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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (41 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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El Refluxivo desapareció en la oscuridad. La patrulla llegó: hombres altos vestidos con uniformes a rayas rojas y blancas y sujetando largas porras de incandescentes extremos.

—¿Qué ocurre?

—Un ladrón —dijo Reith—. Intentó robarnos; luego, al no conseguir sus propósitos, echó a correr hacia aquellos edificios —señaló al azar.

La patrulla echó a correr inmediatamente en la dirección indicada; Reith, Anacho y Traz penetraron en el albergue. Mientras cenaban, Reith les habló de su acuerdo con Zarfo Detwiler.

—Mañana, si todo sale bien, nos iremos de Settra.

—Justo a tiempo —observó hoscamente Anacho.

—Cierto. He sido espiado por los Wankh, perseguido por la nobleza, atacado por el «culto». Mis nervios no resistirían mucho más.

Un muchacho con una librea rojo oscuro se acercó a su mesa.

—¿Adam Reith?

—¿Quién pide por él? —preguntó cautelosamente Reith.

—Traigo un mensaje.

—Dámelo. —Reith rasgó el cierre del doblado papel, extrajo el significado de los floridos símbolos:

La Compañía de Seguridad os envía sus saludos. Sabed que, puesto que vos, Adam Reith, habéis atacado a un empleado autorizado en el inocente cumplimiento de sus deberes, expoliando su equipo e infligiéndole dolor e inconveniencia, exigimos de vos una indemnización de dieciocho mil sequins. Si esta suma no es satisfecha inmediatamente en nuestras oficinas principales, seréis muerto por una combinación de varios procesos. Vuestra pronta cooperación será apreciada. Por favor, no abandonéis Settra ni intentéis eludimos de ninguna forma, puesto que en tal caso las sanciones deberán ser aumentadas.

Reith arrojó la misiva sobre la mesa.

—Dordolio, los Wankh, el Señor Cizante, luego Helsse, el «culto», la Compañía de Seguridad. ¿Queda alguien todavía?

—Creo que mañana puede ser demasiado tarde —comentó Traz—. ¿Por qué no nos vamos ahora?

10

A la mañana siguiente Reith se comunicó con el Palacio del Jade Azul a través de los curiosos teléfonos Yao, y consiguió hablar con Helsse.

—Supongo que, naturalmente, habrás cancelado el contrato con la Compañía de Seguridad.

—El contrato ha sido cancelado. Tengo entendido que ellos han decidido iniciar una acción independiente, a la cual por supuesto deberéis enfrentaros por vuestros propios medios.

—Exacto —dijo Reith—. Abandonamos Settra inmediatamente, y aceptamos la oferta de ayuda del Señor Cizante.

Helsse emitió un sonido que no comprometía a nada.

—¿Cuáles son vuestros planes?

—Esencialmente, salir vivos de Settra.

—Llegaré dentro de poco, y os llevaré a una estación de transporte público de las afueras. En Vervodei los barcos parten diariamente en todas direcciones, de modo que podréis conseguir sin duda un transporte que os convenga.

—Estaremos listos al mediodía, o antes.

Reith se encaminó a pie al Mercado, tomando todo tipo de precauciones, y llegó al lugar de la cita con la casi completa seguridad de no haber sido seguido. Zarfo estaba aguardándole, su blanco pelo encajado en un gorro tan negro como su rostro. Lo condujo inmediatamente al sótano de un establecimiento de bebidas. Se sentaron a una mesa de piedra; Zarfo hizo una seña al chico que hacía de camarero, y poco después tenían ante ellos pesadas jarras de piedra llenas de una cerveza casera muy amarga. Zarfo fue directamente al asunto:

—Antes de complicarme la vida con un asunto tan arriesgado, muéstrame el color de tu dinero.

Reith extrajo, sin hablar, diez tiras de los resplandecientes sequins púrpuras.

