Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Es imposible funcionar sin el respaldo de una persona influyente —indicó Anacho—. Ésta debe ser nuestra principal preocupación.
—¿Un Dirdir? ¿O un Hombre-Dirdir?
—Sivishe es una ciudad de subhombres; los Dirdir y los Hombres-Dirdir están en Hei, en el continente. Ya lo verás.
Haulk se aferraba como un apéndice retorcido y distorsionado al distendido vientre de Kislovan, con el océano Schanizade al oeste y el golfo de Ajzan al este. En la embocadura del golfo se hallaba la isla Sivishe, con su sucio complejo industrial en la parte norte. Una carretera conducía al continente y a Hei, la ciudad Dirdir. En el centro de Hei y dominándolo todo a su alrededor había como una caja de cristal gris de ocho kilómetros de largo por cinco de ancho y trescientos metros de altura: una estructura tan grande que las perspectivas parecían distorsionadas. Un bosque de espiras rodeaba la caja, a un décimo de su altura: escarlatas y púrpuras, luego malvas, grises y blancas hacia la periferia.
Anacho señaló las torres.
—Cada una es la casa de un clan. Algún día os describiré la vida en Hei: los paseos, los secretos del sexo múltiple, las castas y clanes. Pero nuestro principal interés reside ahora en los talleres espaciales, más allá.
Reith vio un zona en el centro de la isla rodeada de tiendas, almacenes, depósitos y hangares. Seis grandes espacionaves y tres aparatos más pequeños ocupaban sendos diques a un lado. La voz de Anacho interrumpió sus especulaciones.
—Las espacionaves están bien protegidas. Los Dirdir son mucho más estrictos que los Wankh... por instinto más que por razón, puesto que nadie en la historia ha robado nunca una espacionave.
—Nadie en la historia ha acudido tampoco con doscientos mil sequins. Tanto dinero engrasará muchas palmas.
—¿Qué valor tienen los sequins en la Caja de Cristal? Reith no dijo más. Anacho hizo descender el aparato a una zona pavimentada junto a los talleres espaciales.
—Ahora —dijo Anacho con voz tranquila— sabremos cuál es nuestro destino.
Reith se sintió instantáneamente alarmado.
—¿Qué quieres decir con esto?
—Si hemos sido rastreados, si somos esperados, entonces nos cogerán; y pronto será el fin para todos nosotros. Pero el aparcamiento de naves parece como siempre; no espero un desastre. Ahora recordad: esto es Sivishe. Yo soy el Hombre-Dirdir, vosotros los subhombres; actuad en consecuencia.
Reith examinó dubitativo la zona. Como Anacho había afirmado, no parecía haber ninguna actividad desusada.
El aparato tomó tierra. El trío descendió. Anacho permaneció austeramente a un lado mientras Reith y Traz sacaban el equipaje.
Una carretilla a motor se acercó y fijó sujeciones al aparato. El operador, un híbrido de Hombre-Dirdir y otra raza desconocida, inspeccionó a Anacho con una curiosidad impersonal, ignorando a Reith y Traz.
—¿Qué hago con él?
—Sitúalo en depósito temporal durante la duración de la escala.
—¿Con cargo a quién?
—Asuntos particulares. Yo pagaré los gastos.
—Número sesenta y cuatro. —El empleado le entregó a Anacho un disco de latón—. Son veinte sequins,
—Veinte, y cinco para ti.
La carretilla a motor arrastró el aparato a una plaza numerada en el hangar. Anacho abrió la marcha hacia una cinta rodante, con Reith y Traz llevando los bultos tras él. Subieron a ella, y fueron trasladados a una amplia avenida por la que circulaba un considerable tráfico de carretillas a motor, coches de pasajeros, camionetas. Anacho hizo una pausa para reflexionar.
—He estado tanto tiempo fuera, he viajado hasta tan lejos, que Sivishe me parece un tanto extraña. En primer lugar, por supuesto, necesitamos alojamiento. Creo recordar que al otro lado de la avenida hay un albergue conveniente.
En el Albergue del Antiguo Reino, el trío fue conducido a lo largo de un pasillo embaldosado en blanco y negro hasta una suite que dominaba el patio central, donde una docena de mujeres permanecían sentadas en bancos, observando las ventanas a la espera de una señal.
Dos de ellas parecían ser Mujeres-Dirdir: delgadas criaturas de rostros angulosos, pálidas como la nieve, con un disperso vello gris en la base de sus cráneos. Anacho las examinó pensativo por unos instantes, luego se apartó de la ventana.
