El cazador de barcos (13 page)

Read El cazador de barcos Online

Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
7.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando estaba próximo al faro de St. Catherine —un blanco cilindro achatado que se alzaba entre un bosque de antenas de radio, en el extremo más meridional de la isla de Wight—, un rápido yate a motor con casco de acero, y flanqueado por un par de esbeltos guardacostas, apareció atronadoramente en su campo visual, procedente del canal de Solent, y se le cruzó a escasa distancia por la popa. La triple estela se lanzó en pos del
Swan
. El velero levantó la quilla, cabeceó airadamente una vez y luego continuó su camino, impulsado por el viento, que durante unos breves instantes llegó cargado del olor a aceite diesel.

CAPÍTULO VII

Miles Donner contemplaba el cabrilleo de los rayos de sol que las aguas onduladas de Le Havre reflejaban sobre el techo del lujoso salón del Orión. Aunque estaba muy enfrascado en su conversación con la docena de hombres y mujeres que había a bordo del yate, automáticamente examinó las posibilidades técnicas de fotografiar el efímero efecto.

Donner parecía confuso. Sus facciones eran delicadas, los labios llenos, la mirada cálida, y las cejas espesas. Poseía los modales desenvueltos de un caballero inglés de mediana edad sumamente destacado en algún campo profesional: podría ser un físico que frecuentara los cócteles de sociedad de Surrey o un autor de novelas para señoras muy vendido en los Estados Unidos. O lo que de hecho era: un fotógrafo comercial, un maestro de la luz natural, especializado en la promoción de viajes. Esa profesión le permitía ganarse bien la vida y constituía una perfecta cobertura. Provisto de su pasaporte británico, podía meterse en un avión cuando quisiera e irse a hacer fotografías a cualquier parte del mundo.

La conversación se desarrollaba en hebreo. Le proporcionaba una oportunidad de intercambiar información y encontrarse entre los suyos sin necesidad de coberturas. El yate estaba registrado a nombre de una compañía siderúrgica sueca. Siempre que era utilizado por la Mossad, lo escoltaban un par de lanchas armadas capaces de seguir su velocidad de treinta nudos.

LaFaur, jefe de la gran central francesa, era el centro de atención. Hombre muy excitable y vanidoso, con frecuencia se comportaba como si estuviera al frente de todas las operaciones europeas, aunque no era así. Este poder se centralizaba en su país. En aquel momento estaba describiendo la reciente depresión nerviosa de un agente de París. El hombre había desaparecido de manera repentina.

—De inmediato di instrucciones a mi oficina para que se iniciaran las operaciones de búsqueda habituales. No tardamos en averiguar que ni los palestinos ni los rusos le habían hecho nada. Y otro tanto podía decirse de nuestros «amigos». Y, sin embargo, había desaparecido. Incluso registramos las cárceles y hospitales, por si había sufrido un accidente de verdad.

»Nada.

Lanzó una mirada en torno a la mesa. Donner le devolvió la mirada. LaFaur apartó los ojos.

—¿Y saben dónde le encontramos? —preguntó pomposamente.

Grandig, de la central alemana, dirigió a Donner una levísima sonrisa, apenas esbozada, y levantó una mano:

—Apareció en el aeropuerto de Orly.

A LaFaur se le descompuso la cara.

—¿Cómo lo has sabido? —le espetó—. Esa información no estaba destinada al consumo general.

Grandig sonrió relajadamente. Tenía la figura ancha y redonda de un tabernero de Munich, una mente brillante y metódica, una voz baja y serena y un secreto sentido del humor.

—¿Adónde se dirige un agente de la Mossad cuando tiene problemas? —preguntó.

—Pero…

—Ha sido una conjetura, LaFaur —dijo conciliador—. Hace un mes nos ocurrió algo parecido en Bonn.

Se levantó para seguir hablando, ya sin rastro de humor en su voz.

—Últimamente hemos sufrido algunos fracasos terriblemente desmoralizadores. Esto aumenta las tensiones a que están sometidos nuestros agentes. Nuestro hombre llegó a pasar cuatro días viviendo en el aeropuerto hasta que lo localizamos.

—Nosotros dimos con el nuestro en dos días —dijo LaFaur.

—Tal vez deberían concederos una medalla —dijo Grandig.

LaFaur miró a Donner con ojos llenos de indignación. Donner sonrió y se encogió de hombros.

Grandig siguió hablando.

—Nuestro hombre había dejado sus ropas en la consigna automática y se afeitaba y se lavaba en el lavabo de caballeros. Quería estar cerca de los aviones, pues el único amigo de que dispone un agente de la Mossad es un piloto de un avión de El Al.

Los otros asintieron. Varios de ellos fijaron los ojos en la superficie lustrosa de la mesa. Todos habían trabajado como agentes y todos conocían esa sensación de aislamiento. Donner simpatizaba con sus sentimientos. A diferencia de sus colegas más jóvenes —
sabras
criados en Israel y que habían tenido que aprender las costumbres de sus países de destino— él era súbdito británico y su hogar estaba en Inglaterra. Había nacido y se había educado allí, excepto algunos años de su niñez, pasados en Palestina. Había sido profesor de Historia en Cambridge y residía en Londres desde hacía treinta años.

