Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
El campamento estaba en terreno abierto; el bosque había sido dejado atrás: eso era evidente por las estrellas. Se preguntó acerca de su asiento eyector y su unidad de supervivencia. Asiento y unidad habían sido dejados allá colgando, se recordó tristemente. Sólo quedaban él y sus recursos innatos en los que confiar... una cualidad ligeramente aumentada por su entrenamiento forzado como explorador, algunos de cuyos aspectos había considerado en otro tiempo excesivamente pedantes. Había asimilado enormes cantidades de ciencias básicas, lingüística y teoría de la comunicación, astronáutica, tecnología del espacio y de la energía, biométrica, meteorología, geología, toxicología. Mucho de aquello era teórico; además, había sido entrenado en técnicas prácticas de supervivencia de todo tipo: armamento, ataque y defensa, nutrición de emergencia, ropas y albergue, mecánica de propulsión espacial, reparación electrónica e improvisación. Si no resultaba muerto de improviso, como lo había sido Paul Waunder, sobreviviría... ¿pero para qué? Sus posibilidades de regresar a la Tierra podían considerarse como infinitesimales... lo cual hacía que el interés intrínseco de aquel planeta fuera de lo menos estimulante.
Una sombra cruzó su rostro; Reith vio al joven que había salvado su vida. Tras mirar a su alrededor en la oscuridad, el joven se arrodilló y le tendió un cuenco de una especie de gachas.
—Muchas gracias —dijo Reith—. Pero no creo que pueda comer; el entablillado me oprime demasiado.
El joven se inclinó hacia delante, hablando con una voz más bien seca. Reith pensó que su rostro era demasiado grave e intenso para un muchacho que no podía tener más de dieciséis años.
Con gran esfuerzo, se alzó sobre un codo y tomó las gachas. El joven se levantó, retrocedió algunos pasos, y se quedó observando mientras Reith intentaba comer sin ayuda. Luego se volvió y llamó con voz ronca. Una niña apareció corriendo. Se inclinó, tomó el bol, y empezó a dar de comer a Reith con ansioso cuidado.
El joven observó unos momentos, evidentemente intrigado por Reith, y Reith no estaba menos perplejo que él. ¡Hombres y mujeres, en un mundo a doscientos doce años luz de la Tierra! ¿Evolución paralela? ¡Increíble! Cucharada a cucharada, las gachas pasaron a su boca. La niña, de unos ocho años, llevaba una especie de pijama casi en harapos, no demasiado limpio. Media docena de hombres de la tribu aparecieron y miraron; hubo gruñidos de conversación, que el joven ignoró.
El bol estaba vacío; la niña llevó una jarra de cerveza ácida a la boca de Reith. Éste bebió porque esto era lo que se esperaba que hiciera, aunque el brebaje le hizo fruncir los labios.
—Gracias —dijo a la niña, que le devolvió una sonrisa de desconfianza y se marchó a toda prisa.
Reith se dejó caer de nuevo en el camastro. El joven le dijo algo con una voz brusca: evidentemente una pregunta.
—Lo siento —dijo Reith—. No comprendo. Pero no te irrites conmigo; necesito todos los amigos que pueda conseguir.
El joven no dijo nada más, y finalmente se fue. Reith se acomodó de espaldas en su camastro e intentó dormir. La fogata menguó; la actividad en el campamento se fue reduciendo.
Desde muy lejos llegó una débil llamada, algo entre un aullar y un tembloroso ulular, que al cabo de unos momentos fue respondida por otra, y por otra, hasta convertirse en un canto casi musical de centenares de voces. Alzándose una vez más sobre un codo, Reith vio que las dos lunas, de idéntico diámetro aparente, la una rosa, la otra azul pálido, habían aparecido por el este.
Un momento más tarde una nueva voz, ésta más cercana, se unió al lejano ulular. Reith escuchó maravillado: era sin la menor duda una voz de mujer. Otras voces se unieron a la primera, canturreando una endecha sin palabras que, unida al lejano sonido, producía un impresionante coloquio.
Finalmente, el canto se detuvo; el campamento quedó en silencio. Reith se fue amodorrando, y finalmente se quedó dormido.
Por la mañana, Reith pudo observar mejor el campamento. Se hallaba en una oquedad del terreno entre un par de las bajas y anchas colinas que se extendían una tras otra hacia el este. Allá habían decidido instalarse los miembros de la tribu, por razones que a Reith no se le hicieron evidentes de momento. Cada mañana cuatro jóvenes guerreros llevando largas capas marrones montaban en pequeñas motocicletas eléctricas y partían en direcciones opuestas a través de la estepa. Cada mañana volvían para dar su informe detallado a Traz Onmale, el joven jefe. Cada mañana era elevada una gran cometa, llevando a un niño de ocho o nueve años, cuya función era evidentemente la de vigía. A última hora de la tarde el viento solía cesar, haciendo caer la cometa con mayor o menor suavidad. Normalmente el niño se salía de aquello sin nada más grave que un chichón, aunque los hombres que manejaban los hilos parecían preocupados principalmente por la seguridad de la cometa: un dispositivo hecho con cuatro alas de membrana negra tensadas sobre un armazón de palos de madera.