—¡Aja! —exclamó Zarfo Detwiler con los ojos brillantes—. ¡Esto es auténtica belleza! ¿Son para mí? Los tomaré en custodia inmediatamente y los guardaré de todo peligro.

—¿Y quién te guardará a ti? —preguntó Reith.

—Tranquilo, muchacho —se burló Zarfo—. Si los ca-maradas no pueden confiar entre sí en el frío sótano de una cervecería, ¿qué harán ante la adversidad?

Reith devolvió el dinero a su bolsa.

—La adversidad está ya aquí. Los asesinos se muestran molestos por el asunto de ayer. En vez de tomar venganza sobre ti, me han amenazado a mí.

—Sí, son una gente irrazonable. Si piden dinero, desafíales. Un hombre siempre puede luchar por su vida.

—Me han advertido que no abandone Settra antes del momento en que decidan matarme. Sin embargo, tengo intención de marcharme tan pronto como me sea posible.

—Juicioso. —Zarfo dio un largo sorbo a su cerveza y dejó la jarra sobre la mesa con un golpe seco—. ¿Pero cómo piensas eludir a los asesinos? Naturalmente, estarán vigilando todos tus movimientos.

Reith se sobresaltó cuando se produjo un ruido a sus espaldas; se volvió, para descubrir solamente al muchacho que hacía de camarero y que acudía a llenar de nuevo la jarra de Zarfo. Zarfo se tironeó la nariz para disimular su sonrisa.

—Los asesinos son pertinaces, pero los eludiremos, de una u otra forma. Vuelve a tu hotel y ten todo preparado. Al mediodía me reuniré contigo, y veremos lo que puede hacerse.

—¿Al mediodía? ¿Tan tarde?

—¿Qué diferencia representan una o dos horas? Tengo que arreglar mis asuntos.

Reith regresó al albergue, donde Helsse había llegado ya en el lando negro. La atmósfera era tensa; al ver a Reith, Helsse saltó en pie.

—¡Queda poco tiempo, y hemos tenido que esperar! ¡Vamonos, apenas llegaremos para alcanzar el primer convoy de la tarde para Vervodei!

—¿Acaso no es eso lo que están esperando los asesinos? —preguntó Reith—. Me parece un plan muy poco imaginativo.

Helsse se alzó irritado de hombros.

—¿Acaso tenéis alguna idea mejor?

—Me gustaría encontrar una.

—¿Acaso el Señor Cizante no dispone de ningún vehículo aéreo? —preguntó Anacho.

—Está averiado.

—¿No hay ningún otro disponible?

—¿Para una finalidad como ésta? Diría más bien que no.

Pasaron cinco minutos. Helsse dijo suavemente:

—Cuanto más esperemos, menos tiempo os quedará. —Señaló hacia la ventana—. ¿Veis aquellos dos hombres con los sombreros redondos? Están aguardando a que salgáis. Ahora ya ni siquiera podemos utilizar el coche.

—Sal y di que se vayan —sugirió Reith. Helsse se echó a reír.

—¿Yo? Ni soñarlo.

Transcurrió otra media hora. Zarfo entró en tromba en el salón. Saludó al grupo con un gesto.

—¿Todo listo?

Reith señaló a los asesinos de pie al otro lado del Oval.

—Están aguardándonos.

—Detestables criaturas —dijo Zarfo—. Solamente en Cath son toleradas. —Miró de soslayo a Helsse—. ¿Por qué está él aquí?

Reith le explicó las circunstancias; Zarfo examinó el Oval.

—El coche negro con la cresta plata y azul... ¿es ése el vehículo en cuestión? Si es así, no hay nada más sencillo. Nos marcharemos en él.

—No es posible —dijo Helsse.

—¿Por qué no? —preguntó Reith.

—El Señor Cizante no quiere verse implicado en este asunto, y yo tampoco. En el mejor de los casos, la Compañía me incluiría a mí en el contrato.

Reith soltó una amarga carcajada.

