Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Anoche, ¿a quién llamaste?
—A Helsse.
—No me llamó a mí. Y el bote no está.
—Y Helsse tampoco —dijo Traz. Reith lo comprobó.
Traz señaló hacia la isla más próxima, a unos cuarenta metros.
—Allí está el bote. Parece que Helsse fue a dar un pequeño paseo nocturno.
Reith se dirigió al borde del agua y llamó:
¡Helsse! ¡Helsse!
No hubo ninguna respuesta. Helsse no era visible por ningún lado.
Reith consideró la distancia al bote. El agua era lisa y opaca como pizarra. Reith agitó la cabeza. El bote tan cerca, tan obvio: ¿un cebo? Sacó de su bolsa un rollo de cuerda, un componente original de su unidad de supervivencia, y ató una piedra a uno de sus extremos. Lanzó la piedra hacia el bote. Hizo corto. La recogió arrastrándola por el agua. Por un momento la cuerda se tensó y se agitó ante la presencia de algo fuerte y vivo.
Reith hizo una mueca. Lanzó de nuevo la piedra, y ahora cayó dentro del bote. Tiró; el bote se acercó cruzando el agua.
Reith fue con Traz a la isla vecina, donde no encontraron ninguna huella de Helsse. Pero bajo un saliente rocoso descubrieron un agujero que penetraba en plano inclinado al interior de la isla. Traz acercó su cabeza a la abertura, escuchó, olisqueó,
e
hizo un gesto para que Reith hiciera lo mismo. Reith captó un débil olor pegajoso, como el de las lombrices. Llamó con voz apagada al interior del agujero:
¡Helsse! —Y de nuevo, más fuerte—: ¡Helsse! —Sin el menor efecto.
Regresaron junto a sus compañeros.
—Parece que los Pnume han hecho una de las suyas —dijo Reith en voz baja.
Desayunaron en silencio, aguardaron una inquieta hora. Luego cargaron lentamente el bote y partieron de la isla. Reith siguió examinando hacia atrás con el sondas-copio hasta que la isla quedó fuera de su vista.
Los canales del Jinga se juntaron; la marisma se convirtió en una jungla. Frondas y lianas colgaban sobre la negra agua; mariposas gigantes revoloteaban como fantasmas. El estrato superior del bosque formaba un entorno único: cintas rosa y amarillo pálido se retorcían en el aire como anguilas; velludos globos negros con seis largos brazos blancos oscilaban ágilmente de rama en rama. En una ocasión, muy lejos, Reith divisó un conglomerado de grandes chozas edificados en las ramas altas de los árboles, y un poco más tarde el bote pasó bajo un puente de ramas y burdas cuerdas. Tres humanoides desnudos cruzaron el puente cuando el bote se acercaba: cuerpos delgados y frágiles y piel color pergamino. Al observar el bote, se detuvieron impresionados, luego echaron a correr por el puente y desaparecieron entre el follaje.
Durante una semana navegaron a vela y a remo a un ritmo irregular, mientras el Jinga seguía haciéndose más y más ancho. Un día pasaron junto a una canoa en la cual un hombre pescaba con caña; al día siguiente vieron un poblado en la orilla; al otro fueron cruzados por un bote a motor. La siguiente noche se detuvieron en una ciudad y durmieron en una posada a la orilla del río, construida sobre pilotes encima del agua.
Navegaron aun otros dos días corriente abajo, con un buen viento de popa. El Jinga era ahora amplio y profundo, y el viento alzaba olas de buen tamaño. La navegación empezó a convertirse en un problema. Al llegar a otra ciudad vieron un barco fluvial que se preparaba para partir río abajo; abandonaron el bote y tomaron pasaje para Kabasas sobre el Parapán.
Viajaron en el barco fluvial durante tres días, gozando del confort de las hamacas y la comida fresca. Al mediodía del cuarto día, con el Jinga tan ancho que no podía verse la otra orilla, los domos azules de Kabasas aparecieron sobre tierra firme al oeste.
