Llamaron a la puerta. Pendergast, se levanto para abrirla. Era la camarera.
—Pase —dijo el agente, con un gesto de la mano.
La camarera hizo una pequeña reverencia y entró. Era una mujer delgada y de mediana edad, con el pelo negro y los ojos del mismo color, hundidos.
—Disculpe, señor —dijo con un acento de Europa del Este—, quería saber si necesitan para algo a mí.
—No, gracias, de momento no.
—Gracias, señor. Volveré para abrir las camas.
Salió del camarote con otra pequeña reverencia.
Pendergast cerró la puerta y regresó al sofá.
—Bueno, ¿qué haremos esta noche? —preguntó Constance.
—Tenemos a nuestra disposición toda una gama de actividades de ocio para después de la cena. ¿Estás de humor para algo en particular?
—Se me había ocurrido el simulacro de evacuación.
—Muy graciosa. Aunque en realidad tenemos pendiente una tarea, prioritaria sobre cualquier otra cosa. —Pendergast señaló una larga lista impresa por ordenador, al lado de la carta de vinos—. En este barco hay dos mil setecientos pasajeros, y solo disponemos de siete días para encontrar al asesino y recuperar el Agoyzen.
— ¿Es la lista de pasajeros?
Asintió con la cabeza.
—Directamente de la base de datos del barco, con todas las profesiones, edades, sexos y horas de embarque. Ya te dije que la tripulación está descartada.
— ¿Cómo la has conseguido?
—Muy fácil: he buscado a un técnico de mantenimiento informático de baja graduación y me he presentado como un auditor de la North Star que evalúa el rendimiento de la tripulación. Se ha dado una prisa en entregarme la lista… Ya he reducido bastante el número de posibles sospechosos.
Sacó un papel del bolsillo de su americana.
—Sigue.
Un dedo largo y blanco tocó la hoja.
—El asesinato se cometido a las diez, y el taxi llegó al muelle a las doce y media de la noche; por lo tanto, el asesino tuvo que embarcar a partir de esa hora. Con eso ya podemos descartar mil cuatrocientos setenta y seis nombres.
El dedo volvió a tocar el papel.
—El asesino es un varón.
— ¿Cómo lo sabes? —preguntó Constance, como si la suposición fuese una ofensa al género femenino.
—Por la botella de whisky. Un hombre como Ambrose habría elegido otra bebida en caso de esperar una visita femenina. También por el cuchillo, que atravesó limpiamente todo el cuerpo, más de un centímetro de moqueta y otro de contrachapado, lo que requiere mucha fuerza. Por último, Ambrose era un escalador en magnífica forma física, difícil de matar, lo cual da a entender que el asesino es fuerte, ágil, rápido… y varón.
—Argumento aceptado.
El dedo bajó por la hoja.
—Por las mismas razones, podemos delimitar la edad: más tic veinte y menos de sesenta y cinco. En un barco como este, lo último es muy útil. Por otro lado, no viaja en pareja. La brutalidad del crimen, el trayecto en taxi, el disfraz, embarcarse con el Agoyzen… Son actos propios de un hombre cuyos pasos no entorpece una esposa. Los aspectos psicopatológicos del asesinato, y el intenso placer que obtuvo de la violencia, son otros aspectos a favor de la hipótesis de la soltería. Un hombre soltero y de determinada edad: otros mil doce nombres eliminados. Lo cual nos deja con doscientos doce.
El dedo volvió a moverse.
—Todas las pruebas indican que Ambrose contactó con un coleccionista de renombre; tal vez no de antigüedades asiáticas, pero coleccionista al fin y al cabo. Alguien, además, que podría ser reconocido por la gente. Eso lo limita a veintiséis.
Pendergast miró a Constance.
—El asesino es listo. Ponte en su lugar. Tenía que embarcarse con una caja peculiar sin llamar la atención. Seguro que no lo hizo enseguida, con la caja en las manos. Quien lo hubiera visto se acordaría. Por otro lado, estaba manchado de sangre a causa del asesinato. Tenía—que cambiarse de ropa y lavarse en algún lugar discreto. ¿Qué crees que haría?
—Ir a un hotel, lavarse, meter el Agoyzen en un baúl y embarcarse en el último momento, cuando más gente hubiera.
—Exacto. Es decir, hacia las nueve de esta mañana.
Constance sonrió irónicamente.
El dedo se separó del papel.
—Lo cual solo nos deja ocho sospechosos: estos. Observarás una curiosa coincidencia: dos de ellos estaban en nuestra mesa.
Pendergast deslizó la hoja hacia Constance, que leyó los nombres en voz alta:
LIONEL BROCK. Propietario de la galería Brock, calle Cincuenta y siete Oeste, Nueva York. Edad: 52. Destacado marchante en pintura impresionista y postimpresionista.
SCOTT BLACKBURN, ex presidente y director general de Gramnet. Edad: 41. Multimillonario de Silicon Valley. Colecciona arte asiático y pintura del siglo XX.
