El ciclo de Tschai (51 page)

Read El ciclo de Tschai Online

Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
13.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

El vehículo aéreo permanecía inmóvil: un aparato completamente distinto de todos los que Reith había visto hasta entonces, el producto de una firme y sofisticada tecnología. Cinco Dirdir bajaron al suelo: criaturas impresionantes, duras, mercuriales, decididas. Tenían aproximadamente la altura humana, y se movían con una siniestra rapidez, como reptiles en un día caluroso. Sus superficies dérmicas sugerían huesos pulimentados; sus cráneos se alzaban en una cresta afilada como un cuchillo, con antenas incandescentes agitándose hacia atrás a cada lado. Los contornos de sus rostros eran extrañamente humanos, con profundas órbitas y la prolongación descendente de sus crestas evocando un puente nasal. Avanzaban medio saltando, medio corriendo, como leopardos caminando sobre dos patas; no era difícil ver en ellos las criaturas salvajes que habían merodeado por las cálidas llanuras de Sibol.

Tres personas se acercaron a los Dirdir: el falso Lokhar, la muchacha Dugbo, y un hombre con unas indescriptibles ropas grises. Los Dirdir hablaron con los tres durante varios minutos, luego sacaron unos instrumentos que apuntaron en distintas direcciones. Anacho susurró:

—Están localizando sus detectores. ¡Y el viejo Lokhar sigue aún en la cervecería, enfrascado en su jarra!

—No importa —dijo Reith—. Tanto da en la cervecería que en cualquier otro lugar.

Los Dirdir se acercaron al lugar, avanzando con su curioso paso saltarín. Tras ellos iban los tres espías.

El viejo Lokhar eligió aquel momento para salir de la cervecería. Los Dirdir lo observaron desconcertados y se le acercaron a grandes saltos. El Lokhar retrocedió alarmado.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Dirdir? ¡No interfiráis conmigo!

Los Dirdir hablaron con voces sibilantes que sugerían una ausencia de laringes.

—¿Conoces a un hombre llamado Adam Reith?

—¡Por supuesto que no! ¡Apartaos! Zarfo avanzó hacia ellos.

—¿Adam Reith habéis dicho? ¿Qué pasa con él?

—¿Dónde está?

—¿Por qué lo preguntáis?

El falso Lokhar avanzó y murmuró algo a los Dirdir. Uno de los Dirdir dijo:

—¿Conoces bien a Adam Reith?

—No muy bien. Si tenéis dinero para él, dádmelo; él lo querría así.

—¿Dónde está?

Zarfo alzó la vista hacia el cielo.

—¿Visteis esa plataforma que partió cuando vosotros llegabais?

—Sí.

—Puede que él y sus amigos estuvieran a bordo.

—¿Quién nos garantiza que eso sea cierto?

—No yo —dijo Zarfo—. Yo solamente apunto la posibilidad.

—Yo tampoco —dijo el viejo Lokhar que llevaba el detector.

—¿En qué dirección partieron?

—¡Bof! Vosotros sois los grandes rastreadores —se burló Zarfo—. ¿Por qué nos preguntáis a nosotros, pobres inocentes?

Los Dirdir retrocedieron a grandes saltos cruzando el recinto. El vehículo aéreo se alzó en el aire a gran velocidad.

Zarfo se enfrentó a los tres agentes Dirdir, con su gran rostro crispado en una sonrisa malévola.

—Así que estáis en Smargash violando nuestras leyes. ¿Acaso no sabéis que estamos
en
el Balul Zac Ag?

—No hemos cometido violencia —afirmó el falso Lokhar—. Simplemente hemos hecho nuestro trabajo.

—¡Un trabajo sucio que conduce a la violencia! ¡Seréis azotados! ¿Dónde están los alguaciles? ¡Lleváoslos a los tres!

Los tres agentes fueron arrastrados sin contemplaciones, entre protestas y gritos y afirmaciones de inocencia. Zarfo regresó al anexo.

