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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (22 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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El este empezó a palidecer con las primeras luces del alba; la ciudad cobró vida. El relevo llegó al portal. Reith observó cómo el grupo entrante y el saliente intercambiaban información.

Una hora más tarde empezaron a llegar los carros de Pera. El primero, arrastrado por un par de grandes animales de tiro, llevaba barrilitos de condimentos y carne en adobo, y olía con tanta intensidad que Reith se sintió avergonzado de su propio olor. En el asiento del conductor iban dos personas: Emmink, más taciturno que nunca, y Traz.

—¡Cuarenta-y-tres! —gritó Emmink. Y Traz—: ¡Ciento-y-uno! —Los guardias se acercaron, contaron los barriles, inspeccionaron el carro, luego ordenaron a Emmink que siguiera adelante.

Cuando el carro pasó por su lado, Reith emergió de su escondite y echó a andar a su lado.

—Traz —llamó.

Traz bajó la vista y lanzó una ahogada exclamación de alegría.

—Sabía que estarías vivo.

—Apenas. ¿Tengo el aspecto de un Hombre-Chasch?

—No demasiado. Mantén la capa sobre tu barbilla y nariz. Cuando regresemos del mercado, métete debajo del animal de la derecha, junto a la pata delantera derecha.

Reith se desvió y se ocultó bajo una protección que lo escudaba de miradas indiscretas, y observó como el carro proseguía su marcha hacia el mercado.

Regresó una hora más tarde, avanzando lentamente. Emmink lo conducía por el lado de la derecha del camino. Pasó junto a Reith; este emergió de su escondite. El carro se detuvo; Traz bajó para comprobar que los barriles ahora vacíos estuvieran bien atados, bloqueando así la vista desde atrás.

Reith corrió hacia delante, se agachó bajo la bestia de tiro. Entre la primera y la segunda pata derechas colgaba un gran pliegue de piel del animal. Entre la barriga y esa piel habían sido atadas cinco tiras de cuero formando una especie de angosta hamaca, en la que se metió Reith. El carro siguió su marcha; Reith no podía ver nada excepto el vientre gris del animal, el danzante repliegue y las primeras dos patas.

El carro se detuvo en la puerta. Oyó voces, vio las puntiagudas sandalias rojas de los guardias de seguridad. Tras una angustiosa pausa, el carro siguió su marcha en dirección a las colinas que rodeaban la ciudad.

Reith pudo ver las piedras del camino, alguna que otra ocasional mancha de vegetación, las poderosas patas del animal, su colgante pliegue de piel que oscilaba de un lado para otro a cada paso, golpeándole el costado.

Finalmente, el carro se detuvo. Traz miró por debajo del animal.

—Puedes salir... no hay nadie mirando.

Con un alivio casi loco, Reith se extrajo de debajo de la bestia. Se arrancó el falso cráneo, lo arrojó a un canal, se quitó la capa, la hedionda chaqueta, la camisa, y subió a la parte de atrás del carro, donde se derrumbó contra un barril.

Traz volvió a ocupar su sitio al lado de Emmink, y el carro se puso de nuevo en marcha. Traz volvió preocupado la vista.

—¿Estás enfermo? ¿O herido?

—No. Cansado. Pero vivo... gracias a ti. Y a Emmink también, por lo que parece.

Traz lanzó a Emmink una ceñuda mirada.

—No ha sido de demasiada ayuda. He necesitado amenazarle, producirle algún que otro arañazo.

—Entiendo —dijo Reith. Clavó una mirada crítica en los hundidos hombros del carrero—. Yo mismo tengo una o dos cosas que discutir con él.

Los hombros se estremecieron. Emmink se volvió en redondo en su asiento, con su delgado rostro hendido por una sonrisa que mostró todos sus amarillentos dientes.

—Recuerda, señor, que te ayudé y te instruí, antes incluso de conocer el alto rango al que habías sido promovido.

