Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Traz lanzó un bufido y se marchó a cazar su desayuno. Anacho lo observó con abierto interés y finalmente se le unió, corriendo con su desgarbado paso. Los dos hombres fueron de aquí para allá entre los escombros, atrapando y comiendo insectos con delectación. Reith se contentó con un puñado de plantas del peregrino.
El Hombre-Dirdir, apaciguada su hambre, volvió a examinar las ropas y el equipo de Reith.
—Creo que el muchacho dijo «la Tierra», un lejano planeta. —Tabaleó su nariz en forma de botón con un blanco dedo—. Casi me sentiría inclinado a creerte si no tuvieras exactamente la apariencia de un subhumano, lo cual hace que la idea sea absurda.
Traz, con un tono levemente altivo, dijo:
—La Tierra es el lugar de origen de los hombres. Nosotros somos auténticos hombres. Tú eres el fenómeno. Anacho lanzó a Traz una intrigada mirada.
—¿Qué es eso, el credo de un nuevo culto subhumano? Bueno, no me importa.
—Ilumínanos entonces —dijo Reith con voz melosa—. ¿Cómo llegaron los hombres a Tschai? Anacho hizo un gesto desenvuelto.
—La historia es bien conocida y muy clara. En Sibol, el mundo natal, el Gran Pez puso un huevo. Flotó hasta la orilla de Remura y embarrancó en la playa. Una mitad rodó a la luz y produjo los Dirdir. La otra mitad rodó a la sombra y produjo los Hombres-Dirdir.
—Interesante —dijo Reith—. ¿Pero qué hay con los Hombres-Chasch? ¿Qué hay con Traz? ¿Y conmigo?
—La explicación no tiene nada de misterioso; me sorprende que lo preguntes. Hace cincuenta mil años los Dirdir se trasladaron de Sibol a Tschai. Durante los años siguientes los Viejos Chasch capturaron algunos Hombres-Dirdir. Otros fueron tomados por los Pnume; y más tarde otros por los Wankh. Esos se convirtieron en los Hombres-Chasch, los Pnumekin y los Hombres-Wankh. Fugitivos, criminales, recalcitrantes y fenómenos biológicos ocultos en las marismas se unieron entre sí y dieron como resultado los subhombres. Y aquí los tienes a todos.
Traz miró a Reith.
—Háblale a este estúpido de la Tierra; sácalo de su ignorancia.
Reith se limitó a reír.
Anacho le miró de nuevo con desconcierto.
—Queda fuera de toda duda que tú eres un tipo único. ¿Adónde vais?
Reith señaló hacia el noroeste.
—A Pera.
—La Ciudad de las Almas Perdidas, más allá de la Estepa Muerta... Nunca llegaréis. Los Chasch Verdes merodean por la Estepa Muerta.
—¿No hay ninguna forma de evitarlos? Anacho se alzó de hombros.
—Las caravanas van a Pera.
—¿Dónde está la ruta de las caravanas?
—Hacia el norte, a no mucha distancia.
—Entonces viajaremos con una caravana.
—Podéis ser capturados y vendidos como esclavos. Los jefes de las caravanas poseen fama de no tener escrúpulos. ¿Por qué estáis tan ansiosos por llegar a Pera?
—Por bastantes razones. ¿Cuáles son tus planes?
—No tengo ninguno. Soy tan vagabundo como vosotros. Si no tenéis inconveniente viajaré en vuestra compañía.
—Como quieras —dijo Reith, ignorando el disgustado siseo de Traz.
Echaron a andar hacia el norte, con el Hombre-Dirdir charloteando inconsecuentemente de una forma que Reith encontró divertida y ocasionalmente edificante y Traz pretendió ignorar. Al mediodía llegaron a una cadena de bajas colinas. Traz abatió con su catapulta a un rumiante con el aspecto de un jamelgo. Encendieron fuego, asaron al animal sobre un espetón y comieron hasta saciarse. Reith preguntó al Hombre-Dirdir:
—¿Es cierto que coméis carne humana?
