El cazador de barcos (20 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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—Trasladadlo en ese maldito helicóptero —tronó—. Número dos, diríjase allí abajo y ocúpese de que así se haga.

El segundo oficial parecía bastante joven, casi un niño, y estaba mirando alucinado la figura que se retorcía a sus pies sobre la cubierta.

—¡Ahora, señor! —le espetó Ogilvy—. Rápido.

El práctico sentía el estómago atenazado por el dolor. Había pasado veinte años en el mar y jamás había conseguido habituarse a su repentina violencia. Su mirada se fijó en las colinas, y de pronto recordó sus ponis, animalillos salvajes que él mismo había capturado en el bosque de New Forest y a los que había enseñado a vivir felices en sus prados.

Ogilvy dirigía las operaciones de traslado del hombre herido desde su lugar de mando en el puente, transmitiendo órdenes a través de la radio, mientras los hombres le transportaban hasta el helicóptero. Un hombre con la cara curiosamente roja corrió tras ellos y subió al aparato. Las aspas de la hélice empezaron a girar. Tras un rápido calentamiento, el helicóptero se elevó sobre la cubierta con un penetrante rugido y avanzó aguas arriba del canal, en dirección a Southampton.

Un hombre corpulento, vestido con un arrugado anorak, salió presuroso al ala del puente. Contempló el Ranger que se esfumaba en la oscuridad y luego dirigió la mirada hacia la iluminada cubierta, donde la marinería había empezado a recoger las manzanas que habían rodado por los suelos y estaba limpiando la sangre con las mangueras.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó al canoso Ogilvy, que parecía tener diez años más que él.

Con gran sorpresa del práctico del puerto, el capitán le respondió educadamente.

—Se ha partido un cable de popa, y ha cercenado las piernas de uno de mis mozos de cocina.

El hombre hizo un gesto de asentimiento y se quedó contemplando un momento la actividad que se desarrollaba abajo. Luego se volvió hacia el práctico.

—James Bruce —dijo tendiéndole la mano—. Capitán de plantilla de la compañía.

—Encargado de supervisarme —puntualizó Ogilvy con una débil sonrisa.

—A la caza de posibles problemas —le replicó Bruce con otra sonrisa.

Luego le explicó al práctico:

—Constantemente estamos inspeccionando nuestros buques.

—Alguien debería haber inspeccionado ese cable de amarre —le espetó Ogilvy, con la primera señal de emoción que manifestaba desde que se había producido el accidente—. No puedo examinar todos los rincones del buque mi primer día a bordo.

—Tienes toda la razón, Cedric —dijo Bruce—. Comprobaré las hojas de mantenimiento de tu predecesor antes de desembarcar.

Ogilvy se ruborizó intensamente.

—¿Qué sentido tiene que un capitán se tome un descanso si su buque está hecho un desastre a su retorno?

—Cedric —dijo implorante Bruce—, hasta tú necesitas descansar.

—¡Para lo que me ha servido! No volveré a tener todo esto en orden hasta llegar a Ciudad del Cabo.

—No volverá a suceder —declaró Bruce.

Después dirigió la mirada aguas arriba del canal, donde las luces del helicóptero se habían fundido en las de la ciudad.

—Necesitarás ese helicóptero.

—¡Ya nos alcanzará! —replicó tajante Ogilv—. ¡Número tres! Comuníquenle a ese hombre que no se acerque hasta que hayamos pasado el Faro de Nab. Y que no intente aterrizar sin mi autorización bajo ningún pretexto. ¡Práctico! Los remolcadores están preparados. Prepárese para desatracar.

Cuatro remolcadores empujaron el
Leviathan
contra el malecón. Otro esperaba con un cabo amarrado a la proa y el sexto estaba preparado con un cabo unido a la popa del petrolero. Sus poderosos motores despedían un chorro de humos diesel a gran altura. El agua se arremolinaba blanca y espumosa bajo sus bajas popas. Lentamente se aflojó la tensión en los cables de las amarras.

Cuando los doce cables estuvieron igualmente flojos, Ogilvy dijo algo a través de su micrófono de solapa. El práctico levantó sus prismáticos. Allí abajo, sobre la cubierta principal, junto a la popa, el primer oficial de Ogilvy daba órdenes a la marinería de cubierta del
Leviathan
y a los estibadores del muelle. Su segundo oficial hacía otro tanto en la proa, mientras el tercero, que estaba de guardia, se mantenía pegado a la vera del capitán.

Los estibadores fueron soltando las amarras suplementarias una tras otra, y los marineros de cubierta del
Leviathan
las fueron enrollando sucesivamente sobre la cubierta. Ogilvy se paseaba sobre el ala del puente, moviendo constantemente los ojos y, cada vez que pasaba por su lado, el práctico podía escuchar a través de la radio el jadeo de los hombres que accionaban los cabestrantes de vapor. Soltaron los cables hasta que sólo tres de ellos sujetaron el buque al malecón: un solo cable para la proa, otro para la popa y otro para el través del buque respectivamente.

