Durante aquella mano tendría que pasarse en cuatro cartas.
Apostó mil.
Su objetivo puso cien mil.
Otro «¡oooh!» de la multitud.
A Pendergast le dieron catorce.
A su objetivo le dieron quince. La carta boca arriba de la crupier era un diez.
Pendergast pidió. Un cinco: diecinueve. Justo cuando la crupier iba a repartir al siguiente jugador, Pendergast dijo:
—Déme otra.
Se pasó de veintiuno.
Se oyeron silbidos de burla, susurros y una risa despectiva. Pendergast bebió un trago, y al mirar de reojo a su objetivo descubrió que le observaba con cierto desprecio.
Su objetivo pidió una carta, y recibió un ocho. Se había pasado. La crupier recogió sus cien mil.
Gracias a un rápido cálculo mental, Pendergast supo que la cuenta parcial ya era de veinte, y el total aún más alto. Algo casi inaudito. La crupier ya había repartido el setenta y cinco por ciento de las cartas, pero de momento solo habían salido tres ases. El resto estaba concentrado en el grupo de cartas restante. Se trataba de una combinación a la que no podía resistirse ningún contador de cartas. Si el objetivo seguía el Criterio de Nelly y, si era mínimamente listo, debía de seguirlo), apostaría mucho dinero, muchísimo. Pendergast sabía que en aquel momento la clave para controlar la partida era parar las cartas buenas a la vez que dejar que corrieran las malas. El problema eran las dos mujeres que había entre su objetivo y él; las cartas que recibieran, cómo las jugaran y las complicaciones que pudiera comportar.
— ¿Señoras? ¿Señores? —preguntó la crupier, invitándoles con un gesto a hacer sus apuestas.
Pendergast apostó cien mil. El chino colocó un montón de fichas: doscientos cincuenta mil. Las dos señoras apostaron sus respectivos mil, y se miraron riendo.
Pendergast levantó una mano.
—No reparta todavía. Yo esto no puedo hacerlo sin otra copa.
La crupier pareció alarmarse.
— ¿Desea interrumpir la partida?
—Necesito una copa. ¿Y si pierdo?
El objetivo no parecía contento.
La crupier miró inquisitivamente al vigilante que rondaba en las inmediaciones de la mesa. Recibió su permiso con un gesto de la cabeza.
—Está bien, haremos una breve pausa.
— ¡Camarera!
Pendergast hizo chasquear los dedos.
Anh Minh llegó corriendo.
— ¿Señor?
— ¡Algo de beber! —reclamó él, dándole un billete de cincuenta, que se le cayó al suelo.
Justo cuando la camarera se agachaba para recogerlo, él se levantó.
— ¡No, no, ya lo recojo yo!
Cuando sus cabezas estuvieron cerca, Pendergast dijo:
—Llévese de la mesa a las dos señoras. Ahora mismo.
—Sí, señor.
Pendergast se levantó con el billete en la mano.
— ¡Aquí está! ¡Quédate con el cambio, pero no te atrevas a volver sin la bebida!
—Sí, señor.
Anh se fue a toda prisa.
Pasó un minuto. Otro. Ya había corrido la voz de lo que se apostaba, y se estaba formando un corro de público bastante nutrido alrededor de la mesa. La gente cada vez se impacientaba más, por no hablar del objetivo. El centro de todas las miradas eran los inestables montones de fichas sobre el fieltro verde.
— ¡Paso! —gritó alguien.
Hentoff, el director del casino, se abrió camino entre la gente. Se detuvo ante las dos mujeres de la mesa de Pendergast y les sonrió efusivamente, abriendo los brazos.
— ¿Josie y Helen Roberts? ¡Es su día de suerte!
Ellas se miraron.
— ¿De verdad?
Hentoff les pasó un brazo por la espalda a cada una e hizo que se levantaran.
—Cada día organizamos una pequeña lotería, en la que se introducen automáticamente los números de todos los camarotes. ¡Y han ganado ustedes!
— ¿Qué hemos ganado?
— ¡Masajes de noventa minutos con Raúl y Jorge, un tratamiento de lujo en el spa, una cesta de productos de belleza y una caja de Veuve Clicquot! —Echó un vistazo a su reloj—. ¡Uy! ¡Si no nos damos prisa Raúl y Jorge se irán! ¡Ya llevábamos un rato buscándolas!
—Es que estábamos a punto de…
—Tenemos que darnos prisa. El premio solo es válido durante un día. Aquí pueden volver siempre que quieran. —Le hizo señas a la crupier—. Cámbieles las fichas.
— ¿Con las apuestas encima de la mesa, señor?
—He dicho que les cambie las fichas.
La crupier obedeció. Hentoff se llevó a las dos mujeres, cogidas por el hombro. Poco después llegó Anh Minh con la bebida.
Pendergast se la bebió de golpe y dejó ruidosamente el vaso sobre la mesa. Después miró a su alrededor con una amplia sonrisa.
—Perfecto, ya he recuperado fuerzas.
