Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
A finales del segundo día las colinas empezaron a mostrarse rocosas y abruptas, y de tanto en tanto la estepa se veía rota por formaciones de rocas.
Al anochecer la caravana llegó al depósito de Zadno, un pequeño recinto para caravanas excavado en la cara de una de las formaciones rocosas, donde se detuvieron para descargar una serie de artículos y cargar cristales de roca y losas de malaquita. Baojian instaló los carromatos pegados a las rocas, con las piezas de artillería mirando a la estepa. Reith, al pasar junto al carromato-casa de las sacerdotisas, se sintió galvanizado por un apagado gemido, el impresionante lamento que podía emitir una persona estando dormida. Traz, casi presa del pánico, sujetó su brazo.
—¿No te das cuenta de que estás siendo vigilado a cada instante? ¡El jefe está esperando que causes algún alboroto!
Reith exhibió una sonrisa lobuna mientras miraba hacia el conjunto de la caravana.
—¡Voy a causar un alboroto, no lo dudes! ¡Y recuerda, quiero que tú te mantengas al margen! ¡Me ocurra lo que me ocurra, tú sigue tu camino!
Traz le lanzó una mirada de reproche e indignación.
—¿Crees que voy a quedarme a un lado? ¿Acaso no somos camaradas?
—Sí. Pero...
—No hay más que decir —afirmó Traz, con algo más que un asomo del antiguo Onmale en su voz.
Reith alzó las manos, se alejó del carromato-casa y se adentró en la estepa. El tiempo se estaba acabando. Tenía que actuar, pero... ¿cuándo? ¿Durante la noche? ¿Durante el viaje al cruce de Fasm? ¿Después de que las sacerdotisas abandonaran la caravana?
Actuar ahora era atraer el desastre sobre su persona.
Y lo mismo sería durante la noche, o a la mañana siguiente, cuando las sacerdotisas, sabiendo que podía efectuar un acto desesperado, estarían más vigilantes que nunca.
¿Entonces en el cruce de Fasm, después de que hubieran abandonado la protección del jefe de la caravana? Aquello iba a ser una incógnita. Presumiblemente habrían tomado las correspondientes medidas para protegerse.
El crepúsculo dio paso a la noche; de la estepa llegaban sonidos amenazadores. Reith fue a su compartimiento, se tendió en su hamaca. No pudo dormir; no deseaba dormir. Saltó al suelo.
Las lunas estaban en el cielo. Az colgaba a medio camino del horizonte hacia el este, y no tardó en desaparecer tras unas lomas. Braz, baja en el este, lanzaba un melancólico resplandor sobre el paisaje. El depósito estaba casi completamente a oscuras, excepto unas cuantas luces de guardia: allí no había ninguna posada con un ruidoso salón para reunirse todos. Dentro del carromato-casa las luces oscilaban mientras sus ocupantes se movían de un lado para otro, más activas de lo habitual, o al menos eso parecía. Repentinamente las luces se apagaron; la casa quedó a oscuras.
Reith, intranquilo y sin poder dormir, rodeó el carromato. ¿Un ruido? Se detuvo un seco, escrutando la oscuridad. Había algo allí delante. El sonido se produjo de nuevo: el roce de un vehículo moviéndose. Abandonando toda cautela, Reith corrió hacia delante. Se detuvo en seco. Muy cerca de él le llegó el sonido de voces susurradas. Había alguien casi allí mismo, una masa negra en medio de las sombras. Hubo un repentino movimiento, algo golpeó a Reith en la cabeza. Danzaron luces en su cerebro, el mundo empezó a girar...
El mismo ruido de roce que había oído antes le hizo recobrar el conocimiento: crujido-roce, crujido-roce. Desde un lugar subconsciente de su memoria le llegó el conocimiento de haber sido transportado, alzado, depositado... Se dio cuenta de que algo lo sujetaba; no podía mover ni brazos ni piernas. Bajo él había una superficie dura que oscilaba y daba brincos: el suelo de un pequeño carromato. Sobre su cabeza veía el cielo nocturno, con crestas y valles desfilando a ambos lados. Evidentemente el carromato avanzaba por un sendero irregular entre las colinas. Reith se tensó, intentando mover los brazos. Estaban atados con toscas cuerdas. El esfuerzo le produjo dolorosos calambres. Se relajó, apretando los dientes. Desde la parte delantera llegaba una apagada conversación; alguien volvió la vista hacia él. Reith se mantuvo inmóvil, fingiendo estar inconsciente; la forma oscura se volvió de nuevo hacia delante. Uña sacerdotisa, sin duda. ¿Por qué estaba atado, por qué no le habían matado al momento?
Reith creyó saberlo.
Se tensó de nuevo contra sus ligaduras, pero otra vez no consiguió nada más que infligirse dolor. Cualquiera que lo había atado lo había hecho muy apresuradamente. Solamente le había sido quitada la espada; su bolsa estaba todavía unida a su cinturón.
