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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (45 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—O peor aún, a los Hombres-Wankh —murmuró Zorofim.

—Por lo que recuerdo —murmuró Thadzei—, no hay una gran vigilancia. El plan, aunque arriesgado, parece factible... siempre que la nave que abordemos se halle en estado operativo.

—¡Aja! —exclamó Belje—. ¡Ese «siempre que» es la clave del asunto!

Zarfo se echó a reír.

—Naturalmente, hay riesgo. ¿Acaso esperáis que os den dinero por nada?

—Nadie me impide esperarlo.

—Supongamos que la nave es nuestra —inquirió Jag Jaganig—. ¿Hay aún otros riesgos que superar?

—Ninguno.

—¿Quién pilotará la nave?

—Yo —dijo Reith.

—¿De qué tipo es esa «riqueza»? —preguntó Zorofim—. ¿Gemas? ¿Sequins? ¿Metales preciosos? ¿Antigüedades? ¿Esencias?

—No pienso entrar en mayores detalles al respecto, excepto garantizaros que ninguno de vosotros se sentirá decepcionado.

La discusión prosiguió, sometiendo cada aspecto de la aventura a ataque y análisis. Fueron consideradas, discutidas y rechazadas propuestas alternativas. Nadie parecía considerar el riesgo como algo abrumador, del mismo modo que nadie dudaba de la habilidad del grupo de manejar la nave. Pero nadie evidenciaba entusiasmo tampoco. Jag Jaganig centró la situación.

—Nos sentimos desconcertados —le dijo a Reith—. No comprendemos tus propósitos. Somos escépticos a los tesoros ilimitados.

—Aquí creo que debo decir algo —señaló Zarfo—. Adam Reith tiene sus defectos, no voy a negarlo. Es testarudo y difícil de manejar; es más astuto que un zut; es despiadado cuando algo se le opone. Pero es un hombre de palabra. Si afirma que existe un tesoro y que nosotros podemos echarle la mano encima, este aspecto del asunto puede darse por sentado.

Al cabo de unos momentos, Belje murmuró: ¡Desesperado, desesperado! ¿Quién desea conocer la verdad de las cajas negras?

—Desesperado no —respondió Thadzei—. Arriesgado sí, ¡y al diablo las cajas negras!

—Correré el riesgo —dijo Zorofim.

—Yo también —dijo Jag Jaganig—. ¿Quien vive eternamente?

Al final Belje capituló también y declaró que estaba dispuesto a seguir adelante.

—¿Cuándo partiremos?

—Tan pronto como sea posible —dijo Reith—. Cuanto más tiempo esperemos, más nervioso me pondré.

—Y mayores posibilidades hay de que alguien eche a correr con nuestro tesoro, ¿no? —exclamó Zarfo—. ¡Sería una triste pena!

—Danos tres días para arreglar nuestros asuntos —pidió Jag Jaganig.

—¿Y qué hay de los cinco mil sequins? —preguntó Thadzei—. ¿Por qué no distribuyes el dinero ahora, de modo que podamos usarlo?

Reith no dudó más allá de una décima de segundo.

—Puesto que vosotros confiáis en mí, yo confío en vosotros. —Pagó a cada uno de los maravillados Lokhar cincuenta sequins púrpuras, cada uno de ellos con un valor de cien.

—¡Excelente! —declaró Jag Jaganig—. ¡Recordad todos! ¡Absoluta discreción! Hay espías por todas partes.

En particular desconfío de ese pecualiar extranjero que hay en la posada y que viste como un Yao.

—¿Qué? —exclamó Reith—. ¿Un hombre joven, con el pelo oscuro, muy elegante?

—Esa persona exactamente. No deja ni un momento de mirar a los que bailan, sin pronunciar jamás una palabra.

