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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (18 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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La ladera de la colina se convertía bruscamente en un precipicio; Reith se apretó contra la pared, aferrándose a las protuberancias y huecos entre los bloques. Llegó a una abertura: una ventana cruzada por barras de hierro. Miró cautelosamente dentro, sin ver otra cosa más que oscuridad. Más adelante había otra ventana más grande, pero el camino hasta allí era peligroso, sobre un precipicio de más de veinte metros. Reith dudó, luego siguió avanzando, moviéndose con una dolorosa lentitud, colgado de los irregulares bordes y huecos con las puntas de sus dedos. Era casi invisible a la declinante luz del atardecer, apenas una mancha en el muro. Abajo se extendía la vieja Pera, con sus amarillentas luces empezando a parpadear entre las ruinas. Reith alcanzó la ventana, que estaba protegida por un enrejado de juncos trenzados. Miró a su través: era un dormitorio. En una cama había la silueta de alguien durmiendo... una mujer. ¿Durmiendo? Escrutó en la penumbra. Las manos estaban alzadas como en súplica, las piernas muy abiertas, el cuerpo completamente inmóvil. La mujer estaba muerta.

Reith arrancó la reja, penetró en la estancia. La mujer había sido golpeada en la cabeza y luego estrangulada; su boca estaba abierta, su lengua asomaba grotescamente hinchada. Viva debía haber sido agraciada, o al menos eso conjeturó Reith. Muerta, era una deprimente visión.

Llegó hasta la puerta en tres largas zancadas, miró a un jardín interior. De un porche al otro lado llegaba un murmullo de voces.

Reith se deslizó por el patio interior, miró desde el porche a una especie de comedor adornado con tapices amarillos, rojos y negros. El suelo estaba cubierto por alfombras; el mobiliario consistía en pesadas sillas, una mesa de madera ennegrecida por la edad. Bajo un gran candelabro que arrojaba una luz amarillenta estaba sentado Naga Goho, cenando, con una espléndida capa de piel echada hacia atrás sobre sus hombros. Al otro lado de la habitación estaba sentada la Flor de Cath, con la cabeza baja, el pelo caído sobre su rostro. Tenía las manos unidas sobre su regazo; Reith vio que sus muñecas estaban atadas con tiras de cuero. Naga Goho comía con una exagerada delicadeza, llevándose los trozos a su boca con un estudiado gesto de sus dedos índice y pulgar. Hablaba mientras comía, y al tiempo que hablaba esgrimía un látigo corto en un gesto de siniestra diversión.

La Flor permanecía sentada inmóvil, sin alzar en ningún momento los ojos de su regazo. Reith observó y escuchó por unos instantes, una parte de él tan inexorablemente obcecada como un tiburón, otra asqueada y horrorizada, otra más sardónicamente divertida ante la grotesca sorpresa que le aguardaba a Naga Goho.

Se deslizó silenciosamente dentro de la habitación. Ylin-Ylan alzó la vista, el rostro completamente inexpresivo. Reith le hizo una seña para que guardara silencio, pero Naga Goho captó algo en los ojos de la muchacha y se volvió en su silla. Saltó en pie, la capa de piel resbaló de sus hombros y cayó al suelo.

—¡Hey! —exclamó, sorprendido—. ¡Una rata en el palacio! —Corrió en busca de su espada, que colgaba en su funda del respaldo de la silla; Reith llegó primero y, sin dignarse a extraer su propia hoja, golpeó a Naga Goho con su puño y lo envió, brazos y piernas abiertos, sobre la mesa. Naga Goho, un hombre fuerte y rápido, dio un brusco giro y estuvo de nuevo en pie. Reith saltó tras él. Y entonces se dio cuenta de que Naga Goho era tan experto en la lucha cuerpo a cuerpo al estilo de Tschai como Reith lo era en las intrincadas técnicas de la Tierra. Para confundir a Naga Goho, Reith empezó a lanzarle ganchos de izquierda al rostro. Cuando Naga Goho intentó sujetar el brazo izquierdo de Reith, para intentar derribarle o rompérselo, éste dio un paso adelante y golpeó a su contrincante en el cuello y rostro. Naga Goho, desesperado, intentó una terrible patada, pero Reith estaba preparado; agarrando su pie, tiró hacia arriba, lo retorció y lo empujó con la intención de romperle el tobillo. Naga Goho cayó de espaldas. Reith lanzó una patada a su cabeza, y un instante más tarde Naga Godo yacía tendido con los brazos atados a la espalda y un trapo metido en la boca.

