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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (12 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Volvió a la posada, y encontró a Traz y Anacho discutiendo acerca de la naturaleza de los Phung. Traz afirmaba que eran criaturas generadas por los Pnumekin a partir de los cadáveres de los Pnume.

—¿Has visto alguna vez a una pareja de Phung? ¿O a un niño Phung? No. Siempre van solos. Están demasiado locos, demasiado desesperados, para procrear.

Anacho agitó sus dedos en un gesto de indulgente suficiencia.

—Los Pnume también son solitarios, y se reproducen de una forma peculiar. Peculiar para los hombres y los subhombres, debo decir, porque el sistema parece encajar con los Pnume admirablemente. Son una raza persistente. ¿Sabes que poseen registros de más de un millón de años?

—Eso he oído —admitió Traz hoscamente.

—Antes de que llegaran los Chasch —dijo Anacho—, los Pnume gobernaban en todas partes. Vivían en poblados de pequeños domos, pero toda huella de esos poblados ha desaparecido. Ahora moran en cuevas y pasadizos bajo las viejas ciudades, y sus vidas son un misterio. Incluso los Dirdir consideran que trae mala suerte molestar a un Pnume.

—Entonces, ¿los Chasch llegaron a Tschai antes que los Dirdir? —inquirió Reith.

—Es bien sabido —dijo Anacho—. Sólo un hombre de una provincia aislada... o de un mundo lejano, ignoraría el hecho. —Lanzó a Reith una mirada interrogadora—. Pero los primeros invasores fueron de hecho los Viejos Chasch, hará un centenar de miles de años. Diez mil años más tarde llegaron los Chasch Azules, procedentes de un planeta colonizado en una era anterior por los viajeros espaciales Chasch. Las dos razas Chasch lucharon por el dominio de Tschai, y apelaron a los Chasch Verdes como tropas de choque.

»Hace sesenta mil años llegaron los Dirdir. Los Chasch sufrieron grandes pérdidas hasta que los Dirdir llegaron en tan gran número que se volvieron vulnerables, a partir de cuyo momento se estableció un equilibrio. Las razas siguen siendo enemigas, con pocos intercambios entre ellas.

»En un tiempo comparativamente reciente, hace diez mil años, estalló una guerra espacial entre los Dirdir y los Wankh, y se extendió hasta Tschai, donde los Wankh construyeron fuertes en Rakh y en el sur de Kachan. Pero ahora la lucha es escasa, excepto alguna que otra escaramuza y emboscada. Cada raza teme a las otras dos y anhela la hora en que pueda eliminarlas y conseguir la supremacía. Los Pnume son neutrales y no toman parte en las guerras, aunque observan con interés y toman notas para su historia.

—¿Y qué hay de los hombres? —preguntó Reith con circunspección—. ¿Cuándo llegaron a Tschai?

La mirada de reojo que le lanzó Anacho era sardónica.

—Puesto que afirmas conocer el mundo donde se originaron los hombres, debes poseer ya esa información.

Reith rechazó la provocación y no hizo ningún comentario.

—Los hombres —dijo el Hombre-Dirdir a su manera más didáctica— se originaron en Sibol y vinieron a Tschai con los Dirdir. Los hombres son tan plásticos como la cera, y algunos se metamorfosearon, primero en hombres de las marismas, luego, hace veinte mil años, en este tipo —señaló a Traz—. Otros, esclavizados, se convirtieron en Hombres-Chasch, Pnumekin, incluso Hombres-Wankh. Hay docenas de híbridos y razas extrañas. Existen multitud de variedades incluso entre los Hombres-Dirdir. Los Inmaculados son casi Dirdir puros. Otros exhiben menos refinamiento. Éste es el entorno que rodeó mi propia desafección: exigí prerrogativas que me fueron negadas, pero que adopté pese a todo...