—¿Cuando fuiste tú quien la contrató en primer lugar? ¡Al coche, y condúcenos fuera de esta maldita ciudad de locos!

Tras un momento de incrédulo desdén, Helsse asintió secamente.

—Como deseéis.

El grupo abandonó la posada y se dirigió hacia el coche. Los asesinos se adelantaron.

—Tenemos entendido que vos, señor, sois Adam Reith.

—¿Y qué?

—¿Podemos preguntaros cuál es vuestro destino?

—El Palacio del Jade Azul.

—¿Correcto, señor? —dirigiéndose a Helsse.

—Correcto —dijo Helsse átonamente.

—¿Habéis comprendido nuestras reglas y el esquema de sanciones?

—Sí, por supuesto.

Los asesinos murmuraron algo entre sí, luego uno de ellos dijo:

—En este caso creemos que es aconsejable acompañaros.

—No hay sitio —dijo Helsse con voz fría.

Los asesinos no le prestaron atención. Uno de ellos fue a entrar en el lando. Zarfo lo empujó hacia atrás. El asesino miró por encima del hombro.

—Id con cuidado; soy un miembro de la Cofradía.

—Y yo soy un Lokhar. —Zarfo le dio un tremendo bofetón, que envió al hombre despatarrado al suelo. El segundo asesino lo contempló asombrado, sin acertar a moverse, luego fue en busca de su pistola. Anacho extrajo su propia arma, apretó el gatillo, y su dardo penetró en el pecho del hombre. El primer asesino intentó alejarse arrastrándose; Zarfo le lanzó una tremenda patada a la mandíbula; se derrumbó pesadamente y quedó inmóvil.

—Al coche —dijo Zarfo—. Es tiempo de irnos.

—Qué desastre —siseó Helsse—. Estoy arruinado.

—¡Fuera de Settra! —gritó Zarfo—. ¡Por el camino más discreto!

El lando emprendió la marcha por una serie de estrechas callejuelas, desembocó en una angosta carretera, y poco después se hallaba en pleno campo.

—¿Adonde nos llevas? —preguntó Reith.

—A Vervodei.

—¡Ridículo! —bufó Zarfo—. Dirígete al este. Llegaremos hasta el río Jinga y seguiremos su curso hasta Kabasas, en el Parapán.

Helsse intentó razonar:

—Al este todo está despoblado. El coche se detendrá. No disponemos de células de energía de repuesto.

—¡No importa!

—No os importará a vos. ¿Pero cómo volveré yo a Settra?

—¿Piensas hacerlo, después de lo que ha ocurrido? Helsse murmuró algo para sí mismo.

—Soy un hombre marcado. Me exigirán cincuenta mil sequins, que no puedo pagar... todo gracias a vuestras locas manipulaciones.

—Luego haz lo que quieras. Pero ahora sigue hacia el este hasta que el coche se pare o se acabe la carretera... sea lo que sea lo que ocurra primero.

Helsse hizo un gesto de fatalista desesperación.

La carretera discurría cruzando una extrañamente hermosa llanura con lentos riachuelos y estanques a ambos lados. Árboles de colgantes ramas negras sumergían sus hojas color tabaco en el agua. Reith no dejaba de mirar hacia atrás, pero no pudo descubrir ninguna señal de persecución. Settra se fundió en la distancia.

Helsse ya no parecía resentido, sino que observaba el camino ante ellos con una expresión que casi parecía expectante. Reith empezó a sentirse suspicaz.

—¡Alto un momento! Helsse miró a su alrededor.

—¿Alto? ¿Por qué?

—¿Qué hay más adelante?

—Las montañas.

—¿Por qué está la carretera en tan buen estado? No parece haber mucho tráfico.

—¡Oh! —exclamó Zarfo—. ¡El campo de los locos en la montaña! ¡Debe estar ahí delante! Helsse consiguió esbozar una sonrisa.

—Me dijisteis que os llevara hasta el final de la carretera; no estipulasteis que debía evitar llevaros al asilo.