JASON LAMBE, director general de Agamemnon.com. Edad: 42. Magnate de la tecnología. Uno de los principales accionistas de su empresa es Blackburn. Colecciona porcelana china y grabados y pinturas japoneses.
TERRENCE CALDERÓN, director general de TeleMobileX Solutions. Edad: 34. Magnate de la tecnología, amigo de Blackburn. Colecciona antigüedades francesas.
EDWARD SMECKER, lord Cliveburgh, famoso ladrón de guante blanco. Edad: 24. Colecciona joyas antiguas, vajillas de oro y plata, relicarios y objets d'art.
CLAUDE DALLAS, estrella de cine. Edad: 31. Colecciona arte pop.
FÉLIX STRAGE, director del departamento de arte griego y romano del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Colecciona antigüedades griegas y romanas.
VICTOR LACROIX, escritor y bon vivant. Edad: 36. Coleccionista ecléctico de arte.
Pendergast cogió un bolígrafo y tachó el último nombre.
—A este podemos eliminarlo de buenas a primeras.
— ¿Porqué?
—Durante la cena me fijé en que es zurdo. El asesino es diestro.
Constance le miró.
—Ya has eliminado a dos mil seiscientos noventa y tres sospechosos, y ni siquiera has recurrido a la inteligencia.
—Quizá sea más difícil eliminar a los siete últimos. A partir de ahora deberemos dividirnos si queremos vencer. —Le echó una mirada fugaz—. Yo me ocuparé de la investigación sobre cubierta, entre los pasajeros y los oficiales. Me gustaría que tú te encargases de la parte de la búsqueda que queda bajo cubierta.
— ¿Bajo cubierta? ¿Para qué molestarnos, si no es nadie del personal de a bordo?
—El mejor lugar para oír rumores acerca de los pasajeros es lujo cubierta.
—Pero ¿por qué yo?
—Tienes más posibilidades de convencer al personal para que hable.
— ¿Y qué tengo que buscar, exactamente?
——Cualquier cosa que intuyas que pueda ser útil, especialmente una caja. Una caja larga y de difícil manejo.
Constance hizo una pausa.
— ¿Cómo me introduzco bajo cubierta?
—Ya encontrarás el modo. —Pendergast le tocó el hombro a guisa de advertencia—. Pero, Constance, debo advertirte de una cosa: no entiendo a este asesino, lo cual me preocupa… y debería preocuparte a ti.
Constance asintió.
—No actúes por iniciativa propia. Observa y ven a verme, ¿de acuerdo?
—Sí, Aloysius.
—Entonces, como suele decirse, que empiece la I unción. ¿Brindamos por la caza con un buen oporto añejo? —Pendergast volvió a coger la carta de vinos—. Tengo entendido que el Taylor del 55 está en su momento óptimo.
Constance hizo un gesto con la mano.
—Ahora mismo no estoy de humor para oportos, gracias, pero bebe tú.
Juanita Santamaría empujaba su carrito por la elegante moqueta colorada de la cubierta 12, mirando hacia delante con los labios un poco apretados. En el carrito transportaba una montaña de sabanas limpias y jabones aromatizados, y rechinaba al desplazarse por la felpa.
Se le acercó una pasajera al doblar un recodo en el pasillo, una mujer de unos sesenta años, bien conservada, con el pelo tenido de lila.
—Perdona, cariño, ¿se va por aquí al SunSpa?
—Sí —contestó Juanita.
—Ah, otra cosa. Me gustaría mandarle una nota de agradecimiento al capitán. ¿Cómo se llama? No me acuerdo.
—Sí —dijo Juanita sin pararse.
El pasillo terminaba en una simple puerta marrón. Juanita la cruzó con el carrito, e ingresó en una zona de servicio. En un lado había varias bolsas grandes de lona llenas de ropa sucia, y bandejas apiladas de plástico gris, con platos sucios del servicio de habitaciones, todo ello pendiente de ser llevado a las profundidades del barco. A la derecha había varios ascensores de servicio. Juanita dirigió su carrito al más cercano, y levantó una mano para pulsar el botón de bajada.
Su dedo tembló ligeramente.
El ascensor se abrió con un susurro. Juanita metió el carrito y se volvió hacia el panel de control, levantando la mano por segunda vez para pulsar otro botón; esta vez, sin embargo, titubeó y contempló inexpresivamente el panel. Esperó tanto tiempo que se cerraron otra vez las puertas, y el ascensor permaneció donde estaba, sin moverse. Al final (muy despacio, como un zombi) Juanita pulsó el botón de la cubierta C. La cabina bajó con un murmullo.
El pasillo principal de estribor de la cubierta C era estrecho y agobiante, con el techo bajo, y tan lleno de gente como vacío estaba el 12: ayudantes de camarero, doncellas, crupieres, azafatas, técnicos, sobrecargos, manicuras, electricistas y todo el personal imaginable, se afanaba absorto en los innumerables recados y tareas necesarios para el buen funcionamiento de un trasatlántico de lujo. Juanita se adentró con su carrito en el tráfico, y se paró mirando hacia ambos lados, como si se hubiera perdido. Más de uno se la quedó mirando al pasar. El pasillo no era ancho, y el carrito parado no tardó en provocar un embotellamiento.