Reith, Zarfo, Anacho y Traz entraron en la posada. En el salón en penumbra estaba sentado Helsse, con sus largas piernas envueltas en unos ajustados pantalones de sarga negros extendidas debajo de la mesa. Contemplaba con aire sombrío directamente al frente, al otro lado de la puerta, donde unos muchachos de piel negra y pelo blanco y unas muchachas de piel blanca y pelo negro danzaban a la cobriza luz del sol.

—¡Helsse! —dijo Reith.

Helsse ni siquiera desvió la mirada.

Reith se le acercó.

—¡Helsse!

Lentamente, Helsse volvió la cabeza; Reith miró a unos ojos que parecían lentes de negro cristal.

—Hablame —pidió Reith—. ¡Helsse! ¡Habla!

Helsse abrió la boca, emitió un croar que era como un lamento. Reith retrocedió. Helsse lo observó indiferentemente unos instantes, luego volvió a su inspección de los muchachos que bailaban y de las colinas débilmente entrevistas más allá.

Reith se reunió con sus compañeros, y Zarfo le sirvió una jarra de cerveza.

—¿Qué pasa con el Yao? ¿Está loco?

—No lo sé. Puede que esté fingiendo. O bajo control hipnótico. O drogado.

Zarfo dio un largo sorbo de su jarra, se secó la espuma que había manchado su nariz.

—Si lo curamos, puede que el Yao considere que le hemos hecho un favor.

—Indudablemente —dijo Reith—. ¿Pero cómo?

—¿Por qué no llamar a un curandero Dugbo?

—¿Quiénes son ésos?

Zarfo señaló hacia el este con su dedo pulgar.

—Los Dugbo tienen un campamento allá en las afueras de la ciudad: son gente haragana que va vestida siempre con andrajos, dedicada al robo y al vicio, y a la música además. Adoran a los demonios, y sus curanderos realizan milagros.

—¿Y crees que los Dugbo pueden curar a Helsse? Zarfo vació su jarra.

—Si está fingiendo, te aseguro que no seguirá haciéndolo.

Reith se alzó de hombros.

—Durante un día o dos no tenemos nada mejor que hacer.

—Así es exactamente como pienso yo —dijo Zarfo.

El curandero Dugbo era un hombrecillo delgado, vestido con unos harapos marrones y botas de piel sin curtir. Sus ojos eran como luminosas avellanas, su pelo rojizo estaba recogido en tres grasientos moños. Una serie de pálidas cicatrices en su mejilla parecían agitarse y saltar mientras hablaba. No pareció sorprenderse de la petición de Reith, y estudió con una curiosidad clínica a Helsse, que permanecía sentado sardónicamente indiferente en una de las sillas de mimbre.

El curandero se acercó a Helsse, miró directamente a sus ojos, inspeccionó sus oídos, y asintió como si acabara de verificar una sospecha. Hizo una seña al gordo joven que le ayudaba, luego se acuclilló detrás de Helsse y le tocó aquí y allá, mientras el joven sostenía una botella de negra esencia bajo la nariz del Yao. Finalmente, Helsse se relajó pasivamente en su silla. El curandero prendió unos puñados de incienso y aventó lo humos hacia el rostro de Helsse. Luego, mientras el joven tocaba una flauta nasal, se puso a cantar: palabras secretas, muy junto al oído de Helsse. Puso una masa de arcilla en la mano del Yao; Helsse empezó a modelar furiosamente la arcilla, y finalmente emitió un murmullo.

El curandero hizo una seña a Reith.

—Un simple caso de posesión. Observa: el demonio fluye por sus dedos a la arcilla. Habla con él si quieres. Sé gentil pero firme, y él te responderá.

—Helsse —dijo Reith—, describe tu asociación con Adam Reith.

Helsse habló con voz muy clara.

