El cazador de barcos (18 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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—Sí, funciona.

—¿Sabe usarlo?

—Es un arma sencilla.

—Y su blanco es enorme.

—¿Quién es usted?

—¿Lo sabe la mujer?

—No.

—¿Por qué la ha llevado consigo?

—Para conservar mis fuerzas.

—Bien.

—¿Quién es usted?

—Deseo ayudarle.

Hardin no le creyó, pero dijo:

—Si quiere ayudarme, puede largarse de mi barco y dejarme en paz.

—Su empresa es demasiado arriesgada sin mi ayuda.

—Eso es un problema mío.

—¿Cómo se propone localizar su objetivo?

—¿Qué objetivo?

El hombre esbozó una leve sonrisa.

—Creo que no acaba de entender usted la total indefensión de su situación, doctor Hardin. Esa lancha está armada. Ésos son mis hombres.

Hardin miró por la portilla. Casi no se distinguía la lancha, una esbelta silueta entre las aguas oscuras y el cielo negro, con el motor ronroneando perezosamente, palpitando apenas para seguir la marcha del velero que surcaba el Canal a toda vela.

—¿Por qué? —preguntó Hardin.

—Podemos ametrallarle. Podemos hundirle Podemos ahogarle. A usted y a su compañera. Nadie lo sabrá jamás… ¿Cómo se propone localizar su objetivo?

—Déjeme en paz.

—También podríamos entregarlo a las autoridades.

Hardin advirtió que su expresión le había traicionado.

El hombre sonrió.

—¡Oh, veo que eso sí se lo cree! Puede estar seguro de que lo demás también es verdad; pero con esta última amenaza bastará.

Ya no sonreía.

—¿Cómo se propone localizar su objetivo?

—Con el radar.

—¿Qué radio de acción?

—Cincuenta millas.

—¿Cincuenta millas? Parece demasiado optimista tratándose de un radar.

—Lo he construido yo mismo.

—Cincuenta millas. Tres horas de antelación si su objetivo se desplaza a una velocidad de dieciséis nudos. Eso suponiendo que logre acercarse a una distancia de cincuenta millas.

Sus ojos se empequeñecieron hasta casi cerrarse y se acarició la base de la barbilla con el pulgar.

—Eso no me satisface No puedo permitir unas condiciones inseguras.

—¿Usted no puede permitir? —explotó Hardin—. ¿Qué demonios está diciendo?

—Quiero que consiga lo que se propone.

—Entonces déjeme tranquilo.


Exijo
que lo consiga.

—Lo tendré presente.

El hombre sonrió.

—Hará usted algo más que tenerlo presente, amigo. Hará exactamente lo que yo le diga.

—No —replicó Hardi—. Para mí, las cosas funcionan de otro modo.

—Ya hemos comentado mis opciones.

—¿Qué quiere de mí?

—Quiero lo mismo que usted. Y puedo ayudarle. Puedo rastrear su presa. Puedo advertirle de cualquier variación en su fecha de salida, su ruta o su destino. Sabré dónde se encuentra en cada momento y le avisaré con un amplio margen de tiempo para que pueda atacarlo.

—¿Qué se propone en realidad?

—Lo que yo me proponga realmente carece de importancia, doctor Hardin. Le ofrezco el
Leviathan
en bandeja de plata.

El hombre se metió la pistola en el bolsillo y avanzó sobre el suelo convexo del camarote para acercarse a la radio albergada sobre la mesa de navegación.

—Acérquese, doctor Hardin.

Encendió la radio y manipuló el sintonizador.

Hardin se colocó a su lado. El hombre se sentó ante la mesa de teca, cogió un lápiz y una hoja de papel y escribió GMHN.

—Es una buena radio —comentó—. Le daré una siglas de identificación falsas. GMHN.
Golf-Mike-Hotel-November
. Ya me ocuparé de documentarlas. Si las invierte obtendrá mi señal de identificación. ¿Cuándo se propone realizar el ataque?

—Dentro de tres o cuatro semanas.

—Le llamaré la semana próxima y la siguiente. Y después, todas las noches. A las ocho, hora del meridiano de Greenwich. Las veinte horas, pues. Estableceremos un código, porque hablaremos a través de un canal abierto vía Estación Transoceánica de Portishead.

—¿Qué hará si no respondo a su llamada?

—En cuanto yo esté fuera de este barco, doctor Hardin, es evidente que no podré obligarle a hacer nada. Pero me resulta difícil creer que pueda ignorar usted una información sobre la posición exacta del
Leviathan
. ¿Me equivoco?

—No se equivoca —reconoció Hardin.

Y después, aunque sabía que no obtendría respuesta, declaró:

—Pero quiero saber su nombre y para quién trabaja.

Un penetrante ruido sincopado interrumpió el zumbido estático del canal de radio abierto.

—¡Maldición! —masculló el hombre y apartó la radio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Hardin.