—Lo estipulo ahora —dijo Reith—. Por favor, no más errores inocentes de este tipo.

Helsse apretó los labios y se sumió una vez más en su aire taciturno. En un cruce, se desvió al sur. El terreno empezó a ascender. Reith preguntó:

—¿Dónde conduce esta carretera?

—A las viejas minas de mercurio, a las residencias de montaña, a unas cuantas granjas.

El vehículo penetró en un bosque lleno de colgante musgo negro, y la carretera empezó a subir más empinada que antes. El sol se ocultó tras una nube, el bosque se volvió negro y húmedo, luego dio paso a una brumosa pradera.

Helsse echó una mirada a un indicador.

—Queda otra hora de energía.

Reith señaló las montañas que se erguían al frente.

—¿Qué hay más allá?

—Un lugar salvaje. La tribus Hoch Har, el lago de la Montaña Negra, las fuentes del Jinga. El camino no es ni seguro ni cómodo. Sin embargo, es una forma de salir de Cath.

Siguieron cruzando la pradera. De tanto en tanto se veían árboles de gruesos troncos, con hojas como bateas de setas amarillas.

El camino empeoraba por momentos, y en algunos lugares estaba bloqueado por ramas caídas. La cadena montañosa se alzaba al frente como un gran promontorio rocoso.

La carretera terminaba en una mina abandonada. Cuando llegaron allí, el indicador de energía alcanzó el cero. El vehículo se detuvo con un bufido y una sacudida; hubo silencio, roto solamente por el silbar del viento.

El grupo bajó del coche con sus escasas posesiones. La bruma se había disipado; el sol brillaba frío por entre nubes bajas, bañando el paisaje con una luz color miel.

Reith observó la ladera de la montaña, trazando un camino hasta la cima. Se volvió a Helsse.

—Bien, ¿qué piensas hacer? ¿Seguir hasta Kabasas, o regresar a Settra?

—Regresar a Settra, naturalmente. —Miró desconsolado al vehículo.

—¿A pie?

—Mejor que a pie hasta Kabasas.

—¿Qué hay de los asesinos?

—Correré el riesgo.

Reith extrajo su sondascopio y estudió el camino por el que habían venido.

—Parece que no hay signos de persecución; puedes... —se detuvo, sorprendido por la expresión en el rostro de Helsse.

—¿Qué es este objeto? —preguntó Helsse. Reith se lo explicó.

—Así pues, Dordolio dijo la verdad —murmuró Helsse con voz maravillada—. ¡No nos engañó!

—No sé lo que os dijo Dordolio —murmuró Reith, entre divertido e irritado—, excepto que éramos unos bárbaros. Adiós, y recuerdos de mi parte al Señor Cizante.

—Esperad un momento —dijo Helsse, mirando indeciso hacia donde se hallaba Settra—. Puede que Kabasas sea más seguro, después de todo. Los asesinos seguramente me considerarán como vuestro cómplice. —Se volvió, evaluó la mole de la montaña, lanzó un lúgubre suspiro—. Pero es una locura total, por supuesto.

—Creo que es inútil decir que no estamos aquí por capricho nuestro —replicó Reith—. Bien, será mejor que nos pongamos en marcha.

Iniciaron la ascensión junto a los restos de la mina abandonada, observando por unos instantes el túnel, del que fluía un barrillo amarronado. Una serie de huellas de pisadas se introducían en el túnel. Eran de tamaño casi humano, con la forma de una jofaina o una calabaza, con tres indentaciones a unos cinco centímetros de la parte frontal que daban la impresión de dedos. Reith contempló las huellas y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Escuchó, pero del túnel no surgía ningún sonido.

—¿Qué tipo de huellas son ésas? —preguntó a Traz.

—Posiblemente las de un Phung descalzo... uno pequeño. Más probablemente un Pnume. Las huellas son frescas. Estaba observando nuestro avance.

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