—Adam Reith vino a Settra. Había habido rumores y especulaciones, pero cuando él llegó todo fue diferente. Por una extraña casualidad acudió al Jade Azul, mi puesto de observación personal, y allí lo vi por primera vez. Después llegó Dordolio, y en su rabia acusó a Reith de ser uno de los miembros del «culto»: un hombre que decía de sí mismo que había venido del lejano Mundo Natal. Hablé con Adam Reith, pero solamente obtuve confusión. Para clarificar por adquiescencia, tercera de las Diez Técnicas, lo llevé al cuartel general del «culto», y recibí contradicciones. Un correo nuevo en Settra nos siguió. No pude conseguir una diversión dramática, sexta de las Técnicas. Adam Reith mató al correo y se apoderó de un mensaje de importancia desconocida; no me permitió inspeccionarlo; no pude insistir sin despertar sospechas. Lo llevé a un Lokhar, «clarificando por adquiescencia» de nuevo: resultó ser de nuevo una técnica equivocada. El Lokhar leyó profundamente en el mensaje. Ordené que Reith fuera asesinado. El intento fracasó. Reith y su grupo huyeron al sur. Recibí instrucciones de acompañarles y penetrar en sus motivaciones. Fuimos hacia el este hasta el río Jinga y por él, corriente abajo, en bote. En una isla... —Helsse lanzó un grito jadeante y se derrumbó hacia atrás, rígido y tembloroso.

El curandero aventó humo al rostro de Helsse y apretó su nariz.

—Regresa al estado de «calma», y a partir de este momento vuelve de nuevo a él cada vez que te sea apretada la nariz: es una orden absoluta. Ahora, responde a las preguntas que se te formulen.

—¿Por qué espías a Adam Reith? —preguntó Reith.

—Estoy obligado a hacerlo; además, me gusta ese trabajo.

—¿Por qué estás obligado?

—Todos los Hombres-Wankh tienen que servir al Destino.

—Oh. ¿Eres un Hombre-Wankh?

—Sí.

Y Reith se preguntó cómo podía haber llegado a pensar alguna vez otra cosa. Tsutso y los Hoch Har no habían sido engañados.

—Si hubierais sido Yao, las cosas no hubieran ido tan bien —había dicho Tsutso.

Reith miró lúgubremente a sus camaradas, luego se volvió de nuevo hacia Helsse.

—¿Por qué los Hombres-Wankh espían en Cath?

—Esperan la próxima vuelta del «rondó»; se protegen contra el renacimiento del «culto».

—¿Por qué?

—Es un asunto de éstasis. Las condiciones son ahora óptimas. Cualquier cambio solamente puede ser para peor.

—Acompañaste a Adam Reith desde Settra hasta una isla en las marismas. ¿Qué ocurrió allí?

Helsse croó de nuevo y se volvió catatónico. El curandero apretó su nariz.

—¿Cómo viajaste hasta Kabasas? —preguntó Reith. Helsse volvió a quedar inerte. Reith apretó su nariz.

—Dinos por qué no puedes responder a esas preguntas.

Helsse no dijo nada. Parecía estar consciente. El curandero abanicó más humo a su rostro; Reith apretó su nariz y, cuando lo hizo, vio que los ojos de Helsse miraban en direcciones distintas. El curandero se puso en pie, empezó a recoger su equipo.

—Eso es todo. Está muerto.

Reith miró del curandero a Helsse y luego de nuevo al primero.

—¿A causa del interrogatorio?

—El humo permea la cabeza. A veces el sujeto vive; de hecho, a menudo. Este murió rápidamente; tus preguntas quebraron su sensorium.

La tarde siguiente fue clara y ventosa, con nubes de polvo torbellineando por la pista de baile al aire libre. Una serie de hombres embozados con capas grises surgieron de entre el polvo y fueron penetrando en la casita alquilada. Dentro, las lámparas estaban graduadas al mínimo y los postigos de las ventanas cerrados; las conversaciones eran mantenidas en voz baja. Zarfo desplegó un viejo mapa sobre la mesa y señaló con un grueso dedo negro.

—Podemos viajar hacia abajo por la costa, pero todo éste es terreno Niss. Podemos ir también hacia el este rodeando el Sharf hasta el lago Falas: un largo camino. O podemos ir directamente al sur, a través de las Regiones Perdidas, franquear los Infnets y bajar hasta Ao Hidis: la ruta más directa y lógica.

