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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (52 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Los tres hombres se acurrucaron tras los peñascos que medio cegaban el riachuelo. Sobre la llanura, el aparato Dirdir, con una estremecedora deliberación, se deslizó hacia Siadz.

Con voz neutra, Reith dijo:

—No pueden detectar nuestra radiación entre las rocas. Nuestro anhídrido carbónico es arrastrado por el viento. —Se volvió para mirar valle arriba.

—No sirve de nada echar a correr —dijo Anacho—. No hay ningún refugio para nosotros. Si nos han seguido hasta aquí, eso quiere decir que tienen intención de cazarnos indefinidamente.

Cinco minutos más tarde el aparato regresó de Siadz, siguiendo el camino del este, a una altitud de dos o trescientos metros. De pronto viró bruscamente y empezó a trazar círculos. Anacho dijo con voz predestinada:

—Han descubierto nuestras huellas. El vehículo aéreo cruzó la llanura, directamente hacia el paso. Reith extrajo su pistola.

—Quedan ocho balas. Suficientes para hacer estallar a ocho Dirdir.

—Insuficientes para hacer estallar ni siquiera a uno. Llevan escudos contra tales proyectiles.

En otro medio minuto el aparato estaría sobre ellos.

—Será mejor que vayamos a la cueva —dijo Traz.

—Obviamente es la morada de un Phung —murmuró Anacho—. O una de las entradas de los Pnume. Prefiero morir limpiamente, al aire libre.

—Podemos cruzar el estanque —dijo Traz— y refugiarnos bajo el saliente rocoso. Así nuestro rastro quedará roto; puede que eso los desoriente y sigan el riachuelo valle arriba.

—Si nos quedamos aquí —dijo Reith— estamos irremediablemente perdidos.

Echaron a correr hacia la poca profunda orilla del pequeño estanque, con Anacho cerrando torpemente la marcha. Se acurrucaron bajo la protección del saliente rocoso. El olor a Phung era intenso.

El aparato apareció por encima de la montaña opuesta a ellos.

—¡Nos verán! —exclamó Anacho con voz hueca—. ¡Estamos a plena vista!

—A la cueva —siseó Reith—. ¡Atrás, más atrás!

—El Phung...

—Puede que no haya ningún Phung. ¡Los Dirdir son seguros! —Reith se metió en la oscuridad, seguido por Traz y finalmente Anacho. La sombra del vehículo aéreo pasó por encima del pequeño estanque, enfiló valle arriba.

Reith encendió su linterna y lanjó su luz hacia todos lados. Estaban en una amplia cámara de forma irregular, cuyo extremo más alejado se hundía en la oscuridad. El suelo estaba cubierto hasta la altura de los tobillos por nodulos y copos de color marrón claro; las paredes estaban incrustadas de hemisferios córneos, cada uno de ellos del tamaño de un puño humano.

—Larvas de jaurías nocturnas —murmuró Traz. Durante un tiempo guardaron silencio. Anacho avanzó hacia la boca de la cueva, miró cautelosamente fuera. Retrocedió a toda prisa.

—Han perdido nuestro rastro; están trazando círculos.

Reith apagó la luz y miró cautelosamente desde la boca de la cueva. A un centenar de metros, el vehículo aéreo estaba descendiendo hacia el suelo, silencioso como una hoja cayendo. De él bajaron cinco Dirdir. Por un momento se mantuvieron inmóviles, consultando entre sí; luego, llevando cada uno de ellos un largo escudo transparente, avanzaron hacia el paso. Como a una señal, dos de ellos saltaron hacia delante como leopardos plateados, examinando el suelo. Otros dos les siguieron a saltos lentos, con las armas preparadas; el quinto protegía la retaguardia.

El par en cabeza se detuvo en seco, transmitiéndose algo mediante extraños chillidos y gruñidos.

—Su lenguaje de caza —murmuró Anacho—, una reminiscencia de la época en que eran todavía animales salvajes.