—Por supuesto. A menudo es la más tierna de las carnes. Pero no tenéis que temer nada; al contrario que los Chasch, los Dirdir y los Hombres-Dirdir no son unos glotones compulsivos.
Ascendieron por la cadena de colinas, cubiertas de bosquecillos bajos de follaje azul y gris suave, con árboles cargados de rollizos frutos rojos que Traz señaló como venenosos. Finalmente llegaron a la otra vertiente, desde la que podía contemplarse la Estepa Muerta: una extensión llana y gris, desprovista de vida excepto algunos matojos de aulagas y plantas del peregrino. Abajo, casi a sus pies, había un sendero marcado por dos anchas roderas. Procedía del sudeste, rodeaba la base de las colinas, y a unos cinco kilómetros al nordeste serpenteaba por entre un amontonamiento rocoso que se alzaba cerca de la base de las colinas como un conjunto de dólmenes. El sendero proseguía luego hacia el noroeste, perdiéndose en la estepa. Un segundo sendero avanzaba hacia el sur a través de un paso entre las colinas, mientras que un tercero giraba hacia el nordeste.
Traz examinó las formaciones rocosas con los ojos fruncidos y señaló algo.
—Mira allá con tu instrumento.
Reith extrajo su sondascopio, escrutó las rocas.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Traz.
—Edificios. No muchos... ni siquiera un poblado. Entre las rocas, emplazamientos de artillería.
—Debe tratarse del Depósito de Kazabir —murmuró
Traz—, donde las caravanas transfieren su carga. Las armas las protegen contra los Chasch Verdes. El Hombre-Dirdir hizo un gesto de excitación.
—Puede que incluso haya alguna especie de posada. ¡Venid! Estoy ansioso por bañarme. ¡Nunca en mi vida había conocido tanta suciedad!
—¿Y cómo pagaremos? —preguntó Reith—. No tenemos dinero ni artículos de cambio.
—No os preocupéis —declaró el Hombre-Dirdir—. Tengo sequins suficientes para todos. Nosotros, los de la Segunda Raza, no somos ingratos, y me habéis servido bien. Incluso el muchacho tomará una cena decente, probablemente por primera vez en su vida.
Traz frunció el ceño y preparó una orgullosa respuesta; luego, observando la expresión divertida de Reith, consiguió esbozar una reluctante sonrisa.
—Sería mejor que nos fuéramos de aquí; éste es un lugar peligroso, que ofrece todas las ventajas a los Chasch Verdes. ¿Veis esas huellas? Suben hasta aquí para espiar las caravanas. —Señaló hacia el sur, donde el horizonte estaba marcado por una irregular línea gris—. En estos momentos se está acercando una caravana.
—En ese caso —dijo Anacho—, será mejor que nos apresuremos a ir a la posada para acomodarnos antes de que la caravana llegue. No deseo pasar otra noche entre la aulaga.
El claro aire de Tschai, la extensión de los horizontes, hacía difícil juzgar las distancias; cuando los tres hombres habían descendido de las colinas, la caravana estaba ya en el sendero: una hilera de sesenta o setenta grandes vehículos, tan altos que parecían inestables, bamboleándose y rechinando sobre sus seis ruedas de tres metros de diámetro. Algunos iban impulsados a motor, otros eran tirados por enormes animales grises de cabezas pequeñas que parecían tener solamente ojos y hocico.