La crupier pasó la mano por encima de la mesa, preguntó si había más apuestas y repartió las cartas. Pendergast recibió dos ases, y los separó. Su objetivo recibió dos sietes, que también separó. La carta boca arriba de la crupier era una reina.
El objetivo colocó otra pila de fichas para la segunda mano. Había medio millón encima de la mesa. Pendergast añadió su segunda apuesta, con lo que elevó la cifra hasta doscientos mil.
La crupier le repartió sus dos cartas: un rey y una jota. Dos blackjacks.
La gente empezó a aplaudir, pero dejó de hacerlo de golpe cuando la crupier se volvió hacia el objetivo y repartió una carta sobre cada siete.
Otros dos sietes, tal como esperaba Pendergast.
— ¡Lástima que no sea una partida de póquer! —dijo gritando.
Su objetivo volvió a separar los sietes (no le quedaba más remedio), y apostó a regañadientes otros dos montones de fichas. Ahora tenía delante un millón de libras.
La crupier repartió cuatro cartas: jota, diez, reina y as.
El público esperaba. Reinaba un silencio fuera de lo común.
La crupier giró su carta oculta… y apareció un diez.
La gente soltó un suspiro colectivo al darse cuenta de la situación. Esta vez no hubo aplausos, sino solo un murmullo agudo y excitado. Casi se podía palpar el regodeo en la desgracia ajena.
Pendergast se levantó de la mesa, recogió sus ganancias y le hizo otro guiño al chino, que parecía una estatua mientras vela cómo se llevaban sus fichas para contarlas y guardarlas.
—Unas veces se gana y otras se pierde —dijo, sacudiendo alegremente sus fichas.
Al salir del casino, vio fugazmente a Hentoff, que le miraba con la boca totalmente abierta.
Cuando el primer oficial, LeSeur, entró en el puente, justo antes de medianoche, percibió enseguida la tensión. Volvía a estar presente el comodoro Cutter, con sus recios brazos cruzados por encima del fornido pecho, y una impasibilidad absoluta en sus facciones rosadas y carnosas. El resto de la dotación del puente estaba en sus puestos, en un ambiente de silencio y nerviosismo.
Pero no era solo la presencia de Cutter lo que cargaba el aire de tensión. LeSeur estaba al corriente de que a pesar de la búsqueda de nivel dos no habían conseguido localizar a la señora Evered. Su marido se había vuelto incontrolable. No se estaba quieto ni un momento, e insistía constantemente en que su mujer era incapaz de saltar, y en que la habían asesinado o secuestrado. Su comportamiento empezaba a alarmar al resto de los pasajeros, y ya circulaban rumores. Para colmo de males, el suicidio truculento e inexplicable de la camarera tenía muy asustada a la tripulación. Al investigar discretamente la coartada de Blackburn, LeSeur había comprobado que se sostenía; a esas horas el multimillonario estaba cenando, efectivamente, y su criada personal se hallaba en la enfermería.
Estaba meditando en esos problemas cuando llegó al puente el oficial de guardia, para relevar al anterior. Mientras los dos hablaban en voz baja sobre el cambio de turno, LeSeur se acercó sin prisas al puesto de control, donde estaba la capitán Masón, pendiente de los aparatos electrónicos. Masón se volvió, le saludó con la cabeza y prosiguió con su trabajo.
— ¿Rumbo, velocidad y condiciones? —preguntó Cutter al nuevo oficial de guardia.
Era una consulta meramente formal. LeSeur estaba seguro, no solo de que Cutter ya sabía las respuestas, sino de que en caso contrario le habría bastado un vistazo al ECDIS para conseguir toda la información necesaria sobre el rumbo y las condiciones meteorológicas.
—Posición: latitud 9 grados 50,36 minutos Norte, longitud 2 grados 43,08 minutos Oeste. Rumbo verdadero dos cuatro uno. Velocidad veintinueve nudos — contestó el oficial de guardia—. Estado del mar cuatro, viento de veinte a treinta nudos en la popa de estribor, olas de entre dos metros y medio y tres y medio. Presión barométrica: 29,96, en descenso.
—Imprímame nuestra posición.
—Sí, señor.
El oficial de guardia pulsó unas teclas y al instante empezó a salir un papel fino por una ranura situada en el lateral de la consola. Cutter lo arrancó y le echó un vistazo antes de guardarlo en un bolsillo de su uniforme inmaculadamente planchado. LeSeur ya sabía qué haría con el documento: en cuanto volviera a su camarote lo compararía con la posición relativa del
Olympia
en su travesía del año anterior, la del récord.
Al otro lado de los grandes ventanales que ocupaban toda la parte delantera del puente, el frente se acercaba, y el mar empezaba a agitarse visiblemente. Era una borrasca que avanzaba despacio, y que por tanto les acompañaría durante la mayor parte del viaje. Al hender las olas, la afilada proa del
Britannia
levantaba enormes cortinas de agua y espuma que, tras alcanzar alturas de hasta quince metros, caían sobre las cubiertas exteriores de popa. El barco había, iniciado un movimiento de vaivén muy pronunciado.
