El cazador de barcos (22 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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—¿Cómo dice, capitán?

—Es demasiado tarde para detenernos.

—Faltan cuatro millas, capitán.

—En condiciones óptimas, podría parar el buque invirtiendo la marcha de las dos hélices e intentando zigzaguear de un lado a otro. Pero con una caldera estropeada, las hélices fuera del agua, el viento en popa y sin espacio para maniobrar, no disfruto precisamente de unas condiciones óptimas. No está en mis manos frenar la inercia del
Leviathan
, y aunque pudiera hacerlo, no tendría tiempo de echar las anclas antes de que el viento me arrastrara a los bajíos.

—¿Intenta decirme que todo depende de que consiga restablecer la presión, capitán?

—Le estoy diciendo que los maquinistas del
Leviathan
tendrán resuelta la situación en el plazo de una hora y que entre tanto tendrá usted algunas dificultades para maniobrar el buque.

—¿Y qué sugiere usted que hagamos si no lo consiguen?

—Le sugiero que vuelva al lado de mi timonel. Él necesita sus instrucciones más que yo.

El práctico dio media vuelta y se dirigió al interior del puente tan deprisa como le permitieron sus piernas, rogando al cielo que la confianza de Ogilvy estuviera justificada, y satisfecho de que el capitán estuviera dispuesto a no entrometerse. Al parecer reconocía sus limitaciones. El capitán de un petrolero pasaba la mayor parte del tiempo en alta mar y sólo tenía que abrirse paso en un intenso tráfico marítimo durante dos días al mes. No estaba preparado para una ajustada navegación en aguas desconocidas. Para eso estaban los prácticos.

Una repentina ráfaga de viento atravesó el puente de mando. El viento había empezado a soplar sobre la banda de estribor, ahora que el buque estaba virando hacia el sudeste. El timonel se había levantado de su banqueta y accionaba ansiosamente el yugo de su timón.

—Está abatiendo a través del canal, señor. No puedo detenerlo.

—¿Hay algún remolcador cerca de aquí? —preguntó el práctico.

—El más próximo está a diez millas de nosotros —respondió su segundo.

Demasiado lejos. Nadie podía ayudarle. Y a tres millas de distancia, visible a simple vista y reluciente en el radar, se alzaba la centelleante luz roja y el grupo de destellos blancos que señalizaban la curva de entrada en el canal de Nab. Tres millas. Cuarenta y cinco minutos. Una milla más allá se alzaban tres luces intermitentes amarillas, bastante espaciadas, que señalizaban el canal en sí, pasada la curva que el
Leviathan
no podía tomara una velocidad de cuatro nudos.

Fueron dando guiñadas a un lado y a otro en la oscuridad, mientras el timonel intentaba denodadamente controlar el buque, que avanzaba calmoso. El práctico le prestó toda la ayuda que pudo, hablando directamente con él en vez de hacerlo a través del tercer oficial.

—Puede cruzar otra vez el canal, timonel. Aquí dispone de un poco de espacio… Bien… Bien… Fije el rumbo en uno dos cero ahora… Bien… Bien… ¡Firme! ¡Manténgalo así!

El
Leviathan
se aproximó a una centelleante luz blanca que indicaba la presencia de un pecio, uno de los muchos buques hundidos que flanqueaban el canal. El práctico determinó su posición con respecto a esa luz. Cuando llegó el momento de virar, permaneció de pie junto al timonel, de manera que el hombre pudiera sentir su presencia en la oscuridad mientras examinaban el compás.

—Ponga rumbo uno uno cero.

—Rumbo uno uno cero.

Al principio el compás fue girando lentamente en dirección al rumbo: 119, 118, 117. Se paró en 117. El giroscopio volvió a la posición cero.

—Continúe —dijo el práctico.

—Sí, señor.

El timonel hizo girar todavía más el yugo del timón, pero el compás siguió marcando 117.

—No responde, señor.

—Todo a babor.

—Todo a babor.

El timonel hizo girar el yugo todo lo qué pudo. Sus manos resultaban absurdamente desmesuradas sobre el diminuto instrumento suspendido del techo; tenían el aspecto deforme de las manos de una mujer de limpieza. El
Leviathan
seguía avanzando lentamente, en dirección a la orilla sur del canal.

El práctico paseó ansiosamente la mirada desde la rosa de los vientos, clavada en su sitio, hasta la negrura que se extendía ante ellos. La corredera continuaba marcando cuatro. Sintió que le crecía una indignación inusitada en su garganta. ¿Qué estaban haciendo en la sala de máquinas? ¿Por qué no se movía Ogilvy del ala del puente de mando?

Abrió la boca para ordenar que pararan en seco. Tal vez no sería posible detener a tiempo al
Leviathan
aunque invirtieran completamente la marcha de las dos hélices, pero al menos podrían amortiguar el impacto. En los bajíos había rocas, además de barro y arena, y el casco quedaría destrozado. El petrolero derramaría toneladas de petróleo en las aguas del canal de Solent. Podía explotar, o navegar al garete y bloquear el acceso al puerto durante varias semanas.