—Somos fugitivos, por supuesto —dijo—, y debemos ir con cuidado. Sin embargo, aquí en Sivishe, donde tanta gente va y viene, estamos tan seguros como podemos estarlo en cualquier otro lugar. Los Dirdir no se ocupan de Sivishe a menos que las circunstancias lo requieran, en cuyo caso el Administrador acude a la Caja de Cristal. De otro modo, el Administrador tiene mano libre: recoge los impuestos, dicta la política, juzga, castiga, se apropia de lo que le interesa, y en consecuencia es el hombre menos corruptible de Sivishe. Para encontrar una ayuda influyente deberemos buscar en otro lado; mañana haré indagaciones. Luego vamos a necesitar una estructura de dimensiones convenientes, cerca de los talleres espaciales, pero discreta. Otro asunto que necesitará cuidadosas indagaciones. Finalmente, y eso es lo más delicado, deberemos contratar personal técnico para que monte los componentes y efectúe las adaptaciones y pruebas necesarias. Si pagamos sueldos altos conseguiremos indudablemente a los hombres adecuados. Me presentaré como un Hombre-Dirdir Superior... de hecho, mi anterior status, y aludiré a represalias Dirdir contra los hombres con la lengua demasiado suelta. No hay ninguna razón por la cual el proyecto no deba funcionar fácilmente y sin problemas, excepto por la innata perversidad de las circunstancias.
—En otras palabras —dijo Reith—, las posibilidades están contra nosotros.
Anacho ignoró la observación.
—Una advertencia: la ciudad bulle con intrigas. La gente viene a Sivishe con un único propósito: conseguir ventajas. La ciudad es un torbellino de actividades ilícitas: robos, extorsiones, vicio, juego, glotonería, exhibiciones extravagantes, estafas. Todo eso es endémico, y la víctima tiene pocas posibilidades de recurrir. A los Dirdir no les importa nada de eso; las bufonadas y las maniobras de los subhombres no significan nada para ellos. El Administrador está interesado solamente en mantener el orden. Así que: ¡cuidado! Identificaos como hombres de las estepas que estáis buscando empleo; profesad estupidez. Con ello minimizaremos los riesgos.
Por la mañana, Anacho salió a efectuar sus indagaciones. Reith y Traz bajaron a la terraza del café y se sentaron a observar los transeúntes. Traz se sintió disgustado por todo lo que veía.
—Todas las ciudades son detestables —gruñó—. Y ésta es la peor: un lugar horrible. ¿Has notado el mal olor? Productos químicos, humo, enfermedades, piedras podridas. El olor ha infectado a la gente; observa sus rostros.
Reith no pudo negar que los habitantes de Sivishe constituían un conjunto poco estimulante. El color de su piel se alineaba desde el marrón lodoso hasta el blanco de los Hombres-Dirdir; sus fisonomías reflejaban miles de años de semideliberada mutación. Reith no había visto nunca una gente tan cerrada en sí misma. Vivir en contigüedad con una raza alienígena no había fomentado la solidaridad: en Sivishe cada hombre era un extraño. Como consecuencia positiva de ello, Reith y Traz pasaban desapercibidos: nadie miraba dos veces en su dirección.
Reith permanecía sentado meditabundo sobre su bol de vino blanco, relajado y casi en paz. Mientras pensaba en el viejo Tschai, se le ocurrió que la única fuerza homogeneizadora era el idioma, el mismo en todo el planeta. Tal vez debido a que la comunicación representaba a menudo la diferencia entre la vida y la muerte, a que aquellos que fracasaban en comunicarse morían, el idioma había retenido su universalidad. Un idioma que presumiblemente tenía sus raíces en la antigua Tierra. No se parecía a ningún lenguaje con el que estuviera familiarizado. Consideró algunas palabras clave.
Vam
era «madre»;
tatap
era «padre»;
issir
era «espada». Los números cardinales eran
aine, sei,
d
ros, enser, nif, hisz, yaga, managa, nuwai, tix.
No había ningún paralelismo significativo, pero de algún modo parecía haber un extraño eco de la Tierra...
En general, reflexionó Reith, la vida en Tschai alineaba una gama mucho más amplia que la vida en la Tierra. Las pasiones eran más intensas: el dolor más opresivo, la alegría más exaltada. Las personalidades eran más decisivas. Por contraste, la gente de la Tierra parecía pensativa, condicional, sedada. La risa en la Tierra era menos estrepitosa; sin embargo, había menos jadeos de horror.
Como hacía a menudo, Reith se preguntó:
Supongamos que regreso a la Tierra. ¿Entonces qué? ¿Podré ajustarme de nuevo a una existencia tan plácida y sobria? ¿O anhelaré todo el resto de mi vida las estepas y los mares de Tschai?
Lanzó una triste risita. Un problema al que le gustaría poder enfrentarse.
Anacho regresó. Tras una rápida mirada a derecha e izquierda, se acomodó en la mesa. Su actitud era peocupada.
—Fui muy optimista —murmuró—. Confié demasiado en mis recuerdos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Reith.
—Nada que constituya un peligro inmediato. Simplemente parece que subestimé nuestro impacto. Esta mañana he oído hablar dos veces de los locos que invadieron los Carabas y mataron a un montón de Dirdir como si fueran lipetos. Hei hierve de agitación y rabia, o al menos eso se dice. Hay varios
tsau'gsh
en marcha; a nadie va a gustarle ser los locos que hicieron eso una vez sean capturados.
Traz se sintió ultrajado.
—Los Dirdir van a los Carabas a matar hombres —gruñó—. ¿Por qué deberían quejarse si son ellos los que resultan muertos?
