— ¿Eso qué puñetas tiene que ver con que haya desaparecido? —se irritó el pasajero, que estuvo a punto de levantarse de la cama.
—Tenemos que plantearnos todas las posibilidades, señor Evered. Podría seguir enfadada y sentada en cualquier sofá.
— ¡Claro, eso es lo que digo! ¡Vayan a buscarla!
—Es lo que vamos a hacer. Empezaremos llamándola por la megafonía.
LeSeur ya se había hecho una idea bastante clara de la situación. Llegado a la madurez, aquel matrimonio tenía problemas conyugales, y el crucero era un intento de recuperar un poco de magia. Quizá había pillado al marido cepillándose a alguien en la oficina, o tal vez era ella quien se había sentido tentada por algún vecino… En suma, que habían emprendido un viaje romántico por mar para arreglar las cosas, y en vez de encontrar algo de magia, lo que hacían era discutir por todo el Atlántico.
Evered volvió a poner mala cara.
—Nos peleamos, pero no era nada grave. Es la primera vez que no vuelve en toda la noche. ¡Llame a su gente de una vez, caramba, y empiece una…!
—Señor Evered —le interrumpió LeSeur con habilidad—, ¿le importa que le diga una cosa? Es para tranquilizarle.
— ¿Qué?
—Hace muchos años que trabajo en barcos de pasajeros, y esto es algo que veo constantemente: una pareja discute, y uno de los dos se va. No es como si su mujer se hubiera ido de casa, señor Evered. Estamos en el
Britannia
, el barco de pasajeros más grande del mundo, y a bordo hay cientos o miles de cosas que pueden haberla distraído. Es posible que esté en uno de los casinos, que como sabe están abiertos toda la noche, o en el balneario, o de compras… Puede que se haya parado a descansar los pies en algún sitio y se haya quedado dormida. Hay dos docenas de áreas de descanso a bordo. También puede ser que se haya encontrado con alguien, con una conocida, o…
Decorosamente, LeSeur dejó la frase a medias; sabía que no hacía falta decir más.
— ¿O qué? ¿Acaso insinúa que mi mujer puede haberse ido con otro hombre?
Evered se levantó de la cama, con la rabia triste de un hombre maduro.
LeSeur también se levantó, con una sonrisa desarmante.
—No me ha entendido bien, señor Evered; le aseguro que lo último que pretendía era insinuar algo así, pero ya he visto la misma situación cien veces, y al final siempre se arregla. Siempre. Tranquilo, su mujer solo se está divirtiendo. Emitiremos un par de anuncios por megafonía, y le pediremos que se ponga en contacto con nosotros o con usted. Le aseguro que volverá. Oiga, ¿por qué no pide que les traigan un desayuno para dos al camarote? Me apuesto lo que quiera a que su mujer llegará antes. Les mandaré una botella de Veuve Clicquot, invitación de la casa.
Evered respiraba con dificultad, haciendo un esfuerzo para controlarse.
—Mientras tanto, ¿tiene alguna foto de su mujer que pueda darme? Tenemos las de identificación para el embarque, claro, pero siempre va bien tener más de una imagen. Las haré circular entre nuestro personal de seguridad, para que estén atentos.
Evered se volvió y entró en el baño. LeSeur oyó una cremallera, y un ruido como si buscara dentro de algo. Evered salió al cabo de un minuto con una foto en la mano.
—No se preocupe, señor Evered, el
Britannia
es uno de los lugares más seguros del mundo.
El texano miró a LeSeur con cara de pocos amigos.
—Espero por su bien que sea verdad.
LeSeur sonrió a la fuerza.
—Entonces, decidido, encargue el desayuno para dos, y que pasen un buen día.
Salió del camarote.
Se detuvo a mirar la foto en el pasillo, y se llevó una sorpresa al ver que la señora Evered estaba bastante buena; no como para caerse de espaldas, por supuesto que no, pero tampoco para echarla de la cama: una docena de años más joven que su marido, delgada, rubia, con formas, y en bikini. Ahora estaba todavía más seguro de lo sucedido: aquella buena señora se había ido cabreada, y estaba con algún desconocido. Sacudió la cabeza. Los cruceros de lujo eran como grandes orgías flotantes. Por lo visto, algo le pasaba a la gente cuando dejaba de pisar tierra firme. Empezaban a comportarse como sibaritas. Si el señor Evered no era tonto, saldría a hacer lo mismo. El barco estaba lleno de viudas ricas.
Se rió en voz baja al pensarlo. Después se guardó la foto en el bolsillo, decidido a enviarla a los de seguridad; a fin de cuentas, Kemper y sus chicos eran unos entendidos en materia de mujeres estupendas, y seguro que les gustaría alegrarse la vista con la escultural señora Evered.