Cada mañana, desde detrás de la colina del este, sonaba un terrible clamor, que persistía durante al menos media hora. El tumulto, supo finalmente Reith, procedía de la horda de animales, de muchas patas de los que la tribu se proveía de carne. Cada mañana la matarife de la tribu, una mujer de metro ochenta de altura y músculos en consonancia, acudía a la horda con un cuchillo y un hacha de carnicero, para agenciarse tres o cuatro patas para las necesidades del día. Ocasionalmente cortaba un poco de carne del lomo de un animal, o abría sus barrigas para extraer algún órgano interno. Los animales protestaban poco ante la amputación de sus patas, que se regeneraban espontáneamente con gran rapidez, pero se quejaban prodigiosamente cuando eran tocadas otras partes de sus cuerpos.
Mientras los huesos de Reith se soldaban de nuevo, sus únicos contactos fueron con las mujeres, un grupo más bien mustio, y con Traz Onmale, que pasaba gran parte de las mañanas con Reith, hablando, inspeccionando sus ropas, enseñándole el idioma Kruthe. Este era muy regular sintácticamente, pero resultaba difícil por su gran cantidad de tiempos, modos y aspectos. Mucho después de que Reith fuera capaz de expresarse, Traz Onmale, a la típica manera de su edad, seguía aún corrigiéndole e indicándole nuevas sofisticaciones del uso del lenguaje. El planeta, supo Reith, se llamaba Tschai; las lunas eran Az y Braz. Los miembros de la tribu se llamaban a sí mismo Kruthe u «Hombres Emblema», por las insignias de plata, cobre, piedra y madera que llevaban en sus sombreros. El status de un hombre era establecido por su emblema, que era reconocido en sí mismo como una entidad semidivina con un nombre, una historia detallada, una idiosincrasia y un rango. No era exagerado decir que, en vez de ser el hombre que lo llevaba el que controlaba el emblema, era este último el que controlaba al hombre, puesto que le daba su nombre y su reputación, y definía su papel tribal. El emblema más dignificado era el Onmale, llevado por Traz, que antes de adoptar el emblema había sido un muchacho normal en la tribu. El Onmale era la encarnación de la sabiduría, la habilidad, la resolución y la indefinible
virtu
Kruthe. Un hombre podía heredar un emblema, tomar posesión de él tras matar a su anterior poseedor, o fabricarse un nuevo emblema. En este último caso, el nuevo emblema no contenía ninguna personalidad o
virtu
hasta que había participado en hazañas notables y adquirido así un status. Cuando un emblema cambiaba de manos, el nuevo propietario asumía, lo quisiera o no, la personalidad del emblema. Algunos emblemas eran mutuamente antagonistas, y un hombre que entraba en posesión de uno de ésos se convertía inmediatamente en el enemigo del poseedor del otro. Algunos emblemas tenían miles de años de antigüedad, con complejas historias; algunos eran aciagos y llevaban consigo la predestinación de su destino; otros impulsaban a su portador a la valentía o a alguna especie de frenesí destructor. Reith estaba seguro de que su percepción de las personalidades simbólicas era pálida y gris comparada con la intensidad de la comprensión de los propios Kruthe. Sin su emblema, el hombre de la tribu era un hombre sin rostro, sin prestigio ni función. Eso era lo que Reith no tardó en comprender acerca de sí mismo: no era más que un siervo o una mujer, dos palabras que en el idioma kruthe eran una sola.
Curiosamente, o así se lo parecía a Reith, los Hombres Emblema creían que él procedía de una región remota de Tschai. En vez de respetarle por su presencia a bordo de la nave espacial, lo consideraban un subordinado de alguna raza no humana desconocida para ellos, del mismo modo que los Hombres-Chasch eran subordinados de los Chasch Azules, o los Hombres-Dirdir de los Dirdir.
Cuando Reith oyó por primera vez a Traz Onmale expresar este punto de vista, rechazó indignado la idea.
—Procedo de la Tierra, un planeta lejano; y no somos gobernados por nadie.
—¿Quién construyó la nave espacial, entonces? —preguntó Traz Onmale con voz escéptica.
—Los hombres, naturalmente. Los hombres de la Tierra.
Traz Onmale agitó dubitativo la cabeza.
—¿Cómo puede haber hombres tan lejos de Tschai? Reith lanzó una risotada de amarga diversión.
—Yo mismo me he estado haciendo la misma pregunta: ¿cómo pudieron llegar los hombres a Tschai?
—El origen de los hombres es bien conocido —dijo Traz Onmale con voz fría—. Se nos enseña tan pronto como aprendemos a hablar. ¿Tú no has recibido la misma instrucción?
—En la Tierra creemos que los hombres evolucionaron de un proto-homínido, que a su vez derivaba de un mamífero más antiguo; y así hacia atrás, hasta las primeras células.
Traz Onmale miró furtivamente a las mujeres que trabajaban cerca de allí. Les hizo una brusca seña.