Reith liberó a Ylin-Ylan, que cerró los ojos. Estaba tan pálida, tan exhausta, que Reith pensó que iba a desvanecerse. Pero se mantuvo en pie, limitándose a reclinarse sollozando contra el pecho de Reith. Este la abrazó por unos instantes, acariciando su cabeza; luego dijo:

—Tenemos que salir de aquí. Hasta ahora hemos tenido buena suerte; puede que no dure. Hay una docena o más de sus hombres abajo.

Reith ató una cuerda en torno al cuello de Naga Goho y tiró secamente.

—En pie; rápido.

Naga Goho siguió tendido, mirándole furioso, produciendo irritados sonidos a través de su mordaza. Reith tomó el látigo y azotó la mejilla del hombre.

—En pie. —Tiró de la cuerda. El jefe prisionero se puso en pie.

Con Naga Goho cojeando dolorosamente, cruzaron un pasillo iluminado por una humeante antorcha, y penetraron en el patio donde los Gnashters permanecían sentados ante sus jarras de cerveza. Reith tendió la cuerda a la Flor.

—Sigue caminando. No te apresures. No prestes atención a los hombres. Conduce a Goho camino abajo.

Ylin-Ylan, tomando la cuerda, caminó cruzando el camino, tirando de Naga Goho. Los Gnashters se volvieron en sus bancos, contemplando incrédulos. Naga Goho produjo urgentes y roncos sonidos; los Gnashters se pusieron vacilantes en pie. Uno de ellos avanzó lentamente unos pasos. Reith surgió al patio esgrimiendo la catapulta.

—Atrás; a vuestros asientos.

Mientras dudaban, se deslizó cruzando el patio. Ylin-Ylan y Naga Goho estaban empezando a bajar la colina. Reith dijo a los Gnashters:

—Naga Goho está acabado. Vosotros también. Cuando bajéis la colina, será mejor que dejéis atrás vuestras armas. —Se hundió en la oscuridad—. No vengáis tras nosotros. —Aguardó. De arriba llegó un furioso balbuceo de conversaciones. Dos de los Gnashters avanzaron hacia la abertura. Reith apareció en ella, derribó al primero con la catapulta, retrocedió de nuevo a la oscuridad. Dentro del patio, mientras Reith colocaba una nueva flecha en la canal, se produjo un absoluto silencio. Reith miró. Todos permanecían en el extremo más alejado del patio, contemplando el cadáver de su compañero. Reith se volvió, echó a correr sendero abajo, donde la Flor se debatía por controlar a Naga Goho, que tiraba de la cuerda de su cuello, intentando atraerla para poder caer sobre ella, quizá conseguir que perdiera el sentido. Reith agarró la cuerda y arrastró a buen paso a Naga Goho, tambaleándose y cojeando, hacia el pie de la colina.

Az y Braz cabalgaban por el cielo oriental; los blancos bloques de la vieja Pera parecían resplandecer con una tenue luz interior.

En la plaza se había reunido toda una multitud, atraída por los rumores y las alocadas noticias, preparada para huir entre las ruinas en caso de que los Gnashters bajaran del palacio con intenciones agresivas. Al ver solamente a Reith, la muchacha y el cojeante Naga Goho, lanzaron exclamaciones de sorpresa y se acercaron paso a paso.

Reith se detuvo, contempló el círculo de rostros, pálidos a la luz de la luna. Dio un tirón a la cuerda, sonrió a la multitud.

—Bien, aquí tenéis a Naga Goho. Ya no es el jefe. Ha cometido un crimen de más. ¿Qué debemos hacer con él?

