— ¿Por qué? Se disfrazó para que no lo relacionaran con el crimen.
—Dudo que llegase al hotel con la intención de asesinar a nadie. No, Constance. El asesino se disfrazó antes de saber qué le ofrecía Ambrose, lo cual parece indicar que es una persona conocida y reconocible, y por ello quiere pasar inadvertida.
El taxi frenó al pie del Muelle de la Reina, interrumpiendo la conversación. Pendergast saltó del coche, seguido por Constance. Tenían a la izquierda el edificio de aduanas y embarque, y a la derecha una multitud de curiosos, amigos, parientes, cámaras y gente de los medios de comunicación. Todo el mundo agitaba banderas británicas, tiraba confeti y gritaba. Una banda de música se sumaba al barullo general.
Por encima de todo ello se elevaba el
Britannia
, que reducía a la insignificancia no solo el muelle, sino toda la ciudad, con un casco negro rematado por una superestructura blanca como la nieve, de más de doce puentes, reluciente de vidrios, balcones y adornos de caoba.
Constance jamás habría imaginado que existiera una embarcación tan grande y majestuosa; su volumen dejaba en la sombra a todo un barrio (Platform Road, el edificio de Banana Wharf y el puerto deportivo de Ocean Village).
Pero la sombra se movía. Ya sonaban las sirenas. Los trabajadores del muelle se habían apresurado en desatar los cabos y retirado la pasarela de embarque. En lo más alto, cientos de personas hacían fotos, tiraban serpentinas y se despedían con la mano desde la borda o desde alguno de los numerosos balcones. Tras un último toque de sirena, que hizo que temblara todo, el
Britannia
empezó a separarse lenta, poderosa e inexorablemente del muelle.
—Lo siento mucho, jefe —dijo el taxista—. Lo he intentado, pero…
—Saque el equipaje —le interrumpió Pendergast.
Se internó corriendo en la multitud de curiosos, hacia un control de seguridad. Constance vio que se paraba el tiempo justo para enseñar su placa al policía. Después volvió a correr, dejando atrás la banda de música y las cámaras. Iba hacia un andamio cubierto de banderitas, sobre el que se apretujaba un nutrido grupo de autoridades y directivos de la North Star (o eso supuso Constance). Ya empezaban a dispersarse. Varios hombres con traje oscuro se estaban dando la mano, mientras bajaban del andamio.
Pendergast cruzó el mar de funcionarios de menor graduación que rodeaban el andamio, rumbo al hombre que ocupaba el centro: un individuo corpulento, con bastón de ébano y un clavel blanco en su chaleco gris perla. Todos a su alrededor le estaban felicitando, y no disimuló su desconcierto ante la irrupción intempestiva del agente. Primero le escuchó, con una mezcla de impaciencia e irritación en el rostro. Después frunció el entrecejo y empezó a sacudir furiosamente la cabeza. En vista de que Pendergast seguía hablando con urgencia, el hombre, con la cara congestionada, se irguió y empezó a gesticular, señalando el barco y a Pendergast. Empezó a llegar personal de seguridad, hasta que ya no se vio ni a Pendergast ni al hombre del clavel.
Constance esperó al lado del taxi; el taxista no se había molestado en bajar el equipaje, aunque no le sorprendió, porque la «norme masa del
Britannia
seguía deslizándose en paralelo al muelle, cada vez menos despacio. Ya no pararía hasta llegar a Nueva York, tras siete días y seis noches de travesía.
Volvió a sonar la sirena del barco, y de repente brotaron caudalosos chorros de agua de la proa. Constance frunció el entrecejo. Parecía que la nave estuviese reduciendo la velocidad. Se volvió hacia el último sitio donde había visto a Pendergast, y ahí estaba: al lado del hombre del clavel, que hablaba por un teléfono móvil. Ahora ya no tenía la cara roja, sino morada.
Volvió a mirar el barco. No, no era una ilusión: los propulsores de proa del barco habían cambiado de sentido, y el
Britannia
I regresaba despacio hacia el muelle. Tuvo la impresión de que los gritos ensordecedores que la rodeaban disminuían un poco, inversamente a la perplejidad general, que aumentaba.
—Madre mía… —murmuró el taxista.
Fue al maletero, lo abrió y empezó a sacar el equipaje.
Pendergast hizo señas a Constance de que se reuniese con él en el control de seguridad. Constance se abrió paso entre la multitud, seguida de cerca por el taxista. En el muelle, los trabajadores se estaban apresurando a tender de nuevo la pasarela inferior de embarque. La música se apagó un poco, pero solo hasta que la banda atacó las notas con nuevos ánimos.
Otro toque de sirena, mientras la pasarela volvía a su posición contra el negro flanco del barco. Pendergast hizo pasar a Constance por el puesto de control y atravesaron rápidamente el embarcadero.