—Ahora no parecen muy distintos.

Los Dirdir se detuvieron en la otra orilla del pequeño estanque. Miraron, escucharon, olisquearon el aire, a todas luces conscientes de que su presa estaba al alcance de la mano.

Reith preparó su pistola, pero los Dirdir agitaban constantemente sus escudos, frustrando la puntería.

Uno de los Dirdir en cabeza registró el valle con unos binoculares; el otro mantuvo un instrumento negro ante sus ojos. Inmediatamente encontró algo de interés. Un gran salto lo llevó al lugar donde Reith, Traz y Anacho se había detenido antes de cruzar hacia la cueva. Observando a través del instrumento negro, el Dirdir siguió las huellas hasta el estanque, luego registró el espacio bajo el saliente. Lanzó una serie de gruñidos y chillidos; los escudos se agitaron.

—Han visto la cueva —murmuró Anacho—. Saben que estamos aquí.

Reith atisbo la parte de atrás de la cueva. Traz dijo con voz definitiva:

—Hay un Phung ahí atrás. O no hace mucho que se ha ido.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo huelo. Siento la presión.

Reith volvió su atención a los Dirdir. Avanzaban paso a paso, con sus refulgencias destellando en sus cabezas. Con una predestinada determinación, Reith dijo:

—Atrás, al interior de la cueva. Quizá podamos prepararles algún tipo de emboscada.

Anacho dejó escapar un gruñido ahogado; Traz no dijo nada. Los tres hombres retrocedieron en la oscuridad, hollando la afombra de quebradizos granulos. Traz tocó el brazo de Reith. Susurró:

—Observa la luz detrás de nosotros. El Phung está al alcance de la mano.

Reith se detuvo, forzando sus ojos en la oscuridad. No vio ninguna luz. El silencio era opresivo.

Entonces Reith creyó oír unos débilísimos sonidos raspantes. Avanzó cautelosamente en la oscuridad, el arma preparada. Y entonces captó una luz amarillenta: un reflejo oscilante en las paredes de la cueva. El
raspa-raspa-raspa
era un poco más intenso. Con las mayores precauciones, Reith miró por encima de un saliente de roca a una cámara. Un Phung, sentado, medio vuelto de espaldas, pulía sus placas braquiales con una lima. Una lámpara de aceite emitía un resplandor amarillo; a un lado había un sombrero negro de ala ancha y una capa colgados de una percha.

Cuatro Dirdir se erguían en la entrada de la cueva, los escudos por delante, las armas preparadas; sus propias refulgencias, al máximo, les proporcionaban la luz que necesitaban.

Traz arrancó uno de los hemisferios córneos de la pared. Lo arrojó contra el Phung, que cloqueó sorprendido. Traz empujó a Anacho y Reith hacia atrás, haciendo que se ocultaran tras el saliente de roca.

El Phung avanzó; pudieron ver su sombra contra el resplandor de la luz de la lámpara. Regresó a su cámara, avanzó una vez más, y ahora llevaba su sombrero y su capa.

Por un momento permaneció en silencio, a menos de metro y medio de Reith, que tuvo la impresión de que la criatura no podría evitar el oír el alocado latir de su corazón.

Los Dirdir dieron tres saltos hacia delante, con sus refulgencias arrojando una difuminada luz blanca por toda la cámara. El Phung se irguió como una estatua de dos metros y medio, envuelto en su capa. Lanzó un par de cloqueos de despecho, luego dio una repentina serie de saltitos que lo situaron frente a los Dirdir. Por un tenso instante, Dirdir y Phung se observaron mutuamente. El Phung tendió sus brazos, agarró a dos Dirdir y los estrujó juntos, aplastándolos el uno cotra el otro. Los otros dos Dirdir retrocedieron en silencio, alzando sus armas. El Phung saltó contra ellos, barriendo las armas a un lado. A uno le arrancó la cabeza; el otro huyó, junto con el Dirdir que había quedado de guardia fuera. Corrieron atravesando el estanque; el Phung danzó una extraña danza circular, saltó hacia delante, echó a correr rebasándoles en medio de grandes chapoteos. Hundió a uno bajo la superficie y se montó de pies sobre él, mientras el otro corría valle arriba. No tardó en iniciar su persecución.