La multitud se agitó inquieta, con la vista clavada primero en el palacio, luego en Reith y Naga Goho, que permanecía de pie mirándoles con ojos llameantes, prometiendo una terrible venganza. Una voz de mujer, baja, ronca, temblorosa de rabia, dijo:

—Desollémoslo. Desollemos a la maldita bestia.

—Empalémoslo —murmuró un hombre viejo—. Él empaló a mi hijo: ¡dejemos que sienta el palo en su carne!

—¡Las llamas! —chilló otra voz—. ¡Asémoslo a fuego lento!

—Nadie pide clemencia —observó Reith. Se volvió a Naga Goho—. Tu tiempo ha llegado. —Le quitó la mordaza—. ¿Tienes algo que decir?

Naga Goho no consiguió encontrar palabras, limitándose a emitir extraños sonidos ahogados desde la parte de atrás de su boca.

—Concedámosle un fin rápido... aunque probablemente se merezca algo peor —dijo Reith a la multitud—. Tú... tú... tú. —Señaló—. Bajad al Gnaster. Esta cuerda servirá para Naga Goho.

Cinco minutos más tarde, con la oscura forma pateando aún a la luz de la luna, Reith se dirigió a la multitud:

—Soy un recién llegado a Pera. Pero me resulta claro, como debe resultaros claro a vosotros, que la ciudad necesita un gobierno responsable. ¡Contemplad cómo Naga Goho y un puñado de matones brutalizaron a toda la ciudad! ¡Sois hombres! ¿Por qué actuar como animales? Mañana debéis reuniros para seleccionar a cinco hombres experimentados para vuestro Consejo de Ancianos. Dejadles que elijan a un jefe para que gobierne durante, digamos, un año, sometido a la aprobación del consejo, el cual será quien juzgará a los criminales e impondrá las penas. Luego deberéis organizar una milicia, una tropa de guerreros armados para luchar contra los Chasch Verdes, quizá perseguirles y destruirles. ¡Somos hombres! ¡No lo olvidéis nunca! —Miró hacia la ciudadela—. Diez u once Gnashters siguen aún en el palacio. Mañana vuestro Consejo puede decidir qué hacer con ellos. Es posible que intenten escapar. Sugiero que sea apostada una guardia: veinte hombres a lo largo del sendero deberían ser suficientes. —Reith señaló a un hombre alto con una negra barba—. Tú pareces robusto. Ocúpate de ello. Quedas nombrado capitán. Elige dos docenas de hombres, o más, y monta la guardia. Ahora tengo que ir a ver a mi amigo. Reith y la Flor echaron a andar hacia la Posada de la Estepa Muerta. Mientras se alejaban oyeron al hombre de la barba negra decir:

—Muy bien; durante muchos meses hemos estado actuando como unos pusilánimes. Ahora vamos a hacerlo mejor. Veinte hombres con armas: ¿quién da un paso adelante? Naga Goho escapó simplemente ahorcado; démosles a los Gnashters algo mejor...

Ylin-Ylan tomó la mano de Reith y la besó.

—Gracias, Adam Reith.

Reith rodeó su cintura con un brazo; ella se detuvo, se reclinó contra él, y de nuevo empezó a sollozar, de simple cansancio y agotamiento nervioso. Reith besó su frente; luego, cuando ella alzó el rostro, su boca, pese a todas sus buenas intenciones.

Finalmente llegaron a la posada. Traz estaba dormido en una habitación. A su lado estaba sentado Anacho, el Hombre-Dirdir. Reith preguntó:

—¿Cómo se encuentra?

—Bastante bien —dijo Anacho con voz áspera—. He lavado su cabeza. Sólo es una herida, no hay fractura. Estará en pie mañana.

Reith regresó al salón principal. La Flor de Cath no se veía por ninguna parte. Reith comió pensativamente un bol de estofado y subió a la habitación en el segundo piso, donde la encontró aguardándole.