El carromato dio un gran bote; Reith se sintió sacudido, y aquello le dio una idea. Se retorció, arrastrándose hacia la parte trasera del carromato, sudando ante el temor de que alguien pudiera volverse a mirarle. Alcanzó el borde de la plataforma; el carromato dio un nuevo brinco, y Reith saltó fuera. El carromato siguió adelante, hundiéndose en la oscuridad. Ignorando sus magulladuras, Reith se retorció, giró sobre sí mismo, rodó fuera del sendero, cayendo por una rocosa pendiente hasta sombras profundas. Se quedó allí completamente inmóvil, temeroso de que su caída hubiera sido notada. El chirrido-roce del carromato había desaparecido; la noche estaba silenciosa excepto el ronco susurro del viento.
Reith se tensó, se curvó, consiguió ponerse de rodillas. Tanteando en la oscuridad, encontró el borde afilado de una roca y empezó a frotar contra él sus ligaduras. El proceso era interminable. Sus muñecas empezaron a despellejarse y a sangrar; su cabeza pulsaba; se sentía abrumado por una curiosa sensación de irrealidad, una pesadillesca identificación con la oscuridad y las rocas, como si todo ello compartiera la misma consciencia elemental. Con un esfuerzo, aclaró su mente, siguió frotando sus ligadoras. Finalmente las cuerdas se partieron; sus brazos quedaron libres.
Por un momento permaneció sentado, flexionando sus dedos, desentumeciendo sus músculos. Luego se inclino para liberar sus piernas, una operación enloquecedoramente tediosa en la oscuridad.
Finalmente se puso en pie, tambaleándose, y tuvo que apoyarse en una roca para sostenerse. Braz se asomó por el borde superior de la montaña, llenando el valle con una luz tremendamente pálida. Reith subió dolorido la ladera y finalmente alcanzó el camino. Miró a uno y otro lado del sendero. Atrás estaba el depósito de Zadno; delante, a una distancia desconocida, el carromato seguía su marcha, chirriando y crujiendo, quizá más rápidamente ahora que las sacerdotisas habrían descubierto su ausencia. En el carromato, casi con toda seguridad, iba Ylin-Ylan. Reith echó a andar en su persecución, saltando y cojeando, tan rápido como le era posible. Según Baojian, el cruce de Fasm estaba a otro medio día de caravana, y el Seminario a una distancia desconocida del cruce. Aquel sendero de montaña era evidentemente un camino más corto y directo.
El sendero empezó a ascender, torciendo hacia un paso entre las colinas. Reith siguió andando, jadeando en busca de aliento. No tenía ninguna esperanza de alcanzar el carromato, que avanzaba a un paso constante al ritmo de las ocho suaves patas de los animales de tiro. Alcanzó el paso y se detuvo para descansar, luego echó a andar de nuevo, descendiendo hacia una altiplanicie boscosa, indistinta a la luz azul tinta de Braz. Los árboles eran maravillosamente extraños, con troncos de un resplandeciente color blanco alzándose en espirales, girando sobre sí mismos una y otra vez, enredándose a veces en las espirales de los otros árboles más próximos. El follaje era de un color negro intenso, y cada árbol estaba rematado por una bola más o menos llena de depresiones y vagamente luminosa.
Del bosque llegaban sonidos: crujidos, lamentos de una cualidad tan humana que Reith se detuvo a menudo en su marcha, llevando la mano a la bolsa de su cinto, palpando la tranquilizadora forma de su célula de energía.
Braz se hundió en el bosque; el follaje relumbró aquí y allá, los contrastes de luz y sombra se movieron entre los árboles al ritmo de los pasos de Reith.
Caminó, trotó, corrió, volvió de nuevo al paso de marcha. Una enorme criatura pálida se deslizó suavemente por el aire sobre su cabeza. Parecía tan frágil como una polilla, con grandes alas blandas y una redonda cabeza de bebé. En otro momento Reith creyó oír graves voces hablando, a no mucha distancia. Cuando se detuvo para escuchar, no había nada que oír. Siguió adelante, luchando contra la convicción de que avanzaba en medio de un sueño, a través de un interminable paisaje mental, con las piernas llevándole hacia atrás en vez de hacia delante.
El sendero empezó a subir de forma empinada, trazó una curva cruzando una estrecha garganta. Hubo un tiempo en que una alta pared de piedra había cerrado la abertura; ahora yacía en ruinas a un lado. Un alto portal formando arco se mantenía aún en pie, y el camino pasaba por debajo de él. Reith se detuvo en seco, alertado por un cosquilleo bajo la capa más superficial de su mente. Todo aquello era demasiado inocente, o lo parecía al menos.
Reith lanzó una piedra a través de la abertura. No hubo ninguna respuesta, ninguna reacción. Abandonó el sendero y, con gran cuidado, cruzó la pared en ruinas, apretándose contra la pared de la garganta. Al cabo de un centenar de metros volvió al camino. Miró hacia atrás, pero si realmente existía algún peligro en el portal no podía detectarse en la oscuridad.
Siguió adelante. Cada pocos minutos se paraba a escuchar. Las paredes de la garganta se ensancharon y disminuyeron en altura, el cielo pareció acercarse, las constelaciones de Tschai iluminaron las grises rocas de las laderas.