— ¡Eh! —Apareció corriendo una mujer de aspecto descuidado y con el uniforme de supervisora—. Aquí están prohibidos los carritos. Llévatelo enseguida al departamento de limpieza.
Juanita, que estaba de espaldas, no contestó. La supervisora la cogió por un hombro para hacer que se girara.
—Te he dicho que te…
Se calló al reconocerla.
— ¿Santamaría? —dijo—. ¿Se puede saber qué haces tú aquí, si aún faltan cinco horas para que se acabe tu turno? Vuelve ahora mismo a la cubierta 12. ¡Vamos, espabila!
Juanita no dijo nada. Ni siquiera la miró a los ojos.
— ¿Me has oído? Sube antes de que te abra un expediente y te quite un día de paga. A ver si…
La supervisora dejó la frase a medias, sorprendida por la inexpresividad de Juanita, y la vacuidad de su mirada.
Juanita se internó con pasos vacilantes en la multitud, dejando el carrito en medio del pasillo bajo la mirada de la supervisora, demasiado atónita para hablar.
La habitación de Juanita estaba en un agobiante laberinto de camarotes minúsculos, cerca de la popa del barco. Los generadores de turbinas diesel quedaban tres cubiertas por debajo, pero i un así se percibía su vibración, junto a las ráfagas de olor a combustible que contaminaban el aire. Al acercarse al camarote, el paso de Juanita se volvió aún más lento. Gran parte del personal con el que se cruzaba se volvía a observarla, impactado por su mirada perdida y su aspecto demacrado y fantasmal.
Vaciló ante la puerta. Transcurrió un minuto. Otro. De repente abrieron desde el otro lado, y salió una mujer morena con el pelo negro. Llevaba el uniforme de los camareros del Hyde Park, el restaurante informal de la cubierta 7. Al ver a Juanita se paró de golpe.
— ¡Juanita, chica, qué susto me has dado! —dijo con acento de Haití.
Juanita seguía sin hablar. Miraba como si no tuviese a nadie delante.
— ¿Qué te pasa, Juanita? Parece que hayas visto un fantasma.
Se oyó un ruido como de líquido. Era la vejiga de Juanita al relajarse. Varios regueros amarillos de orina corrieron por sus piernas, formando un charco en el linóleo del pasillo.
La mujer con uniforme de camarera se apartó bruscamente.
— ¡Eh!
Fue como si la exclamación despertara a Juanita, porque sus ojos vidriosos se enfocaron, y su mirada se posó en la mujer de la puerta, deslizándose despacio por su cara y su cuello, donde había un medallón de oro con una cadena muy sencilla. Representaba una serpiente de muchas cabezas, agazapada bajo los rayos de un sol estilizado.
De pronto, Juanita abrió muchos los ojos y, levantando los brazos como si quisiera protegerse de algo, retrocedió a trompicones por el pasillo. Tenía la boca muy abierta, y mostraba una alarmante cavidad rosada.
Fue cuando empezaron los gritos.
Por la mullida moqueta del casino Mayfair pasaba sonriente Roger Mayles, saludando a todo el mundo con la cabeza. El
Britannia
llevaba menos de cinco horas en aguas internacionales, pero el casino ya era un auténtico hervidero. El ruido de las máquinas tragaperras sumado a las voces de los crupieres de blackjack y ruleta y a las partidas de dados no dejaba oír el espectáculo del Royal Court, justo delante, en la proa de la cubierta 4. Casi todo el mundo llevaba esmoquin o vestido negro de noche. La mayoría había bajado directamente de la cena inaugural sin cambiarse de ropa.
Se le acercó una camarera con una bandeja cubierta de copas de champán.
—Hola, señor Mayles —dijo, levantando mucho la voz—. ¿Le apetece una copa?
—No, gracias, cariño.
Tenían justo al lado a una orquesta de dixieland, que daba el último toque de locura y desenfreno. El Mayfair era el más bullicioso de los tres casinos del
Britannia
. Mayles pensó que era un espectáculo vertiginoso en honor de la codicia y del dinero. La primera noche en alta mar siempre era la más caótica y jubilosa. Nadie se había llevado todavía el chasco de perder mucho en el casino. Mayles hizo un guiño a la chica y se fue, echando miradas a las mesas. Cada una de ellas tenía encima una pequeña cúpula de cristal ahumado, tan discreta que casi pasaba desapercibida entre el brillo de las arañas. El decorado se inspiraba en el Londres de final de siglo, con terciopelo arrugado, maderas nobles y latones antiguos. En el centro de la sala, que era enorme, se hallaba una escultura muy extraña, tallada en hielo rosa: lord Nelson, con el toque algo perverso de una toga.
Cuando llegó al bar del casino, Mayles giró a la derecha y se detuvo ante una puerta sin ninguna indicación. Sacó de su bolsillo una tarjeta magnética y la deslizó por el lector; la puerta se abrió con un clic. Tras mirar a ambos lados, entró con rapidez, alejándose del ruido y del bullicio.