El despacho del jefe de seguridad estaba en la central de seguridad, un laberinto de salas de techo bajo situado en la cubierta A, justo en la línea de flotación del
Britannia
. Para llegar hasta allí, Pendergast tuvo que preguntar. Primero pasó por un control vigilado, después por una serie de celdas de detención, luego por un vestuario con duchas, y finalmente por una gran sala circular llena de monitores de circuito cerrado que recogían las imágenes de cientos o miles de cámaras de seguridad distribuidas por todo el barco. Tres empleados miraban con aburrimiento y sin prestar mucha atención las paredes de pantallas planas. Al fondo había una puerta de imitación de madera, cerrada, con el rótulo «KEMPER». Pendergast observó detenidamente que la mítica ebanistería de la nave no se extendía bajo cubierta.
Llamó a la puerta.
—Adelante —dijo una voz.
Entró y cerró la puerta. Patrick Kemper estaba al otro de una mesa, hablando por teléfono. Era un hombre bajo y fornido, de cabeza grande y pesada, orejas carnosas y apretadas, peluquín castaño y facciones constantemente contraídas con una expresión de victimismo. Su despacho destacaba por su desnudez, aparte de una foto enmarcada del
Britannia
, y de algunos carteles promocionales internos de la North Star, prácticamente no había decoración, ni muebles. Según el reloj de la pared del fondo, eran las doce en punto del mediodía.
Colgó el teléfono.
—Siéntese.
—Gracias. —Pendergast se sentó en una de las dos sillas no acolchadas que había frente a la mesa—. ¿Quería verme?
La expresión de Kemper se volvió aún más sufrida.
—No exactamente. Lo ha pedido Hentoff.
Pendergast hizo una mueca al oír su acento.
—De modo que el director del casino ha aceptado mi pequeña propuesta. Magnífico. Estaré encantado de devolverles el favor esta misma noche, cuando aparezcan los contadores de cartas para un nuevo trabajito nocturno.
—Deje los detalles para cuando vea a Hentoff.
—Qué amable.
Kemper suspiró.
—Ahora mismo estoy muy ocupado, por lo que espero que no nos extendamos mucho. ¿Qué necesita exactamente?
—Acceso a la caja fuerte central del barco.
La actitud cansada del jefe de seguridad se evaporó de golpe.
—Ni hablar.
—Ah… y yo que creía que habíamos hecho un trato.
La mirada de Kemper se volvió incrédula.
—Está prohibido que los pasajeros entren en la caja fuerte, y aún más que cotilleen.
La respuesta de Pendergast se hizo esperar, pero fue muy comedida.
—No cuesta mucho imaginar qué le ocurriría a un jefe de seguridad responsable de pérdidas por un millón de dólares en los casinos durante solo siete días de crucero. Una cosa es que quien dirija los casinos sea Hentoff, y otra que en términos de seguridad todo el… peso lo lleve usted.
Pasó un buen rato, durante el cual lo único que hicieron fue mirarse. Kemper se humedeció los labios.
—Los únicos que pueden abrir la caja fuerte son el primer oficial, el segundo capitán y el capitán —dijo en voz baja.
—Pues entonces, le propongo que llame por teléfono a quien prefiera de los tres.
Durante un minuto, Kemper siguió escrutando a Pendergast, hasta que (sin apartar la vista) cogió el teléfono y marcó un número. Hubo una breve conversación en murmullos. Cuando Kemper colgó el auricular, su expresión seguía siendo algo crispada.
—Nos reuniremos ahí mismo con el primer oficial.
Tardaron cinco minutos en llegar a la caja fuerte, situada un nivel por debajo de la cubierta B, dentro de una zona blindada del barco que también albergaba el sistema principal de control y Lis granjas de servidores que controlaban la red interna del
Britannia
. Por debajo de la línea de flotación era más pronunciada la vibración de los motores diesel. El primer oficial ya esperaba en el control de seguridad; canoso, con su uniforme inmaculado, daba perfectamente el tipo de alto oficial de navío.
—Este es el señor Pendergast —dijo Kemper, en un tono que no tenía nada de cortés.
LeSeur asintió con la cabeza.
—Nos conocimos anoche, en la mesa de Roger Mayles.
Pendergast esbozó una sonrisa.
—Me precede mi fama, gracias al bueno del señor Mayles. La situación, señores, es la siguiente: un cliente me ha encargado que encuentre un objeto que le fue robado. Del objeto en cuestión sé tres cosas: que es una pieza tibetana única, que está en algún lugar de este barco y que su actual dueño (que, dicho sea de paso, también está en el barco) ha asesinado a alguien para conseguirlo.
Se tocó el bolsillo delantero de la americana.
—Mi lista de sospechosos contiene tres nombres de pasajeros que, según el señor Mayles, consignaron artículos en la caja fuerte del barco; artículos que, si son tan amables, quisiera inspeccionar someramente.
— ¿Por qué? —preguntó Kemper—. Cada suite tiene su propia caja fuerte. Si es verdad lo que dice, el ladrón no escondería aquí lo que robó.
—Se trata de un objeto de más de un metro de longitud, demasiado grande, por lo tanto, para las cajas fuertes de los camarotes, excepto las de las suites más amplias.
LeSeur frunció el entrecejo.