—Será mejor que os vayáis inmediatamente. Los Dirdir no tardarán mucho en volver. —Señaló al otro lado del recinto—. El transporte público hacia el este va a partir de un momento a otro.

—¿Dónde nos llevará?

—Hasta el límite de las tierras altas. ¡Más allá están las gargantas! Un territorio siniestro. Pero si os quedáis aquí seréis atrapados por los Dirdir. Con o sin Balul Zac Ag.

Reith miró a su alrededor, a las polvorientas estructuras de piedra y madera de Smargash, a los Lokhar blancos y negros, a la vieja y destartalada posada. Alí había gozado del único período de paz y seguridad que había conocido en Tschai; ahora los acontecimientos lo empujaban de nuevo a lo desconocido. Dijo con voz hueca:

—Necesitamos quince minutos para recoger nuestras cosas.

—Esta situación no encaja con mis esperanzas —dijo Anacho con voz desanimada—. Pero aceptaré las cosas como vienen. Tschai es un mundo de angustia.

2

Zarfo entró en la posada con blancas ropas Seraf y cascos crestados.

—Llevad eso; es probable que así podáis ganar una hora adicional o dos. Apresuraos... el transporte está a punto de partir.

—Un momento. —Reith estudió el recinto—. Puede que haya otros espías observando todos nuestros movimientos.

—Bien, entonces por la parte de atrás. Después de todo, no podemos anticipar todas las contingencias.

Reith no hizo más comentarios; Zarfo empezaba a mostrarse irritable y ansioso por verlos fuera de Smargash, no importaba en qué dirección.

Silenciosos, cada uno sumido en sus propios pensamientos, se dirigieron a la terminal del transporte público. Zarfo les dijo:

—No habléis con nadie; fingid meditar: así es como se comportan los Seraf. A la puesta del sol mirad hacia el este y gritad en voz alta: «¡Ah-oo-cha!» Nadie sabe lo que significa, pero eso es lo que hacen los Seraf. Si os preguntan, decid que habéis venido a comprar esencias. ¡Bien, subid! Tal vez consigáis eludir a los Dirdir y tener éxito en vuestras futuras empresas. ¡Y si no, recordad que la muerte viene sólo una vez!

—Gracias por el consuelo —dijo Reith.

El transporte público inició su marcha sobre sus ocho altas ruedas: alejándose de Smargash, cruzando la llanura hacia el oeste. Reith, Anacho y Traz se sentaron solos en el cubículo de pasajeros de cola.

Anacho se mostró pesimista respecto a sus posibilidades.

—Los Dirdir no se sentirán confundidos demasiado tiempo. Las dificultades los hacen más agudos. ¿Sabéis que los Dirdir jóvenes son como los animales? Deben ser domados, luego entrenados y educados. El espíritu Dirdir sigue siendo el de las fieras; para ellos cazar es una inclinación natural.

—La autoconservación también es una inclinación natural en mí —afirmó Reith.

El sol se hundió tras la cordillera; un crepúsculo gris amarronado se extendió sobre todo el paisaje. El transporte se detuvo en un pequeño y deprimente pueblo; los pasajeros estiraron las piernas, bebieron agua calcárea de una fuente, regatearon la compra de unos bollos a una vieja y arrugada mujer que les pidió precios inaceptables y se echó a reír estentóreamente ante sus contrapropuestas.

El transporte público siguió su marcha, dejando a la vieja mujer murmurando junto a su bandeja de bollos.

El crepúsculo pasó del siena a la oscuridad. Del otro lado de la inhóspita llanura les llegó un aullido casi sobrenatural: la llamada de las jaurías nocturnas. Por el este surgió la luna rosa Az, seguida al cabo de poco por la azul Braz. Frente a ellos se alzaba una prominencia rocosa: un antiguo cono volcánico, o al menos eso suspuso Reith. En su cima brillaban tres débiles luces amarillas. Mirando a través de su sondascopio,
[7]
Reith vio las ruinas de un castillo... Se amodorró durante una hora, y despertó para descubrir que estaban avanzando por arena blanda junto a un río. En la orilla opuesta los psillas se alzaban como oscuras siluetas contra el cielo iluminado por las lunas. Pasaron junto a una casa solariega de múltiples cúpulas, aparentemente deshabitada y en proceso de descomposición.