—¿Alto rango? —murmuró Reith—. ¿Qué alto rango?

—El consejo de Pera te ha nombrado jefe ejecutivo de la ciudad —dijo Traz. Y añadió con tono dubitativo—: Sí, supongo que debe ser un alto rango de algún tipo.

11

Reith no sentía la menor inclinación hacia gobernar Pera. Aquella ocupación agotaría sus energías, destruiría su paciencia, restringiría sus planes y no le proporcionaría ninguna ventaja personal. Además, intentaría gobernar en términos de la filosofía social de la Tierra. Consideró la población de Pera: un grupo heterogéneo. Fugitivos, criminales, bandidos, fenómenos, híbridos, indescriptibles. ¿Qué sabrían aquellos pobres desechos de equidad, procedimientos jurídicos, dignidad humana e ideal de progreso?

Como mínimo, un desafío.

¿Y qué pasaría con la nave espacial, con sus esperanzas de regresar a la Tierra? Sus aventuras en Dadiche solamente habían verificado la localización de la lanzadera. Indudablemente los Chasch Azules se mostrarían divertidos e interesados si les exigía la devolución de su propiedad. ¿Qué podía proponerles a cambio? No podía prometerles la asistencia militar de la Tierra en su lucha contra los Dirdir o los Wankh, que eran a todas luces los adversarios actuales de los Chasch Azules. ¿Podía obligarles de alguna manera? No tenía nada que pudiera utilizar como palanca, ninguna fuerza que pudiera aplicar.

Otro asunto: los Chasch Azules no sabían de su existencia. Indudablemente se harían preguntas acerca de su identidad, de su lugar de origen. Tschai era enorme, con regiones remotas donde los hombres podían haber producido casi cualquier cosa. Era posible que los Chasch Azules estuvieran en aquellos mismos momentos consultando ansiosamente sus mapas.

Mientras Reith reflexionaba en todo aquello, el carro ascendía las colinas, cruzaba el puerto de Belbal, iniciaba el descenso a la estepa. La luz del sol calentaba la piel de Reith; el viento de la estepa alejaba el hedor. Empezó a amodorrarse, y finalmente se quedó dormido.

Despertó para descubrir que el carro avanzaba rebotando por el antiguo pavimento de las calles de Pera. Penetraron en la plaza central en la base de la ciudadela. Cuando pasaron junto al patíbulo Reith vio ocho nuevos cuerpos colgando: Gnashters, con sus uniformes hechos jirones convirtiéndolos en una patética imitación de sí mismos. Traz explicó lo que había ocurrido con su voz más indiferente:

—Finalmente decidieron bajar de la ciudadela, y eso hicieron, agitando las manos y riendo, como si todo el asunto hubiera sido una farsa. ¡Lo indignados que se mostraron cuando la milicia los agarró y los colgó! ¡Estaban muertos antes de que dejaran de quejarse!

—Así que ahora el palacio está vacío —dijo Reith, mirando a la gran masa de piedra.

—Supongo que eligirás vivir allí.

La voz de Traz contenía una débil nota de desaprobación. Reith sonrió. La influencia del Onmale persistía, y ocasionalmente se manifestaba de forma espontánea.

—No —dijo Reith—. Naga Goho vivió allí. Si me trasladara al palacio, la gente pensaría que éramos una nueva estirpe de Gohos.

—Es un magnífico palacio —dijo Traz, ahora dubitativo—. Contiene muchos objetos interesantes... —Lanzó una interrogadora mirada a Reith—. Al parecer, has decidido gobernar Pera.

—Sí —dijo Reith—. Al parecer, lo he hecho.

En la Posada de la Estepa Muerta, Reith se frotó vigorosamente con aceite, arena suave y cenizas tamizadas. Se enjuagó con agua limpia y repitió el proceso, pensando que el jabón iba a ser una de las primeras innovaciones que iba a traer a la gente de Pera, y a Tschai en general. ¿Era posible que una sustancia tan relativamente sencilla como el jabón fuera desconocida en Tschai? Le preguntaría a Derl, Ylin-Ylan, cual fuera su nombre, si el jabón era conocido en Cath.