—Seré breve, señor Pendergast. Puede mirar, pero no tocar. Señor Kemper, traiga a uno de sus hombres, por favor. Me gustaría tener tres pares de ojos como testigos.
Cruzaron el control de seguridad y entraron en un pasillo corto que terminaba ante una puerta sin letrero. El primer oficial metió una mano en un bolsillo, sacó una llave con una cadena de acero y abrió la cerradura de la puerta. Kemper la empujó y entraron.
Detrás había una sala pequeña, pero con la pared del fondo totalmente ocupada por una puerta de caja fuerte, redonda y de acero pulido. LeSeur esperó la llegada de uno de los vigilantes del puesto de control para sacar otra llave del bolsillo e introducirla en una cerradura de la puerta redonda. Acto seguido repitió el proceso con una tarjeta de identificación, que deslizó en un lector de tarjetas situado al lado de la puerta. Lo siguiente que hizo fue aplicar la palma de la mano a un escáner de huellas que se encontraba al lado de la ranura para tarjetas. Se oyó un ruido metálico, y encima de la puerta se encendió una luz roja.
LeSeur se acercó a la rueda con números situada en la otra punta de la puerta de la cámara, y la giró varias veces en ambos sentidos, escondiéndosela a los otros ocupantes de la sala. La luz de encima de la puerta se puso verde. El primer oficial hizo girar una rueda situada en el centro. La gigantesca puerta se abrió.
El interior estaba iluminado por una luz verdosa. Al otro lado de la puerta había una cámara de casi cuatro metros de lado. La parte trasera estaba protegida con una cortina de acero, tras la cual se encontraban las cajas de metal extraíbles, que llegaban hasta la altura del hombro. Las dos paredes laterales estaban ocupadas íntegramente por cajas fuertes, algunas bastante grandes, con paneles frontales a los que la luz tenue arrancaba un vago resplandor. Cada una tenía una ranura en el centro, con un número grabado en el acero, justo encima.
—Una caja fuerte para cajas fuertes —dijo Pendergast—. Impresionante.
—Exacto —dijo LeSeur—. ¿A quién buscamos?
Pendergast sacó el papel de su bolsillo.
—El primero es Edward Robert Smecker, lord Cliveburgh. —Leyó durante un momento—. Parece ser que tras agotarse la fortuna de sus antepasados, recurrió a maneras muy creativas de llegar a fin de mes. Es un asiduo de jet set, y siempre está por Mónaco, Saint-Tropez, Capri y la Costa Esmeralda. Por donde va tienden a desaparecer las joyas. Nunca se ha recuperado ninguna de las que se supone que ha robado, y nunca han conseguido pillarle. Se da por supuesto que vuelve a cortar las piedras preciosas y funde el metal para hacer lingotes.
El primer oficial se volvió hacia un terminal que estaba en la pared más próxima, y pulsó algunas teclas.
—Es el número 236. —Se acercó a una pequeña caja fuerte—. Aquí dentro no cabría el objeto que ha comentado.
—Quizá pueda reducirse su tamaño cortándolo o doblándolo. ¿Tendría la amabilidad de abrirla?
Tensando los labios de un modo casi imperceptible, LeSeur introdujo una llave y la giró. Al abrirse la puerta apareció un maletín grande de aluminio, con un cierre de ruedas numeradas.
—Interesante —dijo Pendergast.
Al principio merodeó por las inmediaciones de la puerta abierta, como un gato; después empezó a mover las ruedas con la máxima delicadeza, una tras otra, con un dedo largo y fino.
— ¡Eh, un momento! —exclamó Kemper—. Le he dicho que no toque nada.
Pendergast levantó la tapa del maletín. Dentro había numerosos ladrillos de papel de aluminio y celofán, todos revestidos con una gruesa capa de cera.
—Madre mía… —dijo Kemper—. Espero que no sea lo que parece.
Sacó una navaja del bolsillo y la hundió en las capas de cera y papel de aluminio. Al moverla, dejó a la vista un polvo blanco y grumoso. Introdujo la punta de un dedo en el polvo, y lo probó.
—Cocaína —dijo.
—Parece —murmuró Pendergast— que el bueno de lord Cliveburgh se ha embarcado en un nuevo negocio, aún más lucrativo.
— ¿Qué hacemos? —dijo LeSeur, mirando fijamente el polvo blanco.
—De momento nada —dijo Kemper, a la vez que cerraba el maletín y giraba la combinación—. Tranquilos, esto no irá a ninguna parte. Avisaremos por radio a la aduana estadounidense. Cuando lleguemos a puerto, Cliveburgh recogerá su equipaje y le pillarán allí mismo, en el muelle, con el material encima, pero fuera del barco.
—Muy bien —dijo LeSeur—, pero ¿cómo explicamos que lo hemos abierto…?
—No hace falta —dijo Kemper en tono cortante—. Déjeme a mí los detalles.
— ¡Menudo golpe de suerte! —dijo Pendergast, muy animado, mientras el ambiente se volvía más y más lóbrego—. ¡Parece que mi presencia es de lo más afortunada!