Reith, Traz y Anacho salieron a toda prisa de la cueva y corrieron hacia la nave aérea. El Dirdir superviviente los vio y lanzó un grito de desesperación. El Phung se distrajo momentáneamente; el Dirdir se acurrucó tras una roca, luego, movido por la desesperación, echó a correr pasando junto al Phung hacia una de las armas que les habían sido arrebatadas antes de las manos. La tomó, y quemó con ella una de las piernas del Phung. El Phung cayó agitándose.

Reith, Traz y Anacho estaban ya subiendo al vehículo aéreo; Anacho se hizo cargo de los controles. El Dirdir gritó una alocada advertencia y echó a correr hacia ellos. El Phung dio un salto prodigioso y cayó sobre el Dirdir con un gran revuelo de su capa. Con el Dirdir reducido finalmente a un amasijo de huesos y piel, el Phung cojeó hasta el centro del estanque, donde se inmovilizó como una cigüeña, contemplando pesaroso su única pierna.

3

Bajo ellos se extendían las gargantas, separadas por crestas de piedra afiladas como cuchillos. Entalladuras paralelas, una tras otra; mirando hacia abajo, Reith se preguntó si él y sus compañeros hubieran podido sobrevivir allí hasta alcanzar el Draschade. Seguramente no. Especuló: ¿toleraban las gargantas algún tipo de vida? El viejo en Siadz había mencionado pisantillas y fere; ¿quién sabía qué otras criaturas habitaban los abismos de ahí abajo? Observó, enclavado en una hendidura entre dos altos picos, un amontonamiento de formas angulares como la florescencia de la madre roca: un poblado, aparentemente de hombres, aunque no podía verse ninguno de ellos. ¿Dónde hallaban el agua? ¿En las profundidades de la garganta? ¿Cómo se procuraban comida? ¿Por qué habían elegido un nido de águilas tan remoto como hogar? No había respuestas a sus preguntas; la aglomeración se perdió atrás en la distancia.

Una voz rompió las meditaciones de Reith: una voz suspirante, raspante, sibilante, que no pudo comprender.

Anacho pulsó un botón, la voz se esfumó. Anacho no se mostró preocupado; Reith evitó hacer ninguna pregunta.

Pasó la tarde; las gargantas se hicieron más amplias y no tardaron en convertirse en barrancos de fondo plano hundidos en la oscuridad, mientras que las crestas que los separaban mostraban franjas de color oro oscuro. Una región tan lúgubre y tétrica como una tumba, pensó Reith. Recordó el poblado, ahora muy atrás, y se sintió melancólico.

Las crestas y picos terminaron bruscamente, formando el frente de un gigantesco despeñadero; el suelo de las gargantas se abría y juntaba. Allí delante estaba el Draschade. Carina 4269, hundiéndose en el horizonte, dejaba un rastro topacio en la plomiza agua.

Un promontorio se hundía en el mar, resguardando una docena de botes de pesca, altos de proa y popa. Un poblado se arracimaba junto a la orilla, con las luces ya encendidas en la creciente oscuridad.

Anacho trazó un lento círculo sobre el poblado. Señaló.

—¿Veis ese edificio de piedra con las dos cúpulas y las luces azules? Una taberna, o tal vez una posada. Sugiero que nos posemos y descansemos un poco. Hemos tenido un día agotador.

—Cierto, pero ¿no pueden rastrearnos hasta aquí los Dirdir?