Kabasas, al igual que Coad, servia como depósito comercial para las extensas tierras interiores, y al igual que Coad parecía hervir con intrigas. Las tiendas y los almacenes se alineaban a lo largo de los muelles; detrás había hileras de edificios llenos de arcos y columnas ascendiendo por las laderas de las colinas, beiges y grises y blancos y azules oscuros. Una de las paredes de cada uno de los edificios, por razones que nunca quedaron claras para Reith, se inclinaba o bien hacia dentro o hacia fuera, dando a la ciudad una apariencia curiosamente irregular, que no era en absoluto disonante respecto a la conducta de sus moradores. Esos eran una gente delgada y alerta, con flotante pelo castaño, amplios pómulos y ardientes ojos negros. Las mujeres eran notablemente hermosas, y Zarfo advirtió a todos:
—Si valoráis vuestras vidas, no miréis a las mujeres. ¡No les prestéis ninguna atención, aunque ellas os provoquen e inciten! Juegan a un extraño juego aquí en Kabasas. A cualquier asomo de admiración lanzan un grito furioso, y un centenar de otras mujeres, gritando y maldiciendo, se lanzan a acuchillar al atrevido.
—Hummm —dijo Reith—. ¿Y los hombres?
—Os salvarán si pueden, y apalizarán a las mujeres, lo cual parece satisfacer a ambas partes. De hecho, así es como se hacen la corte. Un hombre que desee a una mujer empezará por golpearla. Nadie pensará en interferir en el asunto. Si la mujer está de acuerdo, acudirá de nuevo a él. Cuando él se prepare para golpearla de nuevo, se le abandonará completamente. Éstas son las dolorosas reglas de la galantería entre los Kabs.
—Parece un tanto extraño —dijo Reith.
—Exactamente. Extraño y perverso. Así son los asuntos en Kabasas. Durante nuestra estancia será mejor que confiéis en mi consejo. Primero, lo mejor será que elijamos la Posada del Dragón Marino como base de operaciones.
—No vamos a estar aquí tanto tiempo como eso. ¿Por qué no ir directamente al muelle y encontrar un barco que nos haga cruzar el Parapán?
Zarfo dio un tirón a su larga y negra nariz.
—¡Las cosas no son nunca tan fáciles! ¿Y por qué privarnos de una estancia en la Posada del Dragón Marino? Quizá una o dos semanas...
—Naturalmente, tú pagarás tu estancia. Las blancas cejas de Zarfo se curvaron desmayadamente.
—Como sabes bien, soy un hombre pobre. Cada uno de los sequins que he ganado representa grandes esfuerzos. En una aventura conjunta de este tipo creí que la regla iba a ser la más franca generosidad.
—Esta noche nos quedaremos en la Posada del Dragón Marino —dijo Reith—. Mañana abandonaremos Kabasas.
Zafo gruñó decepcionado.
—No está en mí discutir tus deseos. Hummm. Tal como veo el asunto, tus planes son llegar a Smargash, reclutar a un equipo de técnicos, y luego continuar a Ao Hidis.
—Correcto.
—¡Entonces discreción! Sugiero que tomemos un barco hasta Zara cruzando el Parapán y luego subamos el río Ish. ¿No has perdido tu dinero?
—Definitivamente no.
—Cuida bien de él. Los ladrones de Kabasas son hábiles; utilizan lazos que alcanzan hasta los diez metros. —Señaló—. ¿Ves esa estructura justo encima de la playa? ¡La Posada del Dragón Marino!
La Posada del Dragón Marino era realmente un gran establecimiento, con grandes salones y agradables dormitorios. El restaurante estaba decorado sugiriendo un jardín submarino, incluso las profundas grutas donde eran servidos los miembros de una secta local, que no podían realizar en público el acto de deglutir.
