Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Con la unidad de supervivencia colgando a su espalda, Reith siguió al joven que trepaba por las aceitosas ramas verdes de un árbol.
—Más arriba —dijo Traz—. El animal puede dar saltos enormes.
Apareció el berl: un ágil monstruo amarronado con una maligna cabeza de jabalí hendida por una enorme boca. De su cuello brotaban un par de largos brazos terminados en grandes manos córneas que mantenía por encima de su cabeza. Parecía estar pendiente de las llamadas de los guerreros, y no dedicó a Traz y Reith más que una rápida mirada hacia las alturas. Reith pensó que nunca antes había visto tanta maldad reunida en un rostro.
—Es ridículo. No es más que un animal...
La criatura desapareció en el bosque; un momento más tarde los sonidos de la persecución se interrumpieron bruscamente.
—Han olido al berl —dijo Traz—. Aprovechemos la ocasión.
Bajaron del árbol y huyeron hacia el norte. Desde atrás les llegaron gritos de horror, un gruñido gutural, el rechinar de mandíbulas.
—Estamos a salvo de los Emblemas —dijo Traz con voz hueca—.
Los
que sobrevivan huirán. —Clavó en Reith unos turbados ojos—. Cuando vuelvan al campamento no habrá Onmale. ¿Qué ocurrirá? ¿Morirá la tribu?
—No lo creo —dijo Reith—. Los magos sabrán qué hacer.
Finalmente salieron del bosque. La estepa se extendía llana y vacía, bañada por una aromática luz color miel. Reith preguntó:
—¿Qué hay al oeste de nosotros?
—El Aman Occidental y el país de los Viejos Chasch. Luego los altos de Jang. Más allá están los Chasch Azules y el golfo de Aesedra.
—¿Y al sur?
—Las marismas. Allá viven los hombres de las marismas, en balsas. Son distintos de nosotros: gente pequeña y amarilla con ojos blancos. Crueles y astutos como los Chasch Azules.
—¿No tienen ciudades?
—No. Las ciudades están allí —Traz hizo un gesto vago hacia el norte—, todas en ruinas. Hay viejas ciudades por todas partes en las estepas. Están encantadas, y los Phung viven entre sus ruinas.
Reith hizo más preguntas relativas a la geografía y a la vida de Tschai, descubriendo que los conocimientos de Traz eran muy incompletos. Los Dirdir y los Hombres-Dirdir vivían más allá del mar; dónde, no era muy seguro. Había tres tipos de Chasch: los Viejos Chasch, los decadentes restos de una raza en su tiempo poderosa, y ahora concentrados en torno a los altos de Jang; los Chasch Verdes, nómadas de la Estepa Muerta; y los Chasch Azules. Traz detestaba a todos los Chasch indiscriminadamente, aunque nunca había visto a los Viejos Chasch.
—Los Verdes son terribles: ¡demonios! Se mantienen confinados en la Estepa Muerta. Los Emblemas se mantienen en el sur, excepto para incursiones y pillaje de caravanas. La caravana que renunciamos a atacar había hecho un rodeo hacia el sur para evitar a los Verdes.
—¿Adonde iba?
—Probablemente a Pera, o quizá a Jalkh en el mar Lesmático. Lo más seguro a Pera. Las caravanas norte-sur comercian entre Jalkh y Mazuún. Las caravanas este-oeste se mueven entre Pera y Coad.
—¿En esas ciudades viven hombres? Traz se alzó de hombros.
—Difícilmente puede llamárselas ciudades. Son puros asentamientos. Pero sé muy poco de ellas, solamente lo que he oído decir a los magos. ¿Tienes hambre? Yo sí. Comamos un poco.
Se sentaron en un tronco caído y comieron unos trozos de pastel de gachas y bebieron de unos pellejos de cerveza. Traz señaló hacia un arbustos de los que crecían pequeños glóbulos blancos.
—Nunca nos moriremos de hambre mientras crezcan plantas del peregrino... ¿Y ves esos otros arbustos negros? Son watak. Sus raíces almacenan como cuatro litros de savia. Si no bebes otra cosa más que watak terminas quedándote sordo, pero para períodos cortos no representa ningún peligro.
Reith abrió su unidad de supervivencia.
—Puedo extraer agua del suelo con esta película, o convertir el agua del mar en agua potable con este purificador... Eso de ahí son píldoras alimenticias, suficientes para un mes... Esto es una célula de energía... Un equipo médico... Cuchillo, brújula, sondascopio... Transcom... —Reith examinó el transcom con un repentino estremecimiento de interés.
—¿Para qué sirve? —preguntó Traz.
—Es la mitad de un sistema de comunicación. Había otro en la unidad de Paul Waunder, que quedó en la nave espacial. Puedo radiar una señal que provoque una respuesta automática del otro equipo y me dé su localización. —Reith pulsó el botón
Búsqueda.
La aguja de una brújula se orientó hacia el noroeste; un contador parpadeó un 9'8 en blanco y un 2 en rojo—. El otro equipo, y presumiblemente la lanzadera, está a 9'8 veces 10 al cuadrado, o sea a 980 kilómetros al noroeste.