La mirada de LeSeur recorrió los paneles de control y observó que los estabilizadores solo estaban desplegados a medias, con lo cual se sacrificaba la comodidad de los pasajeros en aras de la velocidad. Supuso que eran órdenes de Cutter.
— ¿Dónde está Kemper? —preguntó Cutter al otro lado del puente.
—Debe de estar a punto de llegar, señor.
Cutter no contestó.
—Dadas las circunstancias, propongo estudiar seriamente la…
—Primero quiero oír el informe —interrumpió Cutter.
Masón volvió a quedarse callada. LeSeur tuvo claro que había llegado en plena polémica sobre algo.
Se abrió otra vez la puerta del puente, y entró Kemper, el jefe de seguridad.
—Ah, señor Kemper, por fin llega —dijo Cutter sin mirarle—. Su informe, por favor.
—Hemos recibido la llamada hace unos cuarenta minutos, señor —dijo Kemper—. Era la ocupante de la suite 1039, una mujer de edad avanzada que quería denunciar la desaparición de su acompañante.
— ¿De quién se trata?
—De una joven sueca, Inge Larssen. Hacia las nueve de la noche acostó a la anciana, y se supone que después se acostó ella, pero unos pasajeros borrachos que llamaban a la puerta, confundiéndose de camarote, despertaron a la anciana. Fue entonces cuando vio que la señorita Larssen no estaba. La hemos estado buscando desde entonces, pero no aparece.
El comodoro Cutter se volvió despacio hacia el jefe de seguridad.
— ¿Nada más, señor Kemper? El capitán Masón me había dado a entender que era algo grave.
—Nos ha parecido que al tratarse de la segunda desaparición, señor…
— ¿No había dejado bien claro que las vicisitudes de los pasajeros no son de mi incumbencia?
—No le habría molestado, señor, pero hemos emitido un aviso por megafonía y hemos registrado a fondo los espacios públicos, sin resultado, como ya le he dicho.
Exactamente a las doce y veinte, Constance Greene salió del puesto de camareras de popa estribor de la cubierta 9 y empujó el carrito de la limpieza por la blanda moqueta en dirección al triplex Penshurst. Durante casi dos horas había matado el tiempo doblando sábanas y distribuyendo los botellines de elixir dental y champú en los estuches de regalo, mientras esperaba a que Scott Blackburn saliera de la suite para dirigirse al casino. Sin embargo, la puerta no había querido abrirse en toda la tarde, y solo hacía un momento que Blackburn se había decidido a salir. Tras una rápida mirada a su reloj de pulsera, fue a toda prisa por el pasillo hacia el ascensor abierto.
Constance detuvo el carrito delante de la suite y dedicó un momento a arreglarse y a alisarse el uniforme de camarera, hecho lo cual sacó la tarjeta que le había dado Pendergast y la deslizó por la ranura. La cerradura se abrió. Constance empujó la puerta y tiró lo más sigilosamente que pudo del carrito.
Después de cerrar la puerta sin hacer ningún ruido, se quedó en la entrada para hacerse una idea de la suite. El Penshurst era uno de los dos triplex de lujo del
Britannia
: doscientos cincuenta metros cuadrados que destacaban por su espaciosidad y sus servicios. Los dormitorios estaban en los pisos de arriba. Delante de Constance estaban la sala de estar, el comedor y la cocina.
«Tráeme su basura», había dicho Pendergast. Constance entornó los ojos.
No sabía cuánto tiempo pensaba permanecer Blackburn en el casino (suponiendo que fuese efectivamente allí adonde iba), pero había que partir de la premisa de que no demasiado. Consultó su reloj: las doce y media. Se dio un cuarto de hora.
Empujó el carrito por el parquet del vestíbulo, mirando a ambos lados con curiosidad. Aparte del revestimiento de maderas nobles, idéntico al de la suite que compartían ella y Pendergast, todo era radicalmente distinto. Blackburn había adornado prácticamente todas las superficies con objetos de su colección. En el suelo había alfombrillas tibetanas de seda y lana de yak, y en las paredes, cuadros cubistas e impresionistas con grandes marcos. Más adelante, en un rincón de la sala de estar, había un piano Bösendorfer de caoba. Las abundantes mesitas y las estanterías que cubrían una de las paredes, estaban llenas de ruedas de oración, armas rituales, cajas decorativas de oro y plata y una gran profusión de esculturas. Encima de la chimenea había LUÍ mándala grande e intrincado; al lado, un armario de teca maciza reflejaba la poca luz de la suite.
Dejó el carrito y se acercó al armario cruzando la sala de estar. Al principio, pensativa, acarició la madera pulida. Después abrió la puerta. Dentro había una gran caja fuerte de acero, que casi ocupaba todo el interior.
Retrocedió, examinándola. ¿Era lo bastante grande como para que cupiera el Agoyzen?