Media hora más tarde, a medianoche, el transporte penetró estruendosamente en el recinto de una población de respetable tamaño para pasar allí la noche. Los pasajeros se dispusieron a dormir, en sus bancos o encima del techo del vehículo.

Finalmente se alzó Carina 4269: un frío disco ámbar que sólo gradualmente consiguió despejar las brumas matutinas. Aparecieron vendedores con bandejas de carnes adobadas, pastas, tiras de corteza hervida, hierba del peregrino tostada, entre lo cual los pasajeros pudieron elegir su desayuno.

El transporte prosiguió su camino hacia el este, hacia las Montañas del Borde, que ahora se alzaban altas contra el horizonte. Reith barría ocasionalmente el cielo con su sondascopio, pero no descubrió ninguna señal de persecución.

—Todavía es demasiado pronto —dijo Anacho alegremente—. Pero no te preocupes: vendrán.

Al mediodía el transporte llegó a Siadz, el punto final del viaje: una docena de casas de piedra rodeando una cisterna.

Con gran disgusto de Reith, no podía conseguirse ningún medio de transporte, ni carruaje a motor ni caballo saltador, para cruzar el borde.

—¿Acaso sabes lo que hay más allá? —le preguntó el viejo del poblado. Y añadió, sin esperar respuesta—: Las gargantas.

—¿No hay ningún sendero, ninguna ruta comercial?

—¿Quién se metería en las gargantas, para comerciar o para cualquier otra cosa? ¿Qué clase de gente sois vosotros?

—Seraf —dijo Anacho—. Exploramos en busca de raíces de asofa.

—Ah, los Seraf y sus perfumes. He oído historias. Bueno, olvidad vuestros inmortales trucos con nosotros; somos gente sencilla. En cualquier caso, no hay asofa en las gargantas; solamente criptoespinos, espumos y sacia-vientres.

—De todos modos, iremos a explorar.

—Id si queréis. Se dice que hay un antiguo sendero en algún lugar al note, pero no sé de nadie que lo haya visto.

—¿Qué gente vive en las gargantas? ¿Es amistosa?

—¿Gente? Bromeas. Unas cuantas pisantillas, cors rojos bajo cada roca, pájaros agoreros. Si sois extremadamente desgraciados podéis encontraros con un fere.

—Parece una región más bien siniestra.

—Aja. Mil quinientos kilómetros de cataclismo. De todos modos, ¿quién sabe? Donde los cobardes nunca se aventuran, los héroes hallan su gloria. Lo mismo puede ocurrir con vuestro perfume. Seguid hacia el norte y buscad el antiguo sendero a la costa. No será más que un indicador, una vieja señal desmoronada. Cuando llegue la oscuridad, poneos a cubierto: ¡las jaurías nocturnas merodean el lugar!

—Nos has disuadido —dijo Reith—. Regresaremos al este con el transporte público.

—¡Prudente, prudente! ¿Por qué, después de todo, malgastar vuestras vidas, seáis Seraf o no?

Reith y sus compañeros subieron al transporte público y se dejaron llevar durante un par de kilómetros hacia el este, luego saltaron discretamente del vehículo en marcha. El transporte siguió hacia el este y desapareció poco después entre la bruma ambarina.

A su alrededor todo era silencio. Sus pies hollaban un accidentado terreno gris, salpicado aquí y allá por plantas espinosas color salmón y a mayores intervalos por matojos de hierba del peregrio, que Reith contempló con una hosca satisfacción.

—Mientras encontremos hierba del peregrino, no nos moriremos de hambre.

Traz lanzó un gruñido de duda.