El práctico esperaba que le llamaran, pero Ogilvy parecía tener toda la intención de desatracar y hacer virar al
Leviathan
sin ayuda. El práctico estaba dispuesto a cederle gustoso esa tarea.

Gracias a Dios habían dragado los bajíos cenagosos que se extendían frente a la punta de Hamble el año anterior; esto había ensanchado mucho el canal que discurría frente a la refinería. Pero, aún así, el buque gigante apenas disponía de espacio suficiente para virar y habría bastado un pequeño error de cálculo para bloquear uno de los principales puertos de Inglaterra, dejando al monstruo con la proa clavada en el lodo y atravesado a todo lo ancho del canal como otra muralla de Adriano.

Ogilvy seguía radiando sus órdenes a los remolcadores, a sus oficiales y a los estibadores. Sin prestar todavía la menor atención al práctico del puerto, se situó de cara a la proa del
Leviathan
y volvió a hablar por el micrófono.

Un estibador levantó los brazos.

El cable de amarre de la proa se soltó del malecón, con un sonoro chasquido metálico, y cayó al agua, dejando una estela blanca como una medusa. Ogilvy dio una nueva orden: el cable que sujetaba la parte media del buque se desprendió también con un chasquido. Un segundo remolcador se unió al que tiraba de la proa. Los dos juntos empezaron a arrastrar el buque hacia el centro del canal.

Ogilvy metió la mano en un pequeño compartimiento del ala del puente y puso en marcha el propulsor de proa. Lejos de los ojos y los oídos de todos, un motor diesel de dos mil caballos hizo girar una hélice dentro de un túnel que atravesaba la parte anterior del buque. La hélice succionaba el agua por el costado de estribor y la expulsaba por babor, reforzando la tracción de los esforzados remolcadores.

Se apagaron las luces del puente. La creciente oscuridad de la noche envolvió más estrechamente al buque el malecón y la refinería adquirieron siluetas luminosas. Un frío viento barrió el ala del puente de mando. Ogilvy ordenó que soltaran el cable de popa.

La caída de la última amarra rompió la superficie del agua. Dos remolcadores de Southampton se acercaron por la popa y empezaron a tirar en dirección al canal. El resto recogieron los cables que pendían de la borda y se unieron al esfuerzo para separar el buque del malecón. Las tensas cuerdas chorreaban agua y el aire temblaba con las palpitaciones de sus motores, pero el
Leviathan
no se movió.

Ogilvy entró en el puente y el práctico lo siguió. El tercer oficial ocupó su puesto junto a los controles de las máquinas. Un marinero aguardaba al lado de la rueda del timón. Pequeñas luces rojas encendidas en el techo iluminaban los instrumentos y los paneles de mandos. El segundo práctico ya se había situado junto a la mesa de comunicaciones, con un radioteléfono VHF en la mano, y estaba intercambiando información con los remolcadores y con la dirección de tráfico del puerto.

—Todo a estribor —dijo Ogilvy.

—Todo a estribor —repitió el timonel, haciendo girar el diminuto yugo del timón.

—Avance lentamente a babor —ordenó Ogilvy—. Atrás lentamente a estribor.

El tercer oficial repitió la orden de Ogilvy y accionó las palancas recubiertas de plástico que controlaban automáticamente los motores, haciendo avanzar al uno marcha adelante y al otro marcha atrás. Los motores se pusieron en marcha silenciosamente, con un temblor apenas perceptible.

Luego, muy despacio, grado a grado, el mundo empezó a girar frente a las ventanas del puente. Las distintas luces de Southampton se desplazaron majestuosamente de una banda a otra de la proa del
Leviathan
. El malecón se apartó del costado de babor del buque, formando un ángulo, y las hileras de luces rojas y verdes que señalizaban el canal de acceso al mar se alinearon en línea recta frente al lado de estribor. El práctico se estremeció: era como contemplar la formación de una avalancha.

Pasaron varios minutos. El
Leviathan
no parecía moverse, pero las luces iban girando cada vez más rápido. Los remolcadores de popa aminoraron la marcha, recogieron sus cables y se deslizaron entre el buque y el malecón para ayudar a empujar la popa. Las luces de las afueras de Southampton se deslizaron a lo largo del casco en dirección a la popa, mientras la refinería —centelleante como una estación espacial— se desplazaba en sentido contrario.

—¡Paren las máquinas!

—Paren las máquinas.

El tercer oficial accionó ambas palancas hasta la posición de Stop y registró los cambios en el Libro de Máquinas. Las luces del puerto continuaron desplazándose, mientras el buque seguía virando, impulsado por su momento de fuerzas. Varios minutos más tarde, cuando ya estaba prácticamente alineado con las luces del canal y a punto de completar el viraje, Ogilvy dio orden de que se retiraran los remolcadores de popa. Las cuadrillas de cubierta del
Leviathan
soltaron las amarras ya flojas y las dejaron caer por la borda.