—Todavía tengo mi último nombre —dijo ella—, mi nombre más secreto, para decírselo solamente a mi amante. Si te acercas más...

Reith se inclinó ligeramente, y ella le susurró el nombre en su oído.

10

A la mañana siguiente Reith visitó el depósito de transporte en el extremo sur de la ciudad: un lugar de plataformas y cajas donde se amontonaban los productos de la región. Los carros iban de un lado para otro en las zonas de carga, los conductores maldecían y sudaban buscando las mejores posiciones, despreciando el polvo, los olores, las protestas de los animales, las quejas de los cazadores y los agricultores cuyas mercancías se veían constantemente amenazadas por los tambaleantes carros.

Algunos de los carros llevaban dos conductores, o un conductor y un ayudante; otros eran manejados por un solo hombre. Reith se acercó a uno de esos últimos.

—¿Vas hoy a Dadiche?

El carrero, un hombre bajo y delgado con unos ojos negros en un rostro que parecía todo él nariz y estrecha frente, agitó la cabeza, suspicaz.

—Aja.

—Cuando llegas a Dadiche, ¿cuál es el procedimiento?

—Para empezar, no voy a llegar nunca si pierdo el tiempo hablando.

—No te preocupes; te
pagaré
lo que valga tu charla. ¿Qué es lo que haces?

—Conduzco hasta el muelle de descarga; los descargadores vacían el carro; el encargado me entrega el recibo; paso la barrera y recibo los sequins o un vale, según cobre en dinero o en carga. Si he de recibir carga, tomo mi vale y lo llevó a la fábrica o al almacén correspondiente, cargo, y luego emprendo el camino de vuelta a Pera.

—Así pues... ¿no hay restricciones respecto a los lugares donde puedes ir dentro de Dadiche?

—Por supuesto que hay restricciones. No les gusta ver los carros a lo largo de la orilla del río, entre los jardines. No desean ver a la gente al sur de la ciudad, cerca de la pista de carreras, donde grupos de Dirdir tiran de sus carros, o al menos eso se dice.

—En todos los demás lugares, ¿no hay regulaciones? El conductor miró de reojo a Reith por encima del impresionante pico de su nariz.

—¿Por qué haces estas preguntas?

—Quiero ir contigo a Dadiche y volver.

—Imposible. No tienes licencia.

—Tú me proporcionarás esa licencia.

—Entiendo. Supongo que estarás dispuesto a pagar.

—Una suma razonable. ¿Cuánto vas a pedir?

—Diez sequins. Otros cinco sequins por la licencia.

—¡Demasiado! Diez sequins por todo, o doce si conduces hasta donde yo te diga.

—¡Bah! ¿Me tomas por un estúpido? ¡Igual me pides que te conduzca hasta la península de Fargon!

—No hay ningún peligro de ello. Muy poca distancia dentro de Dadiche, la suficiente para ir a echarle una ojeada a algo que me interesa.

—Hecho por quince sequins; ni un céntimo menos.

—Oh, muy bien —dijo Reith—. Pero me proporcionarás ropa de carrero.

—De acuerdo, y te daré también unas cuantas instrucciones: no lleves nada de metal que hayas llevado antes; retiene un aroma que los alarma. Tira todas tus ropas, frótate con barro y sécate con hojas de annel, y mastica annel para disimular tu aliento. Y tienes que hacer todo esto inmediatamente, porque cargo y parto dentro de media hora.

Reith hizo todo lo indicado, aunque su piel empezó a hormiguearle al pegajoso contacto de las viejas y bastas ropas del conductor y el sombrero de paja y fieltro. Emmink, como dijo llamarse el carrero, lo registró para asegurarse de que Reith no llevaba armas, las cuales estaban prohibidas dentro de la ciudad. Clavó con un imperdible una placa de cristal blanco en el hombro de Reith.

—Esto es la licencia. Cuando pases la puerta, di tu número, así: «¡Ochenta-y-seis!». Luego no digas nada más, y no bajes del carro. Si te huelen como un extraño no podré hacer nada por ayudarte, así que no me mires.

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