—¿Hay plataformas aéreas disponibles? —preguntó Reith.

Belje, el menos entusiasta de los aventureros, negó con la cabeza.

—Las condiciones ya no son las mismas que cuando yo era joven. Entonces hubiéramos podido seleccionar entre media docena. Ahora no hay ninguna. Hoy en día es difícil conseguir sequins y plataformas. De modo que, si queremos tener una de las dos cosas, tendremos que prescindir de la otra.

—¿Cómo viajaremos?

—Podemos llegar hasta Blalag en carromato a motor, y allí tal vez podamos alquilar algún tipo de transporte que nos permita cruzar los Infnets. Luego tendremos que ir a pie; los viejos caminos que conducían al sur han sido destruidos y olvidados hace mucho tiempo.

14

Desde Smargash hasta la vieja capital Lokhar, Blalag, había tres días de viaje a través de una ventosa llanura desolada. En Blalag los aventureros se refugiaron en una sucia posada, donde consiguieron apalabrar un transporte por carromato a motor hasta un asentamiento en las montañas, Derduk, muy adentro ya de los Infnets. El viaje ocupó la mayor parte de dos días bajo incómodas condiciones. En Derduk, el único acomodo que hallaron fue una destartalada cabana que provocó gruñidos entre los Lokhar. Pero el propietario, un viejo pendenciero, les cocinó un gran estofado de caza con bayas silvestres, y los ánimos se remontaron.

A partir de Derduk la carretera que conducía al sur se había convertido en un camino en desuso. Al amanecer, el ahora menos animado grupo de aventureros emprendió el camino a pie. Viajaron todo el día a través de un paisaje de pináculos rocosos y campos de piedras y guijarros. Al anochecer, con un viento helado suspirando por entre las rocas, llegaron a un pequeño y negro lago de montaña en cuya orilla pasaron la noche. El día siguiente los condujo hasta el borde de una enorme garganta, y pasaron otro día buscando un camino que les condujera hasta el fondo. El grupo acampó en el arenoso lecho al lado del río Desidea, que avanzaba hacia el este para verterse en el lago Falas, y durante toda la noche se vieron acompañados por inquietantes lamentos y gritos casi humanos que resonaban en ecos y ecos por entre las rocas.

Por la mañana, en vez de intentar la cara sur del precipicio, siguieron el Desidea y finalmente encontraron una hendidura que los llevó hasta una alta sabana que se extendía hasta perderse de vista.

Los aventureros avanzaron durante dos días en dirección sur, alcanzando finalmente las últimas elevaciones de los Infnets al atardecer del segundo día. Ante ellos se abrió una enorme vista. Cuando llegó la noche aparecieron lejanas luces.

—¡Ao Hidis! —exclamaron los Lokhar, con alivio y aprensión entremezclados.

Se habló mucho aquella noche, junto al minúsculo fuego de campaña, acerca de los Wankh y de los Hombres-Wankh. Los Lokhar se mostraron unánimes en detestar a los Hombres-Wankh:

—Ni siquiera los Hombres-Dirdir, con toda su erudición y su orgullo, se muestran tan celosos de sus prerrogativas —declaró Jag Jaganig.

Anacho lanzó una alegre carcajada.

—Desde el punto de vista de los Hombres-Dirdir, los Hombres-Wankh son escasamente superiores a cualquiera de las otras subrazas.

—Sin embargo, si hemos de creer a los muy truhanes, comprenden los carillones Wankh —dijo Zarfo—. Yo mismo me considero un hombre lleno de recursos y despierto; sin embargo, en veinticinco años, solamente he aprendido los acordes más sencillos para «sí», «no», «alto», «adelante», «cierto», «falso», «bueno», «malo». Debo descubrirme ante su logro.

—Bah —murmuró Zorofim—. Han nacido para eso; oyen carillones desde el primer instante de sus vidas; no es ningún logro.

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