El trío se apartó a un lado y observó pasar la caravana. Los tres exploradores Ilanth de vanguardia, orgullosos como caballeros, montaban caballos saltadores: hombres altos, de anchas espaldas, estrechos de cadera y con rasgos angulosos. Su piel era amarilla radiante; su pelo color ala de cuervo, atado a rígidas plumas, brillaba con laca. Llevaban cascos puntiagudos coronadas con cráneos humanos sin mandíbula inferior, y la pluma de su pelo se alzaba enhiesta en la parte de atrás del cráneo. Iban armados con una espada larga y flexible como las de los Emblemas, un par de pistolas al cinto, dos dagas en su bota derecha. Se limitaron a arrojar desde lo alto de sus enormes caballos saltadores una mirada de desinterés a los tres viajeros, sin emprender ninguna otra acción.
Los grandes carromatos pasaron a continuación. Algunos estaban cargados hasta los topes con paquetes y fardos; otros llevaban jaulas donde se mezclaban indiscriminadamente niños de pálidos rostros con hombres y mujeres jóvenes. Uno de cada seis vehículos era una pieza de artillería sobre ruedas, con su correspondiente dotación de hombres de piel gris con chaquetillas negras y cascos de cuero negro. Los cañones eran tubos cortos de ancha boca que disparaban proyectiles aparentemente por medio de un campo propulsor. Otras piezas de artillería, de boca más estrecha, iban montadas sobre una especie de tanques, y Reith supuso que eran lanzallamas.
—Es la caravana que vimos en el vado del Iobu —dijo Reith a Traz.
Traz asintió lúgubremente.
—Si la hubiéramos capturado es posible que yo siguiera llevando el Onmale... Pero no lo lamento. Nunca llevé encima un peso tan grande como el Onmale. Por la noche me susurraba cosas.
Una docena de los carromatos llevaban pabellones de tres pisos de madera teñida de negro, con cúpulas, balcones y varandas a la sombra. Reith los contempló con envidia. ¡Aquella era la forma de viajar confortablemente por las estepas de Tschai! Un carromato particularmente pesado transportaba una casa con enrejadas ventanas y puertas claveteadas con hierro. La parte frontal estaba cerrada por una densa tela metálica: de hecho, era una jaula. Allí, mirando hacia delante, había una mujer joven, de una belleza tan extraordinaria que parecía poseer una vitalidad propia, como el emblema del Onmale. Era esbelta, con la piel del color de las dunas de arena. Su pelo oscuro rozaba sus hombros; sus ojos tenían el color castaño dorado del topacio. Llevaba un pequeño gorro de color rojo rosado, una túnica rojo mate, pantalones de lino blanco, arrugados y algo manchados. Mientras el carromato pasaba bamboleándose junto a ellos, miró brevemente a los tres viajeros. Por un instante sus ojos se cruzaron con los de Reith, y éste se sintió impresionado por la melancolía de su expresión. El carromato pasó de largo. En una puerta abierta en la parte de atrás había de pie una mujer alta, de rasgos gélidos y brillantes ojos, con un pelo castaño grisáceo de un par de centímetros de largo y enhiesto como las cerdas de un cepillo. Reith, atraída su curiosidad, pidió información a Anacho, pero éste no pudo decirle nada. El Hombre-Dirdir no sabía ni opinaba nada al respecto.
El trío siguió a la caravana hasta más allá de las fortificadas prominencias rocosas, al recinto de una especie de fortaleza arenosa. El jefe de la caravana, un viejo pequeño e intensamente activo, alineó los vehículos en tres hileras: los carromatos de carga cerca del almacén, luego los que transportaban a los esclavos, y finalmente la artillería sobre ruedas apuntando hacia la estepa.
Al otro lado del recinto estaba la posada, una estructura de dos plantas de tierra compactada adosada contra las rocas. La taberna, la cocina y el salón principal ocupaban el piso inferior; en el segundo había una hilera de pequeñas habitaciones que se abrían a un porche. Los tres viajeros encontraron al posadero en el salón: un hombre robusto que llevaba unas botas negras y un delantal marrón, con la piel tan gris como las cenizas de la madera. Con las cejas alzadas, miró primero a Traz con su atuendo de nómada, luego a Anacho con sus ropas Dirdir en otro tiempo elegantes, y luego a Reith, con sus pantalones y su chaqueta estilo terrestre de recia tela, pero no puso ninguna dificultad en conseguirles acomodo y aceptó proporcionarles también ropas nuevas.