Bien frotado, afeitado, con ropas limpias y unas nuevas sandalias de piel suave, Reith comió gachas y estofado en el salón principal. Era evidente un cambio en la atmósfera. El personal de la posada lo trataba con un respeto exagerado; los demás ocupantes de la estancia hablaban en voz baja, mirándole de soslayo.

Reith observó a un grupo de hombres fuera, murmurando entre sí y mirando de tanto en tanto al interior de la posada. Cuando terminó de comer, entraron y se situaron en hilera ante él.

Reith los examinó, reconociendo a algunos que habían estado presentes en la ejecución de Naga Goho. Uno de ellos era delgado y amarillo, con ardientes ojos negros: un hombre de las marismas, supuso Reith. Otro parecía ser una mezcla de Hombre-Chasch y Gris. Otro era típicamente Gris, de mediana altura, calvo, con una piel que parecía cartón piedra, un colgajo carnoso por nariz y relucientes y protuberantes ojos. El cuarto era un anciano de una de las tribus nómadas, apuesto a su desmañada y curtida manera; el quinto era bajo y con forma de barril, con unos brazos que colgaban hasta casi sus rodillas, una derivación imposible de calcular. El viejo de las estepas había sido designado portavoz. Habló con voz ronca.

—Somos el Comité de los Cinco, formado de acuerdo con tus recomendaciones. Hemos sostenido una larga discusión. Puesto que tú nos has sido de gran ayuda en la destrucción de Naga Goho y los Gnashters, deseamos nombrarte jefe de Pera.

—Sometido a nuestro control y consejo —añadió el Hombre-Chasch-Gris.

Reith aún no había llegado a una decisión definitiva e irrevocable. Inclinándose hacia atrás en su silla, observó al comité, y se dijo que raras veces había visto a un grupo tan heterogéneo, si es que lo había visto alguna vez.

—No es tan sencillo como eso —dijo finalmente—. Puede que no estéis dispuestos a cooperar conmigo. No voy a aceptar el trabajo a menos que me garanticéis esa cooperación.

—¿Cooperación para qué? —preguntó el Gris.

—Para cambiar cosas. Efectuar una serie de cambios importantes, extremos.

Los miembros del comité lo examinaron cautelosamente.

—Somos gente conservadora —murmuró el Hombre-Chasch-Gris—. La vida es dura; no podemos permitirnos el correr el riesgo de experimentar.

El viejo nómada sorprendió a todos con una seca y crujiente carcajada.

—¡Experimentos! ¡Deberíamos darles la bienvenida! ¡Cualquier cambio solamente podrá ser a mejor! ¡Oigamos lo que propone este hombre!

—Muy bien —aceptó el Hombre-Chasch-Gris—. No nos hará ningún daño escuchar; no nos hemos comprometido a nada.

—Soy de la opinión de este hombre —dijo Reith, señalando al viejo nómada—. Pera es un montón de ruinas. La gente aquí apenas es algo más que fugitivos. No tienen orgullo ni autorrespeto; viven en madrigueras, son sucios e ignorantes, van vestidos con harapos. Y lo que es peor, nada de eso parece importarles.

El comité parpadeó, sorprendido. El viejo nómada lanzó una nueva carcajada seca; el Hombre-Chasch-Gris frunció el ceño. Los otros parecían dubitativos. Se retiraron unos pasos y murmuraron entre ellos, luego se volvieron nuevamente a Reith.

—¿Puedes explicarnos con detalle lo que te propones hacer?

Reith agitó la cabeza.

—Aún no he pensado en el asunto. Para ser sinceros, soy un hombre civilizado; fui educado y entrenado en circunstancias civilizadas. Sé lo que los hombres pueden conseguir. Es una gran prueba... mayor quizá de lo que vosotros podéis llegar a imaginar. La gente de Pera son hombres; insisto en que vivan como hombres.