Era sionista en el momento de realizarse la Partición en 1948 y había intentado volver a Israel para colaborar en su defensa, pero sus superiores le habían convencido de que podía ser más útil en Inglaterra. Siguiendo sus instrucciones, se había ido apartando lentamente de sus amigos sionistas, como un hombre que va perdiendo interés en un movimiento, y poco a poco fue creándose las características de una vida inglesa. Con los años, esta vida había llegado a parecer su propia vida; una confusión que le mantenía en una especie de limbo, en tanto que hombre con el hogar en un país y la patria en otro. Un hombre que a veces empezaba a pensar que estaba envejeciendo mientras seguía aguardando el final de una guerra sin fin.

—La reputación es nuestra arma más potente —siguió diciendo Grandig—. Y los fracasos la han mellado. El asesinato de ese camarero en Noruega…, la detención de algunos agentes…, la explosión de la mesa de despacho del jefe de nuestra central de Bruselas bajo sus propias narices. Somos demasiado pequeños para poder decir: «Ya veréis la próxima vez», como hacen las grandes potencias. Para nosotros, cada ocasión es la única.

—Basta —sonrió Donner—. Cuéntales las buenas noticias.

—¿Qué buenas noticias? —preguntó suspicaz LaFaur.

—Como sabéis —dijo Donner—, las fuerzas de la OTAN continúan retirando los misiles antitanques Dragón M47.

—Ésas no son buenas noticias —dijo la mujer que dirigía la central de Roma—. Dentro de seis meses esos misiles lloverán sobre nuestras patrullas de seguridad.

—Aguardad un momento hasta que Grandig os relate lo ocurrido.

—Miles nos ayudó —dijo Grandig.

La mujer de Roma era tan hermosa como bien conocida por su mal genio Se pintaba los ojos con polvillo de carbón, el kajal que utilizan las mujeres árabes, y el brillante contorno que rodeaba sus ojos oscuros los hacia relucir como si fueran de fuego.

—Si estáis compitiendo a ver quién es más modesto —dijo tajante—, declaro ganador a Grandig. ¿Y ahora podríamos seguir con el asunto? Tenemos muchísimas cosas que hacer hoy.

—Se trata de una buena operación —dijo Grandi—. Una buena cooperación entre mi unidad, la unidad holandesa y nuestra gente del norte de África. Descubrimos un complot palestino para sacar las armas clandestinamente del país. Las están adquiriendo de manos de un sargento mayor norteamericano y han sobornado al «hijo» de Kohler e Hijo, Maquinaria Agrícola, para que los oculte entre los cargamentos de tractores que exporta su padre.

—Los tractores van metidos en cajas selladas y se almacenan en unas garantizadas instalaciones de Rotterdam, donde no son registradas por la aduana holandesa, pues se trata de un cargamento en tránsito. Hace dos días, salieron rumbo a Túnez en un carguero ruso. Allí separarán las armas de la maquinaría agrícola y luego enviarán las primeras a Oriente a través de territorio árabe.

—¿Y cómo podremos impedirlo? —preguntó LaFaur.

Grandig dirigió una sonrisa a Donner.

—Miles consiguió colocar en el último momento una pequeña caja perteneciente a una compañía inglesa a bordo del barco. Imagino que contenía algo fulminante.

Varias sonrisas iluminaron los rostros alrededor de la mesa.

—¡Espléndido! —dijo el nuevo jefe de la Central de Bruselas.

—Hasta la próxima vez —declaró Grandi—. Hay demasiadas armas de esas por ahí sueltas. En este preciso momento, los norteamericanos se encuentran con un curioso misterio relacionado con los Dragones. O, más concretamente, con un Dragón.

—Un arma —dijo LaFaur— es problema de los alemanes.

Encendió un cigarrillo con la colilla del que estaba fumando y Donner pensó fugazmente que tal vez el mismo LaFaur tenía problemas. Parecía haberse tornado muy irritable desde la última reunión de jefes de Central.

—Cualquier arma es un problema para los israelíes mientras no se demuestre lo contrario —declaró Donner con firmeza.

—Continúa —dijo la mujer de Roma.

—Un Dragón fue robado, torpemente, del campamento del Séptimo Regimiento de AschafTenburg. Los norteamericanos no dieron demasiada importancia al hecho. Se habrían contentado con castigar al soldado responsable sin remover más la cosa; pero, como podéis suponer, la policía alemana no fue de la misma opinión. Sobre todo, con los últimos herederos de la BaaderMeinhof pululando por allí.

—Nuestro interés —le interrumpió LaFaur—, es menos evidente.

Grandig ignoró sus palabras.

—Poseen informes en las secciones de intendencia de la OTAN, igual que hacemos nosotros, precisamente en previsión de tales casos, y, cuando tuvieron noticia del robo, exigieron la colaboración del Ejército norteamericano para realizar una investigación a fondo hasta descubrir al destinatario del arma.