—¡Silencio! —exclamó Anacho—. ¡No tan fuerte! ¿Quieres llamar la atención? En Sivishe nadie expresa en voz alta esos pensamientos; ¡es poco prudente!
—¡Otra mancha negra sobre esta escuálida ciudad! —declaró Traz, pero con una voz mucho más contenida.
—Vamos —dijo Anacho nerviosamente—. No es tan descorazonador, después de todo. ¡Piensa en ello! Mientras los Dirdir rastrean el continente, nosotros tres descansamos en Sivishe, en el Albergue del Antiguo Reino.
—Una precaria satisfacción —dijo Reith—. ¿Qué otra cosa has sabido?
—El Administrador es Clodo Erlius. Acaba de asumir el cargo... lo cual no es necesariamente una ventaja para nosotros, puesto que un nuevo funcionario siempre es más propenso a mostrarse estricto. He hecho unas cuantas indagaciones veladas y, puesto que soy un Hombre-Dirdir Superior, no he encontrado una franqueza total. Sin embargo, hay un nombre que ha sido mencionado dos veces. Ese nombre es Aila Woudiver. Su ocupación ostensible es la provisión y transporte de materiales estructurales. Es un notable glotón y un voluptuoso, con gustos a la vez tan refinados, tan groseros y tan desordenados que le cuestan sumas enormes. Esta información me fue proporcionada de buen grado, con un tono de envidiosa admiración. Las capacidades ilícitas de Woudiver fueron simplemente supuestas.
—Ese Woudiver tiene el aspecto de ser un colega muy poco de fiar —dijo Reith. Anacho lanzó un resoplido.
—Me pides que encuentre a un hombre propenso al soborno, a la marrullería y al latrocinio, y cuando lo encuentro frunces la nariz.
Reith sonrió.
—¿No fueron mencionados otros nombres?
—Otra fuente explicó, de un modo cautelosamente jocoso, que cualquier actividad extraordinaria atraería seguramente la atención de Woudiver. Parece que es el hombre con quien debemos tratar. En un cierto sentido, su reputación es tranquilizadora; tiene que ser un hombre necesariamente competente.
Traz intervino en la conversación:
—¿Qué ocurrirá si ese Woudiver se niega a ayudarnos? ¿No nos hallaremos entonces a su merced? ¿No podrá extorsionarnos nuestros sequins?
Anacho frunció los labios y se alzó levemente de hombros.
—Ningún plan de este tipo es completamente a toda prueba. Desde mi punto de vista, Aila Woudiver parece una buena elección. Posee acceso a las fuentes de los materiales que necesitamos, controla los vehículos de transporte, y posiblemente pueda proporcionar un edificio adecuado donde montar la nave espacial.
—Deseamos a la persona más competente —dijo Reith con reluctancia—, y supongo que si la conseguimos no podemos fijarnos demasiado en sus atributos personales. Sin embargo, por otra parte... Oh, está bien. ¿Qué pretexto deberemos usar?
—La historia que contaste a los Lokhar, que necesitamos una nave espacial para tomar posesión de un tesoro, es tan buena como cualquier otra. Woudiver no creerá nada de lo que se le cuente; esperará ser engañado al respecto, de modo que cualquier historia es tan buena como cualquier otra.
—¡Atención! —murmuró de pronto Traz—. Se acercan unos Dirdir.
Eran tres, y avanzaban con su portentoso paso saltarín. De la parte de atrás de sus cabezas blancas como el hueso colgaban redecillas de fino hilo de plata; sus refulgencias caían a ambos lados de sus hombros. Faldones de suave piel pálida colgaban de sus brazos hasta casi el suelo. Otras tiras de piel colgaban también por delante y por detrás, indentadas con hileras verticales de símbolos circulares rojos y negros.
—Inspectores —murmuró Anacho sin apenas abrir los labios—. No vienen a Sivishe más que una vez al año... a menos que se produzcan quejas.
—¿Te reconocerán como un Hombre-Dirdir?
—Por supuesto. Espero que no me reconozcan como Ankhe at afram Anacho, el fugitivo.
Los Dirdir pasaron por su lado; Reith los miró con aire indiferente, aunque su piel se puso de gallina ante su proximidad. Ignoraron al trío y siguieron avenida adelante, con los pálidos faldones de piel agitándose a sus lados al ritmo de su paso.
El rostro de Anacho se relajó de su tensión. Reith dijo con voz apagada:
—Cuanto más pronto abandonemos Sivishe, mejor. Anacho tamborileó con sus dedos sobre la mesa, con un repique final.
—Muy bien. Telefonearé a Aila Woudiver y concertaré una cita exploratoria. —Entró en el albergue y volvió a salir al cabo de pocos instantes—. Dentro de un momento vendrá un coche a recogernos.
Reith no estaba preparado para una respusta tan rápida.
—¿Qué le dijiste? —preguntó, intranquilo.
—Que deseábamos consultarle respecto a un asunto de negocios.
—Hum. —Reith se reclinó en su silla—. Demasiada prisa es tan malo como demasiada poca. Anacho alzó irritadamente las manos.