Reith pidió ropas nuevas a la tienda del establecimiento, y bajó al gran baño en la terraza inferior. Frotó vigorosamente todo su cuerpo, y fue rociado con tónicos y masajeado con puñados de fragante musgo. Se envolvió en una suave bata de lino blanco y regresó a su habitación.
El la cama había sentado un hombre con unas manchadas ropas azul oscuro. Reith lo miró y abrió mucho los ojos. Helsse le devolvió la mirada con una insondable expresión. No hizo ningún movimiento ni pronunció ningún sonido.
El silencio fue intenso.
Reith retrocedió lentamente hasta la galería exterior, con el corazón latiéndole tan fuertemente como si hubiera visto un fantasma. Apareció Zarfo, de vuelta a su habitación, su blanco pelo flotando al viento.
Reith le hizo una seña.
—Ven, quiero mostrarte algo. —Condujo a Zarfo hasta la puerta, la abrió de par en par medio esperando encontrar la habitación vacía. Helsse estaba sentado en el mismo sitio que antes.
—¿Está loco? —susurró Zarfo—. Se queda ahí sentado y nos mira y parece que se burle de nosotros pero no dice nada.
—Helsse —dijo Reith—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué te ha ocurrido?
Helsse se puso en pie. Reith y Zarfo retrocedieron involuntariamente. Helsse los miró con la más débil de las sonrisas. Avanzó hacia el balcón, salió fuera, descendió lentamente las escaleras. Volvió la cabeza; Reith y Zarfo pudieron ver el pálido óvalo de su rostro; luego, como una aparición, se esfumó.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Reith con voz ronca.
Zarfo agitó la cabeza, desconcertado por una vez.
—A los Pnume les encantan este tipo de bromas.
—¿Hubiéramos debido retenerlo?
—Hubiera podido quedarse, si él hubiera querido.
—Pero... dudo que esté cuerdo.
La única respuesta de Zarfo fue un alzarse de hombros.
Reith fue al borde de la galería, miró a la ciudad.
—¡Los Pnume saben incluso las habitaciones que ocupamos!
—Una persona que sigue la corriente del Jinga termina en Kabasas —dijo Zarfo ácidamente—. Si tiene dinero suficiente, acude a la Posada del Dragón Marino. No es una deducción intrincada. Aquí termina la omnisciencia de los Pnume.
Al día siguiente Zarfo salió solo, y al cabo de poco regresó con un hombre bajito de piel color caoba, que caminaba cojeando como si los zapatos le vinieran demasiado estrechos. Su rostro era curtido y lleno de costurones; unos pequeños ojos nerviosos miraban constantemente de soslayo más allá del afilado pico de su nariz.
—Y aquí —declaró Zarfo grandilocuentemente— te presento al Señor de los Mares Dobagq Hrostilfe, una persona de gran sagacidad que nos lo arreglará todo.
Reith pensó que nunca en su vida había visto un mayor truhán.
—Hrostilfe está al mando del
Pibar —
explicó Zarfo—. Por una suma muy razonable nos llevará hasta nuestro destino, o sea a la otra costa del Vord.
—¿Cuánto pide por cruzar el Parapán? —preguntó Reith.
—Tan sólo cinco mil sequins, ¿no es increíble? —exclamó Zarfo.
Reith rió burlonamente. Se volvió hacia Zarfo:
—Ya no necesito más tu ayuda. Tú y tu amigo Hrostilfe podéis ir a intentar engañar a algún otro.
—¿Qué? —exclamó Zarfo—. ¿Después que he arriesgado mi vida en esa pendiente infernal y soportado todo tipo de penalidades?
Pero Reith se había alejado ya de ellos. Zarfo fue tras sus talones, un poco con las orejas gachas.
—Adam Reith, has cometido un serio error. Reith asintió melancólicamente.
—Exacto. En vez de a un hombre honesto te contraté a ti.
Zarfo hirvió de indignación.