—El
Carpintero Ruso
. Está probando un nuevo radar que alcanzará más allá del horizonte para localizar los misiles intercontinentales norteamericanos y tienen hechas un lío todas las conexiones de onda corta de Inglaterra. Si se interfiere en nuestras comunicaciones, volveré a intentarlo pasados cinco minutos. Nunca dura demasiado.

—¿Quién es usted? —repitió Hardin.

—En vez de inventar una mentira, prefiero decirle que mi nombre es Miles y que actúo en relación con un estado democrático que busca una nueva arma.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso? —preguntó Hardin.

—Usted es el prototipo.

—¿El prototipo de qué?

—Del arma.

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO X

El viento pulsó los cables que se entretejían formando una tela de araña entre la imponente masa del buque y el estrecho y alargado malecón de la refinería. Era un viento suave, una amable brisa de un atardecer de junio, y los cables eran gruesos; pero el casco del
Leviathan
, un muro de treinta metros de altura y de más de quinientos metros de largo —unas dos hectáreas de superficie expuestas al viento— recogía el aire como una gigantesca vela.

La tensión que soportaban los cables era enorme. Dobles cabos en la proa y la popa, cabos de refuerzo, cabos de tracción y cabos de la parte media del barco, doce en total, se repartían la carga. Raspaban las cornamusas del buque y tiraban incansablemente de los grilletes encargados de amortiguar las sacudidas. Recubiertos de una espesa capa de grasa en la parte que rozaba el metal, los cables enlazaban muy tensos los norays del muelle con las bitas de maniobra y con las cornamusas, dividiendo la vasta cubierta con una especie de sucesión de bajas cercas, una serie de obstáculos demasiado bajos para deslizarse por debajo de ellas y demasiado altos para pasar por encima sin esfuerzo.

El viento soplaba del sudoeste y, puesto que el
Leviathan
estaba amarrado con la proa orientada hacia el norte, hacia el fondo del puerto de Southampton, en dirección a la ciudad donde confluían los ríos Test e Itchen, la mayor tensión se ejercía sobre los cables de popa, sobre los que se movía un grupo de mozos de cuerda pakistaníes que acarreaban cajas llenas de carne y verduras frescas. La velocidad del viento aumentó de tres a cinco nudos durante varios segundos. En el puente de mando, la pantalla del radar Doppler indicó que la popa del buque se había apartado diez centímetros más del muelle.

Un buque en lastre resultaba indecente en cierto modo, se dijo el práctico del puerto de Southampton. El
Leviathan
, vacío, asomaba un buen trozo por encima del agua. Los quince metros superiores del casco estaban pintados de un nítido negro mate, pero más abajo se extendían otros quince metros de superficie pintada de rojo, la parte que permanecía oculta bajo la superficie cuando el buque iba cargado. Esta parte estaba surcada de cicatrices en los puntos donde los rascadores mecánicos habían arrancado las algas y los moluscos, pero lo más feo era la enorme protuberancia bulbosa que sobresalía de la proa, una gruesa y desagradable excrecencia normalmente cubierta por el mar. El práctico pensó que era como desvelar un secreto de la naturaleza, ofreciendo un espectáculo tan imposible como contemplar la cara inferior de un iceberg.

Uno de sus colegas había pilotado el monstruo la noche anterior y no había ocultado su indignación. Era de una insoportable arrogancia hacer navegar un buque de aquel tamaño, y más aún introducirlo en el puerto de Southampton. El
Leviathan
se alzaba junto a la refinería, que parecía minúscula a su lado, exigiendo la atención de todos, obligando a despegar los ojos de los serpenteantes kilómetros de plateado oleoducto, de los achatados depósitos de almacenamiento y de las altas y puntiagudas chimeneas catalíticas de expulsión de los desechos del petróleo, que cubrían las suaves colinas como algas y moluscos arrastrados por la marea.

Ya era bastante reprobable que hicieran navegar su pesada mole en alta mar, sometida a los caprichos de su inercia; pero meterlo en un puerto era una locura, que ridiculizaba el mismo sentido de refugio que tiene la palabra, pues ningún lugar donde atracaba el monstruo podría considerarse seguro en ningún momento hasta que aquél no se hubiera marchado. La fuerza de los vientos, las mareas y las corrientes dependían de la resistencia con que topaban. Cedían ante las líneas esbeltas, pero jamás ante una gran masa.

El buque estaba dotado de todo el material de navegación electrónico más moderno, en algunos casos especialmente diseñado para él, y el capitán podía conocer su posición con un margen de error de treinta centímetros y su velocidad con un margen de pocos centímetros por segundo. El práctico pensaba usar los instrumentos, pero no basaría sus decisiones en ellos. Era un experto marino —había pasado veinte años en alta mar antes de retirarse para ayudar a entrar a los buques en aquel puerto que consideraba como suyo— y sabía que, con el colosal impulso que generaba el
Leviathan
, los instrumentos sólo podían indicarle lo que ya estaba ocurriendo. La noche pasada hubo una calma chicha y sin embargo se habían necesitado seis de los remolcadores más potentes de Southampton para retenerlo.