—Es un riesgo pequeño. No tienen medios de hacerlo. Hace tiempo que he aislado el cristal de identidad. Y en cualquier caso, éste no es su camino.

Traz miró suspicaz al poblado, allá abajo. Nacido en las estepas interiores, desconfiaba del mar y de la gente del mar, a los que consideraba incontrolables y enigmáticos.

—Los habitantes del pueblo pueden resultar hostiles y lanzarse contra nosotros.

—Creo que no —dijo Anacho con aquella altiva voz que irritaba invariablemente a Traz—. En primer lugar nos hallamos al borde de los dominios Wankh; esa gente estará acostumbrada a los extranjeros. En segundo lugar una posada tan grande implica hospitalidad. En tercer lugar, más pronto o más tarde deberemos descender para comer y beber. ¿Por qué no aquí? El riesgo no puede ser mayor que en cualquier otra posada de la superficie de Tschai. En cuarto lugar, no tenemos ni planes ni destino. Considero una locura volar en medio de la noche sin rumbo fijo.

Reith se echó a reír.

—Me has convencido. Bajemos.

Traz agitó dubitativo la cabeza, pero no puso más objeciones.

Anacho posó el aparato en un campo junto a la posada, al abrigo de una hilera de chimax negros que oscilaban y suspiraban al frío viento procedente del mar. Los tres viajeros descendieron prudentemente, pero su llegada no había atraído mucha atención. Dos hombres, que avanzaban inclinados contra el viento prietamente envueltos en sus capas, se detuvieron un instante para observar el vehículo aéreo, luego prosiguieron su camino con sólo un breve comentario ocioso.

Tranquilizados, los tres hombres avanzaron hacia la parte delantera de la posada y cruzaron una pesada puerta de madera hasta un gran salón. Media docena de hombres de escaso pelo color arena y pálidos y blandos rostros se agrupaban en torno a la chimenea, sujetando jarras de peltre. Llevaban toscas ropas de pana gris y marrón, botas hasta las rodillas de bien aceitada piel; Reith los tomó por pescadores. Las conversaciones se detuvieron. Todos volvieron sus miradas hacia los recién llegados. Tras un momento regresaron al fuego, a sus jarras y a sus conversaciones.

Una corpulenta mujer vestida con ropas negras salió de una habitación de la parte de atrás.

—¿Quiénes sois?

—Viajeros. ¿Puedes proporcionarnos comida y alojamiento para esta noche?

—¿Cuál es vuestra gente? ¿Sois hombres de los fiordos? ¿O Rab?

—Ninguno de ellos.

—Los viajeros son a menudo gente que ha cometido fechorías en sus lugares de origen y han sido expulsados de allí.

—Admito que éste es a menudo el caso.

—Hummm. ¿Qué comeréis?

—¿Qué tienes?

—Pan y anguilas ahumadas con hilks.

—Entonces comeremos eso.

La mujer gruñó de nuevo y se alejó, pero les sirvió además una ensalada de líquenes dulces y una bandeja de condimentos. La posada, les informó, había sido originalmente la residencia de los reyes piratas Foglar. Se decía que había un tesoro enterrado bajo las mazmorras.

—Pero cuando cavas solamente descubres huesos y más huesos, algunos rotos, otros quemados. Eran unos hombres duros los Foglar. Bien, ¿queréis té?

Los tres hombres fueron a sentarse junto al fuego, Afuera el viento gemía en los aleros. La posadera agitó las brasas.

—Las habitaciones están al fondo del salón. Si necesitáis mujeres, deberé hacerlas venir; yo no sirvo a causa de mis dolores de espalda. Y tendré que cobrarlas aparte.

—No te molestes por eso —le dijo Reith—. Si las sábanas están limpias, nos sentiremos satisfechos.

—Extraños viajeros los que llegan en un aparato aéreo tan grande. Tú —señaló con un dedo a Anacho— puede que seas un Hombre-Dirdir. ¿Es un aparato Dirdir?

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