—Marchaos, estarnos hablando de asuntos de hombres. Las mujeres se alejaron haciendo chasquear sus lenguas, y Traz Onmale contempló disgustado su marcha.
—La locura va a extenderse por todo el campamento. Los magos se sentirán irritados. Tengo que explicarte el auténtico origen de los hombres. Has visto las lunas. La luna rosa es Az, morada de los bendecidos. La luna azul es Braz, un lugar de tormento, donde es enviada la gente malvada y
kruthsh'geir
[1]
después de su muerte. Hace mucho tiempo las lunas chocaron; miles de personas fueron arrojadas de ellas y cayeron sobre Tschai. Ahora todos deseamos regresar a Az, buenos y malos a la vez. Pero los Juzgadores, que derivan su sabiduría de los globos que llevan, separan a los hombres buenos de los malos y los envían a sus destinos apropiados.
—Interesante —dijo Reith—. ¿Qué hay de los Chasch y los Dirdir?
—No son hombres. Llegaron a Tschai desde más allá de las estrellas, del mismo modo que los Wankh; los Hombres-Chasch y los Hombres-Dirdir son híbridos impuros. Los Pnume y los Phung fueron vomitados por las grutas septentrionales. Los matamos a todos con celo. —Miró a Reith de soslayo, las cejas severamente fruncidas—. Si tú procedes de un mundo distinto a Tschai, entonces no puedes ser un hombre, y debo ordenar que te maten.
—Eso parece más bien un poco fuerte —dijo Reith—. Después de todo, yo no os he hecho ningún daño.
Traz Onmale hizo un gesto para indicar que el argumento carecía de importancia.
—Me reservo mi juicio hasta más tarde. Reith se dedicó a ejercitar sus envarados miembros y a estudiar diligentemente el idioma. Los Kruthe, supo, no tenían un habitat fijo, sino que vagaban por la enorme estepa de Aman, que se extendía por todo el sur del continente conocido como Kotan. No sabían mucho de las condiciones existentes en otros lugares de Tschai. Había otros continentes: Kislovan al sur; Charchan, Kachan y Rakh al otro lado del mundo. Otras tribus nómadas merodeaban por la estepa; en los pantanos y bosques al sur vivían ogros y caníbales, con una enorme variedad de poderes sobrenaturales. Los Chasch Azules estaban establecidos en el extremo oeste de Kotan; los Dirdir, que preferían un clima frío, vivían en Haulk, una península que se extendía al sur y al oeste de Kislovan, y en la costa nordeste de Charchan.
Otra raza alienígena, los Wankh, se había establecido también en Tschai, pero los Hombres Emblema sabían muy poco de ella. Nativa de Tschai había una extraña raza conocida como los Pnume, así como sus locos parientes, los Phung, respecto a los cuales los Kruthe se mostraban reacios a hablar, bajando sus voces y mirando por encima de sus hombros cuando lo hacían.
Pasó el tiempo; días de extraños acontecimientos, noches de desesperación y añoranza de la Tierra. Los huesos de Reith empezaron a soldarse de nuevo, y nadie le impidió que explorara el campamento.
Se habían erigido como unas cincuenta chozas en la ladera de la colina al abrigo del viento, con los techos tocándose unos a otros de modo que desde el aire el conjunto pareciera un accidente más del terreno. Más allá de las chozas había un conjunto de enormes carretas a motor, camufladas bajo lonas enceradas. Reith se sintió sorprendido por el tamaño de los vehículos, y los hubiera examinado más de cerca de no ser por el grupo de cetrinos chiquillos que le seguían a todas partes, atentos a sus menores movimientos. Captaban intuitivamente su cualidad de extranjero y se sentían fascinados por ella. Los guerreros, en cambio, lo ignoraban; un hombre sin emblema era poco más que un fantasma.
En el extremo más alejado del campamento Reith descubrió una enorme máquina montada sobre una carreta: una catapulta gigante con un brazo de casi veinte metros de largo. ¿Una máquina de asedio? En un lado había pintado un disco rosa, en el otro un disco azul: referencia, supuso, a las lunas Az y Braz.
Pasaron los días, las semanas, un mes. Reith no podía comprender la inactividad de la tribu. Eran nómadas; ¿por qué permanecían tanto tiempo en este campamento en particular? Cada día partían los cuatro exploradores, mientras sobre sus cabezas derivaba la cometa negra, alzándose y descendiendo en el aire mientras las piernas de su pequeño jinete colgaban y se agitaban como las de un muñeco. Los guerreros estaban claramente nerviosos,
y
ocupaban su tiempo practicando el uso de las armas. Ésas eran de tres tipos: un largo y flexible espadín con un filo cortante y un extremo punzante, como la cola de una raya; una catapulta de mano, que utilizaba la energía de cables elásticos para lanzar cortas flechas empenachadas; un escudo triangular, de unos treinta centímetros de largo y veinte de ancho en la base, con agudos ángulos y bordes afilados como una navaja, que servía adicionalmente como arma para golpear y cortar.