—Eso corresponde a los dominios de los Chasch Azules. Ya lo sabíamos.
Reith miró hacia el noroeste, pensativo.
—No deseamos ir al sur a las marismas, ni tampoco volver al bosque. ¿Qué hay al este, más allá de las estepas?
—No lo sé. Creo que el océano Draschade. Pero está muy lejos.
—¿Es de ahí de donde vienen las caravanas?
—Coa está en un golfo que conecta con el Draschade. En medio está la estepa de Aman, los Hombres Emblema y también otras tribus: los Luchadores de Cometas, los Hachas Locas, los Totems de los Berls, los Amarillos-Negros y otras más allá de mi conocimiento.
Reith meditó. Su nave espacial había sido llevada por los Chasch Azules al noroeste. En consecuencia, el noroeste parecía la dirección más razonable hacia la que encaminarse.
Traz permanecía sentado dormitando, la barbilla hundida en su pecho. Mientras llevaba el Onmale había demostrado una energía irrefrenable; ahora, con el alma del emblema separada de la suya, se había vuelto melancólico y pensativo, mucho más reservado de lo que Reith consideraba natural.
Los párpados de Reith se cerraban también por el cansancio: la luz del sol era cálida, el lugar parecía seguro... ¿Y si el berl regresaba? Reith se obligó a permanecer despierto. Mientras Traz dormía, acondicionó su unidad.
Traz despertó. Dirigió a Reith una mirada casi de disculpa y se puso rápidamente en pie.
Reith se levantó también; echaron a andar: de mutuo acuerdo, sin ninguna palabra, hacia el noroeste. Era mediada la mañana, con el sol convertido en un disco de cobre semiempañado en el cielo color pizarra. El aire era agradablemente fresco, y por primera vez desde su llegada a Tschai Reith se sintió animado. Su cuerpo estaba en buenas condiciones físicas de nuevo, había recuperado su equipo, sabía la dirección general de la lanzadera: era un enorme avance con relación a su situación anterior.
Avanzaron a buen ritmo por la estepa. El bosque se convirtió en una mancha imprecisa a sus espaldas; excepto eso, el horizonte estaba completamente vacío. Tras su comida del mediodía durmieron un poco; luego, al despertar a última hora de la tarde, prosiguieron su marcha hacia el noroeste.
El sol se hundió en un banco de nubes bajas, poniendo reflejos de encaje cobrizo a sus partes superiores. No había ningún abrigo en la estepa; sin nada mejor que hacer, siguieron caminando.
La noche era tranquila y silenciosa; muy lejos al este oyeron los aullidos de las jaurías nocturnas, pero no fueron molestados.
Al día siguiente terminaron la comida y el agua que había proporcionado Traz, y empezaron a subsistir a base de las vainas de la planta del peregrino y el agua extraída de las raíces de los watak: las primeras blandas, la segunda ácida.
Por la mañana del tercer día vieron un punto blanco derivando en el cielo occidental. Traz se arrojó de bruces al suelo detrás de unos bajos arbustos e indicó a Reith que hiciera lo mismo.
—¡Dirdir! ¡Están cazando!
Reith extrajo su sondascopio y lo apuntó hacia el objeto. Con los codos apoyados en el suelo, accionó el zoom hasta conseguir cincuenta diámetros de aumento, en cuyo momento la vibración del aire empezó a confundir la imagen. Vio un largo casco plano parecido al de un bote, lleno de postes inclinados como mástiles y extrañas volutas: adornos estéticos, al parecer, antes que utilitarios. Encima del casco había cuatro formas pálidas, inidentificables como Dirdir u Hombres-Dirdir. La aeronave seguía un rumbo aproximadamente paralelo al de ellos, desplazado varios kilómetros al oeste. Reith se preguntó los motivos de la tensión de Traz. Inquirió:
—¿Qué es lo que cazan?
—Hombres.
—¿Por deporte?
—Por deporte. Y también para procurarse comida. Comen carne humana.
—Me gustaría poder disponer de esta nave —murmuró Reith. Se puso en pie, ignorando las frenéticas protestas de Traz. Pero la aeronave Dirdir desapareció rumbo al norte. Traz se relajó, pero siguió escrutando el cielo.
—A veces vuelan alto y miran desde allí hasta que descubren algún guerrero solitario. Entonces se dejan caer como un ave de presa para capturar al hombre con el lazo o atacarlo con espadas eléctricas.
Siguieron caminando, siempre hacia el norte y el oeste. Al atardecer, Traz volvió a mostrarse intranquilo, por razones que Reith no pudo discernir, aunque había como una cualidad peculiarmente extraña en el paisaje. El sol, oscurecido por la bruma, era pequeño y apagado y arrojaba una luz lívida sobre la enormidad de la estepa. No se podía ver nada excepto sus propias sombras alargadas tras ellos, pero a medida que andaban Traz no dejaba de mirar hacia uno y otro lado, deteniéndose a veces para escrutar el camino por el que habían venido. Finalmente, Reith preguntó:
—¿Qué es lo que buscas?
—Algo nos está siguiendo.