Anacho siguió hablando, describiendo sus dificultades, pero la atención de Reith no estaba con él. Resultaba claro, al menos para Reith, cómo habían llegado los hombres a Tschai. Los Dirdir conocían el viaje espacial desde hacía más de setenta mil años. Durante este tiempo habían visitado evidentemente la Tierra, dos veces al menos. En la primera ocasión habían capturado una tribu de proto-mongoloides; en la segunda ocasión —hacía veinte mil años, según Anacho— habían recogido un cargamento de proto-caucasianos. Esos dos grupos, bajo las especiales condiciones de Tschai, habían mutado, se habían especializado, habían vuelto a mutar, habían vuelto a especializarse, hasta producir la sorprendente diversidad de tipos humanos que podían hallarse en el planeta.

En conclusión: los Dirdir sabían indudablemente de la existencia de la Tierra y de su población humana, pero quizá lo consideraban como un planeta todavía salvaje. Nada iba a ganarse poniendo al descubierto que la Tierra era ahora un planeta que efectuaba viajes espaciales; de hecho, el que Reith comunicara este hecho podía traer consigo verdaderas calamidades. La lanzadera no llevaba en su interior ningún indicio que apuntara a la Tierra, excepto posiblemente el cuerpo de Paul Waunder. En cualquier caso, los Dirdir habían perdido la posesión de la nave en beneficio de los Chasch Azules.

Sin embargo, quedaba una pregunta por responder: ¿quién había disparado el torpedo que había destruido la
Explorador IV?

Dos horas antes del amanecer los Chasch Verdes levantaron el campamento. Los carromatos de altas ruedas se desplegaron en un amplio círculo; los guerreros, montados en monstruosos caballos saltadores, se lanzaron al galope; luego, a una señal imperceptible —quizá telepática, reflexionó Reith—, el grupo formó una larga línea y se retiró hacia el este. Los exploradores Ilanth partieron.y siguieron a los Chasch a una discreta distancia. Por la mañana regresaron para informar que el grupo parecía dirigirse hacia el norte.

A última hora de la tarde llegó la caravana de Aig-Hedajha, cargada de pieles, maderas aromáticas, musgos, cajas de encurtidos y condimentos.

Baojian, el jefe de la caravana, llevó sus carromatos a la estepa para efectuar los intercambios y las operaciones comerciales. Se instalaron una serie de grúas entre las dos caravanas, pasando mercancías de un lado para otro; los porteadores y los conductores se afanaban, desnudos hasta la cintura, con el sudor chorreando por sus espaldas hasta sus amplios pantalones de tela gruesa.

Una hora antes del ocaso el intercambio de mercancías había terminado, y fueron avisados los pasajeros que se hallaban en el salón principal de la posada. Reith, Traz, Anacho y la Flor de Cath se dirigieron a la estepa cruzando el recinto. No se veía por ninguna parte a las sacerdotisas; Reith supuso que estaban ya en su carromato-casa.

Pasaron junto a los amontonamientos rocosos en dirección a la caravana. Hubo un repentino movimiento; unos brazos sujetaron a Reith con una presa de oso, y se sintió estrujado contra un cuerpo fofo que respiraba pesadamente. Se debatió; los dos rodaron por el suelo. La Gran Madre lo sujetó con sus enormes piernas. Otra sacerdotisa agarró a la Flor de Cath y la arrastró torpemente hacia la caravana. Reith permanecía abrumado en masas de músculos y carne. Una mano apretó su garganta; la sangre se acumuló en sus arterias, notó que sus ojos se desorbitaban. Consiguió liberar un brazo, clavó unos rígidos dedos en el rostro de la Gran Madre, sintió que oprimía algo húmedo. La mujer jadeó y resolló; Reith encontró su nariz, aferró, apretó, retorció; la mujer lanzó un alarido y pateó; Reith se sintió libre.