En el instante preciso en que quedaba arrumbado hacia el primer faro del canal —una luz blanca que centelleaba con rápidos destellos a una milla de distancia—, el buque dejó de virar.

—¡Práctico!

—Gracias, capitán —dijo el práctico lleno de admiración.

Había sido una maniobra magistral. Luego se volvió hacia el segundo práctico:

—Comunica a los remolcadores que ya no les necesitamos.

—¡Todavía no! —le interrumpió Ogilvy—. Yo daré la orden. Yo me encargaré de comunicárselo cuando decida que ha llegado el momento. ¿Está claro?

—Usted perdone, capitán —dijo el práctico, sorprendido por su estallido.

El rostro de Ogilvy resplandecía indignado bajo la débil claridad rojiza de las luces del puente de mando.

El práctico miró hacia abajo, examinando el canal, y fijó la posición de la luz de señalización al marco de la ventana. Dentro de un instante el buque empezaría a derivar. Miró de reojo a James Bruce, que lo observaba todo con una expresión preocupada en su cara carnosa.

—¿Piensa ordenar toda avante, capitán, o prefiere que lo haga yo?

Ogilvy se volvió hacia su tercer oficial:

—Comunique a los remolcadores que ya no los necesitamos.

—A la orden, señor.

El tercer oficial habló por el micrófono del VHF.

El práctico se mantuvo a la expectativa, paseando velozmente la mirada de la señal luminosa al compás, el giroscopio y la corredera de patente, que marcaba el punto cero.

—Gracias, número tres. Babor…, estribor…, toda avante.

—Toda avante, señor.

—El barco es suyo, práctico.

Ogilvy dio media vuelta y desapareció por la puerta del cuarto de derrota. Un momento más tarde, la cubierta del puente se estremecía con el movimiento de las hélices gemelas en las profundidades.

El gris interludio entre el día y la noche había terminado. Súbitamente había oscurecido y el cielo, la tierra y las aguas se fundieron en puntos indeterminados. El parpadeo de las luces de las balizas del canal, débiles en la oscuridad, se encendía ahora en luminosos puntitos rojos, verdes y blancos. Eran las únicas señales ópticas en las que podía confiar el práctico, pues las difusas siluetas de las colinas y márgenes de los ríos ofrecían una perspectiva sin profundidad alguna.

Se situó muy cerca del tercer oficial.

—Póngamelo a seis nudos, por favor.

—A la orden, señor.

—Timonel. Rumbo uno cuatro dos.

—Rumbo uno cuatro dos —repitió el timonel.

Lentamente fue disminuyendo el temblor y el enorme navío empezó a avanzar por el canal de Southampton, en dirección a la recta de Calshot. El segundo práctico cogió un auricular del panel de comunicaciones. Fue recorriendo los distintos canales del VHF, mientras iba informando al práctico.

—La patrulla del puerto va delante de nosotros.

—Gracias.

—Un carguero de diez mil toneladas se dirige hacia el canal de Thorn por la vía de entrada.

—Pídale que aguarde hasta que hayamos pasado, por favor.

El canal tenía menos de trescientos metros de ancho después de la curva.

Se estaban acercando a la primera boya del canal. El segundo práctico anunció:

—El
Seatrain
viene detrás de nosotros. Acaba de salir ahora mismo del Test.

—Gracias. ¿Podría indicarme la posición del faro de la recta de Calshot?

El segundo práctico salió corriendo al ala del puente. Era preciso moverse con rapidez dadas sus dimensiones. Enfocó el grupo de centelleantes luces blancas a través de un par de aspas que giraban en torno a una rosa náutica fija, después efectuó un rápido cálculo mental y convirtió la posición relativa a la posición sobre el compás, mientras volvía a recorrer los treinta metros hasta la rueda del timón.

—Uno cuatro cero.

—Gracias —dijo el práctico.

Segundos después, le ordenaba al timonel:

—Uno cuatro cero.

Lentamente, demasiado lentamente, las luces que brillaban frente a ellos fueron desplazándose hacia estribor. El práctico tenía los ojos fijos en el compás ampliado de trazo fino que colgaba frente a él. La rosa de los vientos fue desplazándose grado a grado por debajo de la aguja y finalmente se detuvo en los 140. El práctico levantó la vista. Ante él centelleaba el grupo de luces, cada vez más próximo. Se llevó los prismáticos a los ojos y buscó los destellos rojos de la boya de la punta de Castle, que se encendía y se apagaba cada diez segundos, y en el cual pensaba basarse para iniciar el viraje y entrar en el canal de Thorn.

La luz estaba donde debía estar, a doce puntos de la proa por estribor.

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