Delante: ¿un resplandor en el cielo? Un murmullo, un sonido medio estridente, medio bronco. Reith echó a correr. El camino ascendió, rodeó un peñasco. Reith se detuvo, mirando hacia abajo, a una escena tan extraña y alocada como el propio Tschai.
El Seminario del Misterio Femenino ocupaba una zona llana de irregulares dimensiones rodeada de riscos y despeñaderos. Un enorme edificio de piedra de cuatro plantas se alzaba en mitad de una hondonada, entre un par de riscos. A todo su alrededor había cobertizos de madera y juncos, corrales y chozas, edificios anexos, establos y comederos. Directamente debajo de Reith brotaba de la ladera una plataforma, con un edificio de dos plantas, rodeándola en los lados y en la parte de atrás.
Las celebraciones estaban en su apogeo. Las llamas de varias docenas de hogueras lanzaban luces rojas, bermellones y anaranjadas sobre un par de centenares de mujeres que se movían en trance de un lado para otro, medio danzando, medio saltando, en un estado de auténtico frenesí. Excepto unos pantalones negros y unas botas negras iban desnudas, incluso con el pelo de sus cabezas afeitado. Muchas no tenían pechos, exhibiendo a cambio un par de feas cicatrices rojas: esas mujeres, las más activas, no paraban ni un momento, con sus cuerpos brillando de aceite y sudor. Otras permanecían sentadas en bancos, con aspecto atontado, descansando o exaltadas más allá del mero frenesí. Más abajo de la plataforma, en una hilera de jaulas bajas, había acuclillados una docena de hombres desnudos. Esos hombres eran quienes producían el ronco canto que Reith había oído desde las colinas. Cuando alguno de ellos se debilitaba, brotaban chorros de llamas del suelo bajo sus pies, e inmediatamente reanudaba su canto a voz en grito. Las llamas eran controladas desde un cuadro de mandos frente a las jaulas; ante él estaba sentada una mujer completamente vestida de negro, y era ella quien orquestaba el demoníaco rugir.
Aquí estaría yo cantando,
pensó Reith,
de no haber conseguido saltar del carromato.
Uno de los cantantes se derrumbó. Los chorros de llamas sólo consiguieron que se retorciera en la jaula. Fue sacado de ella a rastras; le echaron una bolsa de transparente membrana sobre su cabeza, y la ataron fuertemente a su cuello; fue arrojado a un pesebre a un lado. Otro cantante fue metido en la jaula: un hombre joven y fuerte, con los ojos brillantes de odio. Se negó a cantar, y sufrió los chorros de fuego en furioso silencio. Una sacerdotisa avanzó y le arrojó al rostro una vaharada de humo; inmediatamente empezó a cantar con los demás.
¡Cómo odiaban a los hombres!,
pensó Reith. Una troupe de cómicos apareció en escena... altos y flacos hombres-payaso con la piel pintada de blanco y las cejas pintadas muy altas y muy negras. Reith los observó con horrorizada fascinación saltar y efectuar cabriolas y rebajarse y envilecerse con gran celo, mientras las sacerdotisas reían y gritaban alegremente.
Cuando los hombres-payaso se retiraron apareció un mimo; llevaba una peluca de largo pelo rubio y una máscara con enormes ojos y una sonriente boca roja que simulaban una hermosa mujer. Reith
pensó: ¡No solamente odian a los hombres, sino también el amor y la juventud y la belleza!
Mientras el mimo efectuaba su escandaloso número fue descorrida una cortina en la parte de atrás, revelando a un enorme cretino desnudo, con el cuerpo y miembros muy velludos, en un estado de intensa excitación erótica. Luchó por conseguir entrar en una jaula de delgados barrotes de cristal, pero era incapaz de manejar el complicado cerrojo. En un rincón de la jaula había una muchacha vestida con una túnica de fina gasa: la Flor de Cath.
El andrógino mimo terminó su curiosa actuación. Los cantantes recibieron instrucciones de iniciar una nueva canción, un suave y ronco ulular, y las sacerdotisas se apiñaron en torno al estrado donde estaba la jaula, atentas a los esfuerzos del torpe bruto.
Reith se había apartado ya de su puesto de observación. Manteniéndose en las sombras, trazó un círculo descendiendo hacia la parte de atrás de la plataforma.
Pasó junto al cobertizo donde descansaban los hombres-payaso. Cerca, un conjunto de pequeñas jaulas albergaban dos docenas de hombres jóvenes, aparentemente destinados a los cantos. Estaban custodiados por una vieja y arrugada mujer con un fusil casi tan grande como ella.
De la parte delantera llegó un ávido murmullo. Aparentemente el bruto había conseguido abrir el cerrojo de la jaula. Sin ninguna consideración hacia la galantería, Reith se dejó caer detrás de la vieja, la derribó
de
un golpe, echó a correr a lo largo de la hilera de jaulas, abriendo las puertas. Los hombres salieron en confusión al pasillo, mientras la troupe de hombres-payaso observaban consternados.
—Tomad el fusil —dijo Reith a los hombres recién liberados—. Soltad a los cantantes.