Las habitaciones tenían dos metros y metro de ancho por tres de largo. Había una cama de tiras de cuero sujetas a un armazón de madera, con un delgado colchón de paja, una mesa con una jofaina y una jarra de agua. Tras el viaje cruzando la estepa, parecía casi un lujo. Reith se lavó, se afeitó con la navaja de su equipo de supervivencia, se puso sus nuevas ropas que esperaba consiguieran hacerle pasar más desapercibido: unos pantalones amplios de lona gris amarronada, una camisa de tela blanca hecha a mano, una chaqueta negra de manga corta. Salió al porche y miró a su alrededor. ¡Qué remota parecía su antigua vida en la Tierra! Comparada con la sorprendente multiplicidad de Tschai, la vieja existencia carecía de emociones y color... aunque no por ello era menos deseable. Reith se vio obligado a admitir que su desolación inicial había recedido un poco. Su nueva vida, con toda su precariedad, contenía interés y aventura. Miró al otro lado del recinto, hacia el carromato con la casa cercada con barrotes y tela metálica. La muchacha era una prisionera: eso era evidente. ¿Cuál era su destino que la hacía exhibir tal angustia?
Intentó identificar el carromato, pero entre todo aquel amontonamiento no pudo encontrar sus formas picudas y angulares. No importaba, se dijo a sí mismo. Ya tenía suficientes problemas sin investigar el destino de una muchacha esclava a la que había visto apenas durante cinco segundos. Volvió a su habitación.
Se metió algunos artículos de su unidad de supervivencia en el bolsillo; ocultó el resto bajo el lavamanos. Bajó al salón principal y encontró a Traz sentado rígidamente en un banco a un lado. Como respuesta a la pregunta de Reith, admitió que nunca antes había estado en un lugar así y que no deseaba ser tomado por un estúpido. Reith se echó a reír y le dio una palmada en el hombro, y Traz consiguió esbozar una dolorida sonrisa.
Anacho apareció, con menos apariencia de Hombre-Dirdir con su atuendo de la estepa. Los tres se dirigieron al comedor, donde les fue servida una comida a base de pan y una espesa sopa oscura, cuyos ingredientes Reith no se atrevió a inquirir.
Tras la comida, Anacho contempló a Reith con ojos especulativamente entrecerrados.
—¿Piensas todavía en ir a Pera?
—Sí.
—Es conocida como la Ciudad de las Almas Perdidas.
—Eso tengo entendido.
—Es una hipérbole, por supuesto —observó alegremente Anacho—. «Alma» es un concepto susceptible a discusión. La teología Dirdir es sutil; no discute el concepto de alma, excepto para observar que... No, mejor no confundirte. Pero volviendo a Pera, la «Ciudad de las Almas Perdidas», ése es el destino de la caravana. Prefiero cabalgar antes que andar; sugiero pues que contratemos el transporte mejor y más confortable que el jefe de la cavarana pueda proporcionarnos.
—Una excelente idea —dijo Reith—. Sin embargo, yo... Anacho agitó un dedo en el aire.
—No te preocupes por nada; por el momento al menos, me siento bien dispuesto hacia ti y el muchacho; sois amables y respetuosos; no queréis ir más allá de vuestro status; en consecuencia...
Traz, respirando pesadamente, se puso en pie.
—¡Yo he llevado el Onmale! ¿Puedes entender eso? Cuando abandoné el campamento, ¿crees que olvidé tomar algunos sequins? —Depositó con un golpe sordo una larga bolsa sobre la mesa—. ¡No dependemos de tu indulgencia, Hombre-Dirdir!
—Como quieras —dijo Anacho, lanzando una desconcertada mirada a Reith.