Entonces la rosa de los vientos se movió temblorosa debajo de la aguja y el buque continuó virando: 116, 115, 114. La distante proa se movía como una sombra gigante frente a las luces que brillaban ante ellos, más rápidamente ahora, incluso después de que el timonel empezara a hacer girar la rueda del timón en sentido contrario para frenar la virada. El practico vigilaba el compás: 112, 111.

—Firme —le advirtió el timonel.

110,109.

—Firme. Nos hemos pasado.

—A la orden, señor.

Pero el compás seguía girando: 108, 107.

—Rectifique rumbo —dijo el práctico, cada vez más preocupado—. Fíjelo en uno uno cero.

¿Conseguirían pararlo?

—Ya está, señor.

El compás volvió a marcar 110.

—Uno uno cero, señor.

—Manténgalo así.

Se acercó más al timonel.

—Nuestro próximo rumbo será uno cinco cuatro. ¿Podrá conseguirlo? —le preguntó, consciente de que el tercer oficial les escuchaba ansioso.

El timonel echó una ojeada a la corredera, que continuaba oscilando cerca del cuarto.

—No sé, señor.

—¿Quiere que inviertan la marcha de la hélice de estribor?

—Podría ayudarnos. Y también el propulsor de proa, señor.

El práctico salió al ala del puente en busca de Ogilvy. A menos que el capitán le relevara de su puesto, era el responsable absoluto del buque durante la travesía de las aguas de Southampton y la isla de Wight, pero quería que Ogilvy le prestara su ayuda para determinar cómo reaccionaría el enorme buque.

El viento hacía temblar los pocos cabellos blancos que asomaban por debajo de la gorra del capitán.

—¿Qué sucede, práctico? —preguntó Ogilvy, sin apartar los ojos del agua que se extendía frente a ellos.

—Tenemos que hacer una virada de cuarenta y cinco grados para entrar en el canal de Nab. Sugiero que invirtamos la marcha de la hélice de estribor.

—¿Al fin se ha decidido? —preguntó suavemente Ogilvy.

Después dio media vuelta y se dirigió al timón. El tercer oficial corrió a su encuentro.

—¿Qué velocidad tenemos ahora? —le preguntó Ogilvy al práctico.

—Cuatro nudos.

—Cuatro nudos y medio —le rectificó el tercer oficia—. Acaba de aumentar.

—¡Decídase, práctico! ¿Cuatro nudos o cuatro nudos y medio?

Ogilvy se situó junto a una ventana inmediatamente a la derecha de aquella por la cual miraba el timonel. El práctico dio un paso atrás y consultó la corredera suspendida. Después se acercó a Ogilvy.

—Cuatro nudos y medio, capitán.

Ogilvy juntó las manos en la espalda y se quedó con la mirada fija en el cristal.

El práctico se apartó de él y volvió a consultar la corredera. La aguja vacilaba entre los cuatro nudos y medio y los cinco. El giroscopio indicaba que el buque se mantenía firme en su rumbo.

El práctico salió al ala de babor. El silbido de las grandes chimeneas parecía burlarse de él. Estuvo observando durante varios minutos los rápidos destellos intermitentes de las luces amarillas. Cuando el buque hubo pasado entre las boyas que señalaban la entrada del canal, regresó junto al timón.

La corredera seguía marcando sólo cinco nudos. El segundo práctico levantó los ojos del radar.

—Cinco cables.

Media milla marina hasta la curva.

—Estamos llegando al canal de Nab, capitán.

—Continúe.

El segundo práctico salió al ala del puente. Instantes después regresaba corriendo.

—Primer indicador a proa por estribor.

—Diez grados a la derecha virada estándar —dijo el práctico.

—Diez grados a la derecha virada estándar.

El tercer oficial repitió su orden.

—Diez grados a la derecha virada estándar —repitió el timonel.

—¿Señor? —preguntó el práctico, acercándose a Ogilvy que seguía pegado al cristal—. ¿Deberíamos invertir la marcha del motor de babor?

—No será necesario —dijo Ogilvy, observando las intermitentes luces amarillas—. El
Leviathan
virará sin dificultad a una velocidad de seis nudos.

El práctico dio un paso atrás y levantó la vista hacia la corredera. La aguja se situó temblando en los seis nudos. El capitán no podía haberlo visto. Lo había intuido. La leyenda era cierta. Cedric Ogilvy se merecía el
Leviathan
.

—¿Desea alguna otra cosa, práctico?

—No, capitán. Gracias.

—¡Número tres! Ocúpese de que el práctico pueda abandonar el buque sin problemas.

Ogilvy salió al ala de babor sin dirigir ni una mirada ni una palabra a ninguna de las personas que permanecían en el puente de mando. La última visión que tuvo el práctico de su persona fue el resplandor blanco de su gorra y sus cabellos, dibujándose fantasmagóricamente en el extremo del ala del puente de mando.