—¿Oh? —Reith se volvió para mirar hacia atrás—. ¿Cómo lo sabes?
—Es una sensación que tengo.
—¿Qué puede ser?
—Los Pnumekin, que viajan sin ser vistos. O tal vez las jaurías nocturnas.
—Los Pnumekin. Son hombres, ¿no?
—Hombres, en un cierto sentido. Son los espías, los correos, de los Pnume. Algunos dicen que hay túneles por debajo de toda la estepa, con entradas secretas... ¡quizá incluso bajo estos mismos arbustos!
Reith examinó los arbustos hacia los que Traz había dirigido su atención, pero parecían completamente normales.
—¿Pueden causarnos algún daño?
—No a menos que los Pnume nos quieran muertos. ¿Quién sabe lo que quieren los Pnume? Lo más probable es que las jaurías nocturnas hayan salido temprano hoy.
Reith tomó su sondascopio. Examinó la estepa, sin descubrir nada.
—Esta noche —dijo Traz— será mejor que encendamos un fuego.
El sol se puso con una melancólica exhibición de púrpuras y malvas y marrones. Traz y Reith recogieron un montón de ramas de los matorrales y encendieron un fuego.
Los instintos de Traz habían sido certeros. A medida que iba oscureciendo empezaron a sonar suaves aullidos al este, que fueron respondidos por un grito al norte y otro al sur. Traz montó su catapulta.
—No le tienen miedo al fuego —le dijo a Reith—. Pero evitan la luz para que no les delate... Algunos dicen que son una especie de animales Pnume.
Las jaurías nocturnas los rodearon, moviéndose justo más allá del límite de la luz, mostrándose como oscuras formas, con algún que otro destello ocasional de un par de ojos blancos.
Traz mantenía su catapulta preparada. Reith extrajo su pistola y su célula de energía. La primera disparaba pequeñas agujas explosivas, y era infalible a una distancia de cincuenta metros. La célula era un dispositivo con múltiples finalidades. En un extremo un cristal emitía o bien un rayo o un haz de luz simplemente pulsando un botón. Un enchufe permitía recargar en ella el sondascopio y el transcom. Al otro lado un disparador arrojaba un auténtico chorro de energía en bruto, pero eso drenaba terriblemente la carga disponible para usos futuros, y Reith consideraba la célula de energía como un arma únicamente de último recurso.
Con las jaurías nocturnas dando vueltas en torno al fuego, mantuvo ambas armas listas para ser utilizadas, dispuesto a no malgastar una carga a menos que fuera absolutamente necesario. Una forma se acercó demasiado; Traz disparó su catapulta. La flecha dio en el blanco; la negra forma dio un tremendo salto, lanzando un agudo aullido.
Traz tensó de nuevo la catapulta, y echó más leña al fuego. Las formas se movían inquietas, luego empezaron a dar vueltas sobre sí mismas.
—Pronto atacarán —dijo Traz lúgubremente—. Ya estamos muertos. Un grupo de seis hombres pueden mantener a raya a las jaurías nocturnas; cinco hombres resultan casi siempre muertos.
Reith cogió reluctante la célula de energía. Aguardó.
Las jaurías nocturnas danzaban y giraban cada vez más cerca. Reith tomó puntería, pulsó el disparador, hizo girar el haz barriendo medio círculo. Los animales supervivientes chillaron horrorizados. Reith dio una vuelta en torno al fuego para completar el trabajo, pero las jaurías nocturnas habían desaparecido, y ahora podían oírse los lamentos de los animales en la distancia.
Traz y Reith se turnaron para dormir. Los dos pensaron haber mantenido una atenta vigilancia, pero por la mañana, cuando fueron a mirar los cadáveres, descubrieron que habían sido retirados.
—Son criaturas muy hábiles —dijo Traz con voz maravillada—. Algunos dicen que hablan con los Pnume y les informan de todo lo que ocurre en la estepa.
—¿Y qué entonces? ¿Qué hacen los Pnume con la información?
Traz se alzó dubitativo de hombros.
—Cuando ocurre algo terrible, cabe suponer que los Pnume tienen algo que ver con ello.
Reith miró a su alrededor, preguntándose dónde podían ocultarse los Pnume o los Pnumekin, o incluso las jaurías nocturnas. La estepa se abría uniformemente en todas direcciones, imprecisa al débil resplandor sepia del amanecer.
Comieron para desayunar vainas de plantas del peregrino y bebieron savia de watak. Luego iniciaron una vez más su marcha hacia el noroeste.
A última hora de la tarde vieron ante ellos un enorme amasijo de cascotes grises que Traz identificó como una ciudad en ruinas, donde se hallarían a salvo de las jaurías nocturnas si aceptaban el riesgo de tropezar con bandidos, Chasch Verdes o Phung. A petición de Reith, Traz describió a esos últimos: una extraña especie solitaria parecida a los Pnume, sólo que más altos y caracterizados por una loca habilidad que los hacía más terribles aún que los Chasch Verdes.
A medida que se acercaban a las ruinas, Traz empezó a contar siniestras historias acerca de los Phung y sus macabras costumbres.