—No es necesario darse prisa, Constance —dijo él, cogiéndole ligeramente el brazo, para que caminase con normalidad—. Ya puestos, disfrutemos del momento; me refiero a hacer esperar al trasatlántico más grande del mundo, sin olvidar a sus más de cuatro mil pasajeros y tripulantes.
— ¿Cómo lo has conseguido? —preguntó ella al poner el pie en la pasarela.
—El señor Elliott, máximo directivo de la North Star Line, es muy amigo mío.
— ¿En serio? —preguntó ella, sin acabar de creérselo.
—Bueno, hace diez minutos tai vez no lo era, pero ahora sí, te lo aseguro. Nos conocemos desde hace poco; sin embargo, ahora siente todo el calor de mi amistad. Mucho calor.
—Pero ¿retrasar la partida? ¿Conseguir que vuelva el barco al muelle…?
—En cuanto le he explicado cuánto ganaría dejándonos embarcar (y cuánto perdería personalmente en caso contrarío), el señor Elliott se ha vuelto de lo más servicial. —Pendergast echó un vistazo al barco y volvió a sonreír—. ¿Sabes, Constance? Dentro de lo que cabe, creo que este viaje será tolerable. Quizá hasta agradable.
Para Roger Mayles, director de crucero del
Britannia
, una de las primeras y más importantes decisiones del viaje había sido elegir en qué mesa cenar la Primera Noche. Siempre era una cuestión espinosa, muy espinosa, sobre todo al tratarse de la Primera Noche del viaje inaugural del mayor trasatlántico del mundo.
Dificilísima cuestión, sin duda.
Como director de crucero, su trabajo no se limitaba a conocer los nombres y necesidades de todos los pasajeros. También tenía que alternar con ellos. Si desaparecía durante la cena, se llevarían la impresión de que no le importaban, y de que aquello ora un simple trabajo.
Y no era un simple trabajo.
Pero ¿qué hacer con una lista de pasajeros de casi tres mil nombres, distribuidos en ocho comedores y tres turnos?
Era un auténtico rompecabezas. Primer paso, decidir el restaurante: el Oscar's, el comedor temático sobre cine. Era una sala espectacular, art decó, con una pared compuesta íntegramente de cristal veneciano, frente a una cascada, todo ello iluminado por detrás. El susurro del agua estaba diseñado para aumentar el ruido blanco ambiente, con el curioso efecto de que se percibía menos ruido. De las otras tres paredes, dos eran de auténtico pan de oro, y la última de vidrio, con vistas a la oscuridad del mar. No era el restaurante más grande del barco (esa distinción le correspondía al King's Arms, con sus dos opulentos niveles), pero sí el más elegante en su decoración.
Decidido; cenaría en el Oscar's. Segundo turno, por supuesto. De los primeros turnos había que huir como de la peste, porque solían acudir los cretinos que, al margen de su riqueza, nunca habían conseguido quitarse la primitiva costumbre de cenar antes de las siete.
La siguiente cuestión era elegir la mesa. Naturalmente, sería una de las «formales», las más grandes y aquellas en las que los huéspedes —si lo pedían— aún podían cumplir con la anticuada tradición de los asientos asignados, para mezclarse con desconocidos, como en la época de oro de los trasatlánticos. Rigurosa etiqueta, por descontado. Para la mayoría significaba corbata negra, pero en esta materia Mayles era muy maniático, y siempre se ponía esmoquin blanco.
Lo siguiente era elegir a los comensales. Roger Mayles era un hombre especial, con muchos prejuicios (y a menudo crueles, él mismo lo reconocía). Su lista de pasajeros a evitar era muy larga, empezando por los empresarios, cualquier persona que tuviese algo que ver con la bolsa, los texanos, los gordos, los dentistas y los cirujanos. Su lista de preferencias incluía a las actrices, la nobleza, las herederas, los presentadores de magazines de la tele, los auxiliares de vuelo, los mafiosos y lo que él llamaba «misterios» (gente difícil de encasillar), siempre y cuando fueran interesantes, muy ricos y pertenecieran a la élite.
Después de repasar muchas horas la lista de pasajeros, ya tenía lo que consideraba un grupo brillante para la Primera Noche. Organizar las mesas era algo que haría cada noche del viaje, por supuesto, pero aquella era especial. Sería una cena memorable, con diversión más que garantizada; además, en alta mar Mayles siempre necesitaba diversiones, a causa del mayor de sus muchos secretos: que nunca había aprendido a nadar, y que le daba un miedo atroz el mar abierto.
Por eso llegó con tantas expectativas (y algo de inquietud, todo sea dicho) a la entrada revestida de pan de oro del Oscar's, con su esmoquin Hickey Freeman de mil dólares comprado especialmente para el viaje. Se quedó en la puerta, para que todas las miradas se fijasen en lo bien que le sentaba el traje. Después sonrió elegantemente a toda la sala y se encaminó a la mesa presidencial.