—Será mejor que alcancemos las montañas antes del anochecer. En terreno plano las jaurías nocturnas tienen ventaja sobre tres hombres.

—Conozco otra razón aún mejor para apresurarnos

—dijo Anacho—. Los Dirdir no se dejarán engañar mucho más tiempo.

Reith registró el vacío cielo, el desolado paisaje.

—Es posible que se desanimen.

—¡Nunca! Cuando se sienten frustrados se excitan aún más, se vuelven celosamente furiosos.

—No estamos lejos de las montañas. Podemos ocultarnos a la sombra de los peñascos, en uno de los barrancos.

Una hora de viaje los llevó bajo la desmoronante empalizada de basalto. Traz se detuvo bruscamente, olisqueó el aire. Reith no pudo captar nada, pero desde hacía tiempo había aprendido a confiar en las percepciones de Traz.

—Excrementos de Phung
[8]
—dijo Traz—. De hace un par de días.

Reith comprobó nerviosamente las disponibilidades de su pistola. Le quedaban ocho balas explosivas. Cuando se acabaran, la pistola se convertiría en algo inútil. Era posible, pensó Reith, que su suerte estuviera agotándose.

—¿Es posible que esté por aquí? —preguntó a Traz. Traz se alzó de hombros.

—Los Phung son criaturas locas. Por todo lo que sé, hay uno detrás de ese peñasco.

Reith y Anacho miraron inquietos a su alrededor. Finalmente, Anacho dijo:

—Nuestra primera preocupación deben ser los Dirdir. Se ha iniciado el período crítico. Deben habernos rastreado a bordo del transporte público; pueden seguirnos fácilmente hasta Siadz. De todos modos, no carecemos de ventajas, especialmente si no disponen de instrumentos detectores de caza.

—¿Qué instrumentos son ésos? —preguntó Reith.

—Detectores del olor humano o de las radiaciones caloríficas. Algunos detectan las huellas de pisadas por el calor residual, otros observan las exhalaciones de anhídrido carbónico y localizan a un hombre hasta una distancia de ocho kilómetros.

—¿Y cuando atrapan a su presa?

—Los Dirdir son conservadores —dijo Anacho—. No reconocen el cambio. No necesitan cazar, pero se sienten impulsados por fuerzas interiores. Se consideran a sí mismos animales de presa, y no se imponen ninguna restricción.

—En otras palabras, nos devorarán —dijo Traz. Reith guardó hoscamente silencio. Finalmente dijo:

—Bien, no debemos ser capturados.

—Como dijo Zarfo el Lokhar, «La muerte sólo llega una vez.»

Traz señaló hacia delante.

—Observad esa hendidura en la formación rocosa. Si alguna vez existió un sendero, tiene que estar ahí.

Los tres se apresuraron a través de desolados montículos de compactada tierra gris, rodeando malezas de espinos y montones de rocas desmoronadas, sudando y espiando constantemente el cielo. Al fin alcanzaron las sombras del paso, pero no pudieron hallar el menor signo del sendero. Si alguna vez existió, la erosión y los detritus lo habían borrado hacía mucho de la vista.

De pronto, Anacho dejó escapar una sorda exclamación de desánimo.

—El vehículo aéreo. Ahí viene. Estamos siendo cazados.

Reith retuvo a duras penas una urgente ansia de echar a correr. Alzó la vista, examinando la hendidura. Un pequeño riachuelo rumoreaba en el centro, terminando en un pequeño estanque de quietas aguas. A la derecha se alzaba una empinada ladera; a la izquierda, un enorme saliente rocoso sumía en sombras una extensa zona, en cuyo fondo había otras sombras aún más profundas: la boca de una cueva.

Other books

You Bet Your Banshee by Danica Avet
Pope Joan by Donna Woolfolk Cross
Deadside in Bug City by Randy Chandler
A Christmas Hope by Joseph Pittman
DEAD GONE by Luca Veste
Bad Glass by Richard E. Gropp
Waiting Out Winter by Kelli Owen
The Only One by Samanthya Wyatt