Un Ilanth estaba rebuscando en su bolsa; Traz estaba tendido, fláccido, en el suelo; Anacho se defendía fríamente de las espadas de los otros dos Ilanth. La gran Madre intentó aferrar a Reith por las piernas; pateó furioso, se liberó, hizo una finta hacia un lado cuando el Ilanth que investigaba sus pertenencias alzó la vista y esgrimió un cuchillo hacia él. Reith lanzó un puñetazo contra la barbilla amarillo limón; el hombre se derrumbó. Reith saltó a la espalda de uno de los Ilanth que estaban atacando al Hombre-Dirdir, lo hizo caer, y Anacho lo ensartó hábilmente. Reith se echó a un lado para evitar el golpe del tercer Ilanth, agarró el tendido brazo, arrojó al hombre dando una voltereta por encima de su hombro. El Hombre-Dirdir, de pie a su lado, volvió a manejar la espada, cortando limpiamente el amarillo cuello. El Ilanth que quedaba emprendió presuroso la huida.

Traz se puso trabajosamente en pie, sujetándose la cabeza. La Gran Madre estaba subiendo en aquellos momentos los peldaños del carromato-casa.

En su vida se había sentido Reith tan furioso. Recogió su mochila y se dirigió hacia donde estaba Baojian, el jefe de la caravana, dando instrucciones a los pasajeros»

—¡He sido atacado! —rugió Reith—. ¡Supongo que lo habrás visto! ¡Las sacerdotisas se han llevado por la fuerza a la muchacha de Cath a su casa y la retienen prisionera!

—Sí —dijo Baojian—. Vi algo de eso.

—¡Bien, entonces ejerce tu autoridad! ¡Haz cumplir tus normas contra la violencia!

Baojian agitó severamente la cabeza.

—El suceso tuvo lugar en esa parte de la estepa entre el recinto y la caravana, donde yo no tengo ninguna responsabilidad respecto al mantenimiento del orden. Parece que las sacerdotisas han recuperado su propiedad de la misma manera en que la perdieron. No tienes ninguna razón de queja.

—¿Qué? —rugió Reith—. ¿Vas a permitirles que usen a una persona inocente en su Misterio Femenino? Baojian alzó las manos.

—No tengo elección. No puedo encargarme del orden en la estepa; ni pretendo intentarlo.

Reith lo fulminó con una mirada de furia y desprecio, luego se volvió para examinar el carromato-casa de las sacerdotisas.

—Debo prevenirte contra cualquier conducta desordenada mientras seas un pasajero —dijo Baojian—. Soy muy severo con la disciplina de la caravana.

Por un momento, Reith no encontró palabras para responderle. Finalmente murmuró:

—Entonces, ¿no te preocupan las fechorías?

—¿Fechorías? —Baojian se echó a reír sin alegría—. En Tschai esta palabra no tiene ningún significado. Las cosas existen... o no existen. Si una persona se adhiere a algún otro sistema de conducta terminará rápidamente de existir... o se volverá loca como un Phung. Ahora permíteme que te muestre tu compartimiento, puesto que vamos a partir inmediatamente. Quiero avanzar unas cuantas leguas esta noche, antes de que vuelvan los Chasch Verdes. Parece que por el momento vamos a poder disponer solamente de un explorador.

5

A Reith, Traz y Anacho les fueron asignados compartimientos en uno de los carromatos-barracones, compuestos cada uno de ellos por una hamaca y un pequeño armario. Cuatro carromatos más adelante estaba el carromato-casa de las sacerdotisas. Durante toda la noche avanzaron sobre sus enormes ruedas, con todas las luces apagadas.

Incapaz de pensar en ningún plan de rescate realizable, Reith se fue a su hamaca, y se hundió en un sueño casi hipnótico a causa del movimiento del carromato.