»Fue más bien como tirar al aire con una pieza de artillería. La policía mandó sus requisitorias a los altos mandos de la Bundeswehr. Y los resultados llovieron explosivamente sobre el comandante de la base norteamericana.

»Varios soldados fueron acusados de negligencia en el servicio y se sugirió al principal responsable que le convenía más cooperar. Éste contó una historia descabellada, que nadie creyó. Como el hombre era un alcohólico, los alemanes recurrieron al simple procedimiento de negarle cualquier bebida. Mantuvo la misma historia.

»Afirma que vendió el arma, sólo por cuatrocientos dólares, a un civil norteamericano.

—Querrás decir a un civil
árabe
-norteamericano —puntualizó LaFaur.

—No. El soldado fue muy claro a este respecto y su descripción tiende a confirmar su historia. El hombre era un norteamericano. No un alemán. Ni un
árabe
-norteamericano. Sino un norteamericano puro y simple, si es que existe tal cosa.

—Un criminal —dijo Donner.

—Eso pensé yo —declaró Grandi—. Pero, al ver que crecía el escándalo, los investigadores norteamericanos interrogaron a la policía militar que estaba de guardia en la zona de diversión donde estableció contacto el hombre. Una patrulla recordaba haber dado el alto a un civil norteamericano y haber revisado sus papeles. Sólo el sargento de la patrulla llegó a ver el pasaporte norteamericano. Por desgracia, no se preocupó de tomar nota de la información.

—¿No recordaba nada? —preguntó LaFaur.

—Está inconsciente —dijo Grandig—. Le rompieron un taburete sobre la cabeza en una riña de borrachos. Estamos intentando averiguar si existe alguna relación entre ambos incidentes. Pero, de momento, todo lo que sabemos es que la única persona que vio el nombre de nuestro hombre yace inconsciente en el hospital de la base.

—¿Se recuperará?

—Probablemente. Los policías suelen tener la cabeza dura. Entre tanto, hemos obtenido una información interesante que sugiere que el hombre podría no ser un criminal. Los otros miembros de la patrulla declararon que su sargento llamó «doctor» al hombre.

—¿Un médico? —preguntó la mujer de Roma.

—Eso creen los norteamericanos. Ellos tienden a reservar ese titulo para designar a los profesionales de la medicina.

Donner volvió a fijar la vista en los reflejos que ondulaban sobre el techo. El misil antitanque Dragón M47 poseía un sistema de lanzamiento tubular, de rastreo óptimo y teledirigido. Y un arma de esas características era muy potente. Con ella, un solo hombre podría detener un tanque en una batalla. Y en un aeropuerto, ese hombre sería capaz de destruir un reactor de transporte de pasajeros a setecientos metros de distancia.

El norteamericano podía ser un criminal corriente. O también podía ser un francotirador que actuara en nombre de la rama provisional del IRA, o del Ejército Rojo alemán, o de las Brigadas Rojas italianas, o de los palestinos. Donner decidió ocuparse de manera prioritaria de esa investigación en cuanto regresara a Londres.

El sol se reflejaba sobre los prismáticos del jefe del puerto cuando Hardin pasó con su velero por debajo del acantilado que era su observatorio y entró en el puerto de Fowey. Zigzagueando entre los yates y barcos de pesca fondeados, se abrió paso hasta el varadero de Culling, arrió las velas —primero el foque, luego la vela mayor— y dejó que la corriente le llevara hasta su punto de amarre. En el tiempo que le llevó atrapar el viscoso cabo y hacer el doble nudo, un barco de la patrulla costera —una lancha con motor fuera borda— se había acercado zumbando a su lado. El oficial le saludó llamándole por su nombre.

—¿Buen viaje, doctor Hardin?

—Muy bueno, gracias.

—¿Dónde ha estado?

Hardin le condujo al camarote donde tenía su carta de navegación y le mostró las rutas que había marcado sobre ella.

—¿Qué hizo en Rotterdam?

—Seguí mi camino hasta el Rin sin detenerme.

—Lamento tener que decirle que nuestras franquicias para la Comunidad Europea no son válidas para nuestros visitantes norteamericanos. ¿Hizo algunas compras? ¿Alcohol, tabaco, diamantes?

Hardin respondió con una sonrisa:

—No bebo gran cosa mientras navego, nunca fumo y no tengo ninguna amiguita.

El oficial le devolvió la sonrisa.

—¿Le importa que eche un vistazo?

—En absoluto.

El inspector de aduanas empezó a registrar el barco y Hardin volvió a cubierta. Culling le saludó desde el muelle, a unos cien metros de distancia. Diez minutos más tarde, cuando los funcionarios de aduanas trasladaron a Hardin a tierra, todavía seguía allí; y cuando la lancha empezaba a alejarse, le preguntó:

Other books

The Way of the Fox by Paul Kidd
The Body Lovers by Mickey Spillane
A Haunted Twist of Fate by Coverstone, Stacey
Lipstick & Stilettos by Young, Tarra
The White Road by Lynn Flewelling
1st Case by Patterson, James