—¿Quién se atreve a decir que no soy honesto?
—Yo me atrevo. Hrostilfe estaría dispuesto a alquilar su barco por un centenar de sequins. Te ha pedido un precio de quinientos. Tú le has dicho: «¿Por qué no sacamos los dos un buen beneficio? Adam Reith es crédulo. Yo le daré el precio, y todo lo que pase de los mil sequins es mío.» Así que ya puedes irte.
Zarfo tironeó pensativo de su negra nariz.
—Me causas un terrible perjuicio. Precisamente acabo de discutirme con Hrostilfe, que ha admitido que intentaba engañarnos. Ofrece ahora su barco por... —Zarfo carraspeó— mil doscientos sequins.
—No pienso subir ni un sequin más de trescientos.
Zarfo alzó sus manos en el aire y se alejó. Poco después apareció el propio Hrostilfe con la súplica de que Reith se dignara inspeccionar el barco. Reith lo siguió hasta el
Pibar:
una embarcación de doce metros, accionada por un reactor electrostático. Hrostilfe hizo un comentario entre dolido e indignado:
—Es la nave más rápida que podrás encontrar. Tu precio es absurdo. ¿Qué hay de mi habilidad, de mi preparación naval? ¿Te das cuenta del precio de la energía? El viaje agotará toda una célula de energía: cien sequins, un gasto que no puedo permitirme. Tienes que pagar adicionalmente la energía y también las provisiones. Soy un hombre generoso, pero no puedo financiarte.
Reith aceptó pagar aparte la energía y una cantidad razonable para provisiones, pero no la instalación de nuevos depósitos de agua, instrumentación extra para mal tiempo, fetiches de buena suerte para la proa; además, insistió en partir al día siguiente, a lo cual Hrostilfe respondió con una ácida risa.
—Eso le va a sentar como una patada en la barriga al viejo Lokhar. Contaba en haraganear una semana o más en el Dragón Marino.
—Puede quedarse tanto tiempo como quiera —dijo Reith—, siempre que pague él su estancia.
—Hay pocas posibilidades de eso —rió Hrostilfe—. Bien, ¿qué hacemos con las provisiones?
—Cómpralas. Muéstrame una cuenta detallada, y la revisaré con todo cuidado.
—Necesito un anticipo: cien sequins.
—¿Me tomas por un tonto? Recuerda: salimos mañana.
—El
Pibar
estará listo —dijo Hrostilfe con voz hosca.
Reith regresó a la Posada del Dragón Marino y encontró a Anacho en la terraza. Anacho señaló hacia una figura de pelo negro reclinada contra el dique.
—Ahí está: Helsse. Lo he llamado por su nombre. Fue como si no hubiera oído.
Helsse volvió la cabeza; su rostro era tan blanco como el de un muerto. Por unos momentos los observó, luego se volvió y se alejó caminando lentamente.
Los viajeros embarcaron al mediodía en el
Pibar.
Hrostilfe dedicó a sus pasajeros una jovial bienvenida. Reith miró escéptico a todos lados, preguntándose de qué modo creía Hrostilfe que había conseguido alguna ventaja sobre él.
—¿Dónde están las provisiones?
—En el salón principal.
Reith examinó cajas y paquetes, lo comprobó meticulosamente todo con la relación que le entregó Hrostilfe, y tuvo que admitir que el capitán había conseguido buenos artículos a un precio no demasiado grande. ¿Pero por qué, se preguntó, no los había almacenado directamente en el pañol? Probó la puerta, y descubrió que estaba cerrada con llave.
Interesante,
pensó Reith. Llamó a Hrostilfe:
—Será mejor almacenar los víveres en el pañol de proa, antes que las olas empiecen a balancearnos.
—¡Todo a su tiempo! —declaró Hrostilfe—. ¡Lo primero es lo primero! ¡Ahora lo más importante es que aprovechemos al máximo las corrientes matutinas!