A medida que llegaban los comensales, les dio la mano y les dedicó palabras llenas de calidez, acompañadas con gestos y florituras varias. Los últimos en llegar fueron los dos «misterios», un tal Aloysius Pendergast y su «pupila», denominación que a Mayles le evocaba todo tipo de ideas obscenas, a cual más deliciosa. La ficha de Pendergast le había intrigado por su absoluta I alta de información. Era el pasajero que había logrado reservar una de las suites dúplex de popa (la Tudor, por cincuenta mil libras) en el último minuto, a pesar de que hiciera varios meses que estaba reservado todo el barco; y, no contento con ello, había retrasado casi una hora la partida. ¿Cómo lo había conseguido?
Francamente intrigante.
Aprovechó que se acercaba para mirarle por segunda vez, con más detenimiento; le gustó lo que vela. Era un hombre refinado, aristocrático y muy bien parecido. Llevaba un espléndido chaqué, con una orquídea en el ojal de la solapa. Lo más sorprendente era la palidez de su rostro, como si estuviese recuperándose de una enfermedad mortal, aunque en su cuerpo esbelto y en sus ojos grises había una dureza y una vitalidad que indicaban cualquier cosa menos endeblez física. Sus facciones tenían la perfección de una escultura de Praxíteles. Se movía entre la gente como un gato por una mesa engalanada.
Pero, por atractivo que fuese Pendergast, aún lo era más su supuesta pupila. Se trataba de una auténtica belleza, pero de ningún modo vulgar o moderna; la suya era una hermosura prerrafaelita, idéntica a la Proserpina del famoso cuadro de Rossetti, pero con el pelo liso y una media melena un poco a los años veinte. Llevaba un traje de noche de Zac Posen que Mayles había admirado en una de las tiendas de la galería St. James's, en la cubierta 6. El más caro. Resultaba interesante que se hubiera comprado a bordo el vestido para la Primera Noche, en vez de elegir uno de su propio guardarropa.
Alteró a toda velocidad la distribución, para sentarse al lado de Pendergast y enfrente de Constance. Al otro lado de Pendergast colocó a la señora Dahlberg, cuya inclusión en la lista se debía a haberse divorciado consecutivamente de dos lores ingleses, y haber acabado con un magnate estadounidense del sector cárnico que falleció pocos meses después del enlace, dejándola cien millones más rica. La imaginación febril de Mayles se había disparado. Sin embargo, al verla en persona le decepcionó no encontrar a la vulgar cazafortunas que se imaginaba.
A los demás los repartió como buenamente pudo: un baronet inglés elegantísimo con su esposa francesa, un marchante de arte impresionista, la cantante de los Suburban Lawn Mowers y su novio, el escritor y bon vivant Victor Delacroix, y algunos más que esperó que compusieran una mesa brillante y divertida. Había pensado incluir a Braddock Wiley, una estrella de cine que se encontraba a bordo para el estreno mundial en pleno Atlántico de su última película, pero su carrera de actor estaba en decadencia, y al final había decidido que le invitaría la segunda noche.
A medida que indicaba sus asientos a los comensales, los fue presentando hábilmente para que no fuera necesaria una tanda de vulgares presentaciones cuando ya se hubiera sentado todo el mundo. Al poco rato ya estaban instalados, y llegó el primer plato: crepés Romanoff. Mientras el camarero repartía los platos y servía el primer vino de la velada solo se dijeron trivialidades.
Fue Mayles quien rompió el hielo.
— ¿Detecto un acento de Nueva Orleans, señor Pendergast?
Se enorgullecía de su habilidad para hacer hablar hasta al menos conversador.
—Muy perspicaz —contestó Pendergast—. Por mi parte, ¿detecto un toque de Far Rockaway, Queens, detrás de su acento inglés?
Mayles notó entonces que su sonrisa se tensaba. ¿Cómo podía saberlo?
—No se inquiete, señor Mayles, entre otras cosas he hecho un estudio sobre acentos. Lo encuentro útil para mi trabajo.
—Ah, ya… —Mayles bebió un poco de Vernaccia para disimular su sorpresa, y cambió rápidamente de asunto—. ¿Es lingüista?
En los ojos grises de Pendergast pareció insinuarse cierto regocijo.
—En absoluto. Investigo cosas.
Mayles se llevó la segunda sorpresa de la cena.
— ¡Qué interesante! ¿Como Sherlock Holmes?
—Más o menos.
Se le pasó por la cabeza una idea bastante desagradable.
— ¿Y en este momento está… investigando?
—Bravo, señor Mayles.
Algunos de los otros comensales les estaban escuchando. Mayles no supo qué decir. Notó una punzada de nerviosismo.
—Ah —dijo, con una risa frívola—, pues yo sé quién ha sido: el coronel Mostaza, en la cocina. Con el candelabro.
Mientras los demás se reían educadamente, volvió a encauzar la conversación por derroteros que no le incomodasen.
—Señorita Greene, ¿conoce el cuadro Proserpina, de Rossetti?
La joven posó en él su mirada, provocándole un escalofrío de inquietud. Sus ojos tenían algo francamente extraño.