Y en aquel momento hacía viento. El práctico lo había estado observando todo el día, temiendo alguna mala jugada de la noche. Durante la tarde había empezado a agitarse por el oeste, haciendo ondular la hierba sobre los campos donde pastaban sus caballos, a varios kilómetros del mar. El parte meteorológico indicaba que seguiría soplando de poniente y que posiblemente arreciaría después de anochecer. Si llegaba a alcanzar al
Leviathan
, si el buque le cerraba el paso, el gran barco ya no se detendría a menos que quedara varado en un escollo.

Durante todo el día le había estado rondando en la cabeza una aterradora imagen del gigante escapando a todo control, estrellándose contra otro buque, con su fina envoltura rasgada, dejando escapar el petróleo y los gases residuales de sus tanques, tan inflamables como una bomba térmica, aniquilando el puerto. Mientras el director de la terminal marítima de la refinería le conducía en su coche hasta el buque siguiendo la estrecha carretera del muelle, volvió a repetirse a sí mismo una promesa que se había hecho antes. Si el viento alcanzaba una velocidad de más de diez nudos, se negaría a sacar el buque de puerto.

—El poniente sopla con ganas —dijo el director de la terminal, como si pudiera leer sus pensamientos.

—Sí —respondió el segundo piloto, un hombre más joven que ocupaba el asiento trasero del veloz Mini. Su misión era servir de reserva para el caso de que el primer práctico quedara incapacitado en mitad de su tarea.

El práctico reflexionó sobre el azar que había determinado su elección. La refinería había escogido a seis hombres para pilotar los petroleros entre los cincuenta con que contaba el Servicio de Prácticos de Southampton y la isla de Wight. La refinería quería a los mejores —sus instalaciones eran tan costosas como delicadas y un accidente podría dejarlas inutilizadas durante meses—, y él era uno de los seis mejores. Pero ¿por qué le había tocado en suerte pilotar el
Leviathan
? el hombre que había entrado el buque en el puerto la noche anterior no quería volverlo a pilotar. Y el práctico sabía que los demás deseaban que no les tocara a ellos. Él sentía una cierta curiosidad y otro tanto le ocurría a su amigo del asiento trasero. Y les había tocado a ellos. Era como si él buque los hubiera escogido. Pero, aquella noche, se dijo que ojalá no hubiera sido así.

—Está amainando —declaró el director de la terminal. Igual que los prácticos, también había sido oficial de marina, capitán de un buque, y su comentario sobre el tiempo no era mera cortesía.

—Creo que tienes razón —dijo el práctico.

—Ojalá sea cierto —respondió el director de la terminal.

Parecía tan intranquilo como el práctico. Aquel condenado buque no debería haber entrado en el puerto y los tres hombres lo sabían.

Con los depósitos llenos sólo hasta una décima parte de su capacidad, aunque todavía contenían cien mil toneladas de crudo de Abu Dhabi, el
Leviathan
tenía un calado justo lo bastante poco profundo para permitirle entrar en el puerto de Southampton durante las tres horas de pleamar, que creaba el flujo de la segunda marea en, torno al extremo este de la isla de Wight. En circunstancias normales, el buque gigante no habría descargado nunca en la refinería de Southampton, pero ya había dejado medio millón de toneladas en Bantry Bay, Irlanda, y otras cuatrocientas mil en Le Havre, y sus fletadores habían ofrecido el resto del cargamento por una miseria, con tal de no perder el tiempo esperando que las instalaciones francesa e irlandesa, que habían dejado repletas, pudieran aceptar más crudo.

La central de Londres había pasado por encima de las objeciones del director de la terminal, quien había negado el permiso de acceso al buque por razones de seguridad. El director pulsó el claxon; un equipo de filmación se dispersó para abrirles paso. El práctico sonrió al observar la expresión ceñuda del otro. Las grandes empresas, según había observado, eran capaces de actuar con tanta estupidez y falta de lógica como una persona. Pese a sus diagramas de fabricación, memorándums, lenguaje cifrado, dedicación al beneficio y pretendida precisión, con frecuencia actuaban como lo hacían simplemente porque les daba la gana. Y ésa era la verdadera razón de que el
Leviathan
§e encontrara allí. Para que alguien pudiera sacar unas fotos y decir: «Mirad lo que hicimos».

El coche avanzó veloz junto al buque y se detuvo ante la pasarela plateada que se destacaba sobre el casco a unos trescientos metros de la proa. El director de la terminal lanzó una mirada preocupada a las mangas encargadas de transferir el petróleo de las cisternas, seis codos de tubos rígidos y flexibles que parecían las patas de una mantis religiosa gigante.

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