueta había sido sustituida por el linóleo.
Supuso que había entrado en una de las zonas de acceso restringido del barco; debía de haberse saltado el aviso de «Prohibido el paso». Quizá estuviera en la puerta que había abierto con el pie. En todo caso no pensaba volver por el mismo camino. Ni hablar.
Sí, estaba claro que se oían pasos, cada vez menos sigilosos, y acompasados a los suyos. ¿Y si la estaba siguiendo un pervertido? Quizá fuera el momento de correr. A correr no le ganaba ningún viejo pervertido. Llegó a una puerta lateral. La cruzó y bajó por una escalera metálica que daba a otro pasillo largo. Oyó un eco de pisadas en el metal de los peldaños.
Fue entonces cuando echó a correr.
El pasillo se acababa a la vuelta de la esquina, en una puerta con un letrero en rojo:
ACCESO SOLO TÉCNICOS
Agarró el pomo. Cerrada. Se volvió sin respirar, presa del pánico. Oía el eco de unos pies corriendo en el pasillo. Volvió a sacudir el pomo desesperadamente, a la vez que gritaba. Su iPod se cayó del bolsillo y se deslizó por el suelo, sin que le hiciera el menor caso.
Se volvió de nuevo, buscando otra puerta, con los ojos como platos; una salida de incendios, lo que fuese…
Los pasos se acercaban más y más, corriendo. De repente apareció alguien en la esquina.
Maddie pegó un brinco, sobresaltada, a la vez que se le formaba un grito en la garganta, pero luego, al ver quién era, empezó a sollozar de alivio.
— ¡Menos mal que es usted! —dijo—. Creía… que me seguía alguien. No sé… Me he perdido. Del todo. Menos mal que es usted…
El cuchillo apareció tan rápido que no le dio tiempo a gritar.
LeSeur estaba al fondo del puente, junto a Masón, mirando al comodoro Cutter, que iba arriba y abajo con las manos en la espalda frente al puesto de control, en paralelo a los monitores de pantalla plana. El comodoro ponía cuidadosamente un pie delante del otro, con estudiada lentitud. Al caminar por toda la anchura del puente, la silueta de su cuerpo saltaba de pantalla en pantalla. Lo que no se movía eran sus ojos, fijos al frente, sin mirar los monitores ni al oficial de guardia, desplazado e incómodo en un lado del puente.
LeSeur echó un vistazo a las pantallas del radar y del sistema meteorológico. El barco navegaba por el borde sur de un gran frente borrascoso, su característica más inusual era que se movía en sentido horario. La parte positiva era que navegaban con el viento en popa; la negativa era que eso significaba desplazarse con mar de popa. Los estabilizadores ya llevaban varias horas totalmente extendidos. Aun así, el barco daba unos lentos bandazos rotativos que con toda seguridad empeorarían el malestar de los pasajeros. Volvió a mirar los monitores. La altura de las olas era de nueve metros, la velocidad del viento de cuarenta nudos, y en el radar se apreciaba mucha dispersión. A pesar de todo, el comportamiento del buque era excelente. No pudo evitar una punzada de orgullo.