Poco después de que el descolorido sol hubiera salido de entre el grisor, la caravana se detuvo. Todo el mundo pasó por el carromato de provisiones para recoger una torta coronada con carne caliente y una jarra de cerveza. Una bruma baja remolineaba en torno a ellos; los pequeños ruidos de la caravana parecían acentuar aún más el enorme silencio de la estepa. Los colores parecían haber desaparecido: solamente existía el pizarra del cielo, el apagado gris marrón de la estepa, el aguado lechoso de la bruma. No se observaba ningún signo de vida en el carromato-casa; las sacerdotisas no aparecieron, y a la Flor de Cath no se le permitió salir a la jaula de la parte delantera.

Reith fue al encuentro del jefe de la caravana.

—¿Está muy lejos el Seminario? ¿Cuándo llegaremos a él?

El jefe de la caravana masticó su torta de carne mientras meditaba.

—Esta noche acamparemos junto al otero Slugah. Otro día hasta el depósito de Zadno, luego a la mañana siguiente llegaremos al cruce de Fasm. Muy justo para las sacerdotisas; temen que lleguemos tarde a su Rito.

—¿En qué consiste su «Rito»? ¿Qué ocurre en él? Baojian se alzó de hombros.

—Sólo puedo hablar de rumores. Las sacerdotisas son un grupo selecto, y odian a los hombres, o al menos eso me han dicho, con un fervor anormal. El sentimiento se extiende a todos los aspectos de las relaciones normales hombre-mujer, e incluye también a las mujeres que estimulan las conductas eróticas. El Rito parece purgar esas intensas emociones; y me han dicho que las sacerdotisas se ven presas de un auténtico frenesí durante esas solemnidades.

—Entonces, dos días y medio.

—Dos días y medio hasta el cruce de Fasm.

La caravana avanzaba por la estepa, siguiendo un rumbo paralelo a las colinas que se erguían, ahora altas, ahora bajas, al sur. Ocasionalmente se abrían barrancos y hendiduras entre las colinas, ocasionalmente había bosquecillos o matorrales de espinosa vegetación. Reith, que examinaba el paisaje con su sondascopio, podía divisar criaturas observándoles desde las sombras: supuso que eran Phung, o posiblemente Pnume.

Su atención estaba fijada en su mayor parte en el carromato-casa. Durante todo el día no mostró el menor signo de vida o movimiento, y por la noche solamente se pudo divisar la mas tenue de las luces. Ocasionalmente, Reith saltaba del gran carromato en el que viajaba para caminar durante un cierto tiempo al lado de la caravana. Cada vez que se aproximaba al carromato-casa uno de los servidores de las piezas de artillería que avanzaban cerca extraía y montaba rápidamente su arma. Evidentemente, Baojian había dado órdenes tajantes de que las sacerdotisas no fueran molestadas.

Anacho intentó desviar hacia otro lado sus inquietudes.

—¿Por qué te preocupas por esa mujer en particular? Ni siquiera te has dignado echar una mirada a los tres grupos de esclavos que hay un poco más adelante. La gente vive y muere por todas partes, y a ti no parece importarte. ¿Qué tienes que decir de las víctimas de los Viejos Chasch y sus juegos? ¿Qué de los nómadas caníbales que crían hombres y mujeres en las regiones medias del Kislovan del mismo modo que otras tribus crían ganado de engorde? ¿Qué de los Dirdir y Hombres-Dirdir que se pudren en las mazmorras de los Chasch Azules? Ignoras todo eso; te has sentido alucinado por esa polilla de la arena: ¡estás fascinado por esa mujer y sus grotescas tribulaciones!

Reith consiguió esbozar una sonrisa.

—Un hombre no puede hacerlo todo. Empezaré salvando a esa mujer del Rito... si puedo.

Una hora más tarde, Traz hizo una protesta similar.

—¿Y qué me dices de tu nave espacial? ¿Vas a abandonar tus planes? Si interfieres con las sacerdotisas, van a matarte o a mutilarte.

A lo cual Reith se limitó a asentir pacientemente, admitiendo la justicia de las observaciones de Traz, pero sin permitirse ser persuadido por ellas.

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