—Sí, sí —exclamó el hombre de las marismas—. ¿Pero cómo? ¿De qué forma?

—Bueno, en primer lugar, querré una milicia, disciplinada y bien entrenada, para mantener el orden y para proteger la ciudad y las caravanas de los Chasch Verdes. También organizaré escuelas y un hospital; luego una fundición, almacenes, un mercado. Mientras tanto animaré a la gente a que construya casas y limpie los alrededores.

Los hombres del comité se agitaron inquietos, mirándose de reojo los unos a los otros y luego a Reith. El viejo nómada gruñó:

—Somos hombres, por supuesto; ¿quién lo ha negado? Y puesto que somos hombres, debemos vivir en consonancia. No deseamos ser Dirdir. Basta con que sobrevivamos.

—Los Chasch Azules no nos permitirán nunca tales pretensiones —dijo el Gris—. Nos toleran en Pera únicamente porque nos mantenemos en nuestro lugar.

—Pero también porque les proporcionamos algunas de las cosas que desean —afirmó el hombre bajo—. Compran baratos nuestros productos.

—Nunca es sabio irritar a aquellos que se hallan en el poder —argumentó el Gris. Reith alzó una mano.

—Habéis oído mi programa. Si no pensáis cooperar de buen grado... seleccionad a otro jefe.

El viejo nómada clavó una interrogadora mirada en Reith, luego se llevó a los demás aparte. Hubo una acalorada discusión. Finalmente, regresaron.

—Aceptamos tus condiciones. Serás nuestro jefe. Reith, que había esperado que el comité decidiera lo contrario, lanzó un pequeño suspiro.

—Muy bien, que así sea. Os advierto, voy a exigiros mucho. Trabajaréis más duro de lo que jamáis hayáis trabajado en vuestras vidas... en vuestro propio beneficio. O al menos eso espero.

Estuvo hablando durante una hora con el comité, explicándoles lo que esperaba conseguir, y consiguió despertar su interés, incluso un cauteloso entusiasmo.

A última hora de la tarde, Reith, con Anacho y tres de los miembros del comité, fueron a explorar el hasta entonces palacio de Naga Goho.

Ascendieron por el serpenteante sendero, con la lúgubre masa de manpostería irguiéndose sobre ellos. Cruzaron el húmedo patio y penetraron en el salón principal. Naga Goho era un apasionado de las posesiones: los pesados bancos y la mesa, las alfombras, los tapices, las lámparas de trípode, las bandejas y urnas, todo estaba cubierto ya por una fina capa de polvo.

Junto al salón había dormitorios que olían a sábanas sucias y a ungüentos aromáticos. El cadáver de la concubina de Naga Goho yacía allá donde Reith lo había encontrado la otra vez. El grupo se alejó rápidamente.

Al otro lado del salón había salas de almacenamiento llenas con grandes cantidades de botín: balas de telas, rollos de pieles, trozos de maderas raras, herramientas, armas, artículos diversos, lingotes de metales raros, frascos de esencias, libros escritos con puntos marrones y grises sobre papel negro, que Anacho identificó como manuales Wankh. Una alcoba contenía un arcón medio lleno de sequins. Dos cofres más pequeños estaban llenos de joyas, adornos, abalorios, bisutería: el botín de una urraca. Los hombres del comité seleccionaron armas de acero con empuñaduras y guardas de filigrana para ellos; Traz y Anacho hicieron lo mismo. Traz, tras una incierta mirada a Reith, eligió también una fina capa ocre bordada en oro, botas de suave piel negra, un casco de fino acero delicadamente trabajado que cubría hasta la nuca.

Reith localizó varias docenas de pistolas de energía con las células de carga agotadas. Esas células, según Anacho, podían ser recargadas con las células de energía que llevaban los carros: un hecho que evidentemente Naga Goho desconocía.

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