Herido en su orgullo, el práctico se fue al ala de estribor, determinó una posición, para ocuparse en algo, y regresó al puente, donde dio instrucciones al timonel sobre el rumbo del canal y luego orientó la proa del
Leviathan
hacia el faro de Nab.

Un destello amarillo relució en el cuarto de derrota cuando la figura de James Bruce surgió de entre las sombras para desaparecer tras la cortina negra. El práctico comprendió entonces que Bruce había estado todo el rato en el puente, vigilando. Segundos después también se marchó calladamente el primer oficial. Era casi medianoche y el puente estaba desierto a excepción de los prácticos, el tercer oficial y el timonel. Transcurrieron diez minutos. El segundo oficial entró procedente del cuarto de derrota e intercambió unas palabras con el tercero, preparándose para iniciar su cuarto de guardia.

—¿Dónde está el viejo? —le oyó preguntar quedamente al práctico.

—En el ala de babor.

—Maldita sea, ¿hasta cuándo va a quedarse ahí?

La tensión empezaba a abandonar el puente de mando y el joven tercer oficial declaró con una sonrisa:

—Hasta Cherburgo, por lo menos.

—Dios nos ampare.

—Avisen a mi barco —ordenó el práctico—. Que se abarloe a estribor.

Le indicó la última posición al timonel. La silueta de la proa dio un giro en dirección a la cegadora luz blanca de la boya que indicaba la salida a mar abierta, la ocultó unos instantes y después la dejó atrás, parpadeando, en la banda de babor. Las luces verdes de la lancha de los prácticos se balanceaban a lo lejos, entre las sombras, aproximándose en un ángulo muy abierto.

—Bajaremos por la banda de estribor, número tres.

El práctico sonrió en la oscuridad. También él empezaba a hablar de aquella forma y eso que nunca había estado en la marina de guerra.

—Sí, señor.

El tercer oficial habló por un teléfono, después accionó algunos interruptores en el panel de luces de cubierta. Una luz blanca dibujó las formas de la mitad del barco, donde antes sólo había oscuridad, marcando un paso entre el puente y una escalera situada a medio camino de la proa.

—Ya puedes ir —le dijo el práctico a su segundo.

Minutos más tarde, el hombre apareció en la cubierta principal; una diminuta figurilla de aspecto insignificante, que fue recorriendo los pasadizos grises y se reunió con un grupo de marineros que aguardaban junto a la escalera. El práctico salió al ala de estribor para observar la maniobra. Las luces de la lancha de los prácticos se fundieron con la línea negra del
Leviathan
.

Varios focos atravesaron la oscuridad, iluminando el agua bajo la escalera. Un mar duramente agitado apareció entonces. La lancha, una estrecha embarcación de diez metros de eslora, cortó la espuma y se abarloó al gran buque, avanzando paralelamente a él. El viento hizo llegar el sonido de sus dos motores diesel hasta el ala del puente de mando. Los motores aceleraron y después aminoraron la marcha cuando el capitán de la lancha dio orden de acercarse más. Por fin quedaron reducidos a un sordo murmullo cuando la lancha estableció contacto con el casco del petrolero: quedó perpendicular a las planchas rojo mate del fondo del casco, con la proa casi apoyada contra el
Leviathan
. Un hombre salió a cubierta y levantó la vista hacia arriba. El segundo práctico le saludó desde la borda y empezó a bajar por la escalera. El práctico regresó al interior del puente.

—Gracias —dijo el tercer oficial.

—Buen viaje —le respondió el práctico.

Después se despidió con la cabeza del timonel, otra vez el hombre más joven, que le respondió con una sonrisa de alivio. Luego atravesó el cuarto de derrota, pasó junto a los tecleantes bancos de las computadoras, junto al segundo oficial, que estaba examinando su primera carta del canal de la Mancha mientras el agregado guardaba la carta del canal de Solent, y se dirigió al ascensor. Bajó hasta la cubierta principal, donde un marinero le esperaba para acompañarle.

En la cubierta hacía menos viento y el aire era más cálido. De pronto unas luces iluminaron el extremo anterior del buque. Escuchó un silbido sobre su cabeza, divisó unas luces en el cielo, y segundos más tarde el Bell Ranger aterrizaba, desprendiéndose de las tinieblas. Varios marineros se agacharon para introducirse bajo las palas, que aún giraban velozmente, y aseguraron los patines del helicóptero al soporte.

El práctico recordó al hombre herido y las órdenes de Ogilvy de que el helicóptero no debía aterrizar sin su permiso. Él ya no estaba en el puente cuando había llegado la llamada del aparato y tampoco había escuchado la respuesta de Ogilvy. Aquello le recordó que su misión había terminado y que el buque ya no lo necesitaba, aunque todavía se había entretenido un momento para desembarcarle. Luego, por fin, se quedaría realmente solo, un lugar en el mar, libre de todo control.

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